D’A 2020 (VI) – Little Joe: Don’t Feed the Plants (o sí)

Por Fernando Solla.

El D’A Film Festival dedica la retrospectiva de esta edición a la obra de la austríaca Jessica Hausner. Su última película, Little Joe (2019), forma parte también de la sección Direccions y la experiencia durante y especialmente después del visionado es, por lo menos, perturbadora. Un trabajo que depende prácticamente en su totalidad de una estética  que juega con lo hipnótico y la aparente frialdad quirúrgica hasta crear y mantenernos en un mood similar al que viven los protagonistas.

Una vez más, nos encontramos ante una de esas películas en las que probablemente aporte más la aproximación y la puesta al día formal y conceptual del asunto tratado que no tanto la novedad y sorpresa ante el contenido o trasfondo ideológico. Y qué bien que sea así. Al fin y al cabo ¿no lo es siempre? En manos de Hausner, lo que hace medio siglo se consideraba serie B para luego convertirse en película de culto ahora se enmarca directamente dentro del cine de autor. “Little shop, little shoppa horrors. Bop-sh’bop, little shoppa terror. Watch ’em drop, little shoppa horrors. No, oh, oh, no-oh!”. ¿Nos suena?

Una variante del universo literario de John Wyndham que bebe tanto de El día de los trífidos (1951) como de Los Cuclillos de Midwich (1957) o incluso Dificultades con los líquenes (1960). Los dos primeros títulos han tenido traducción cinematográfica. En el primer caso, La semilla del espacio (Steve Sekely y Freddie Francis, 1962). En el segundo, El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) y su remake homónimo de 1995 firmado por John Carpenter. Y por supuesto, La pequeña tienda de los horrores (Roger Corman, 1960) y su inolvidable remake musical La tienda de los horrores (Frank Oz, 1986). Vemos pues cómo debemos remitirnos a la década de los años sesenta del siglo pasado, a aquellos momentos en los que la ciencia-ficción no siempre se tomaba tan en serio a sí misma sin por eso perder ni si mala leche ni su espíritu crítico. Eso era antes de que acuñáramos la palabra distopía como oráculo multiusos.

Quedémonos en los sesenta como punto de partida. Suele darse una cierta casuística y es que cada veinte años aproximadamente volvemos a replantear los mismos títulos o situaciones, adoptando una posición más cercana a nuestra explicación del momento presente, tanto en lo referente a contenidos como a posicionamientos y también metodología de relación con la ficción, el audiovisual y el código o canal del lenguaje narrativo que prefiramos adoptar. Hausner lo hace desde un lugar más intelectual pero no por ello menos distendido. ¿Qué pasaría si la crítica al totalitarismo de Ionesco y sus piezas La lección (1950) o Rinoceronte (1959), por ejemplo, saltaran a la gran pantalla filtradas por una mente a medio camino entre el también austríaco Michael Haneke y la directora teatral inglesa Katie Mitchell en uno más de sus proyectos asociados a la Schaubühne de Berlín?

La autora que nos ocupa mantiene el misterio sutil de otros títulos como Lourdes (2009), donde ya se fijaba en Haneke para exponer esa especie “crueldad refrigerada” bajo la superficie de falsa amabilidad afectuosa de la clase medio-alta europea. Hausner juega a manejar nuestras expectativas (y las controla durante prácticamente todo el largometraje) con un planteamiento brillante y una composición excelente que casi nos hace olvidar la sensación de “ah, era esto…” que se apodera del espectador a medida que se acerca el desenlace. A ratos sentiremos la sospecha constante de que alguna catástrofe está a punto de suceder. Otros parece que el peligro retrocede. ¿O no? Quizá la calamidad ya haya sucedido o quizá nos corresponda a nosotros posicionarnos y decidir si hay hecatombe o salvación. Adaptado al terreno de las grandes corporaciones, la discapacidad de los protagonistas (y del sistema) no será tanto física como afectiva y aunque no se pierde el contacto con la naturaleza, esta se refleja como manufacturada y más cercana a una política ecologista o iniciativa de vida saludable que no a una localización geográfica donde situar la acción. En cualquier caso, mantendremos la extraña sensación de que algo muy importante está a punto de suceder.

¿Y qué pasa con Mitchell? Sus puestas en escena parecen intentar dar respuesta a listas de hechos y preguntas. Una manera de estructurar la información y exponer sus impresiones al respecto. El giro de Hausner es interesante porque responde a los hechos “no negociables” de la primera acercándonos al terreno de lo imposible fuera del marco de la ciencia-ficción (como decíamos intelectualizada y que no sentiremos como tal). La lista de preguntas se introduce en forma de premisas temáticas que no parecerán necesitar excesivo desarrollo ya que el poder de la expresión audiovisual es potentísimo. La ingeniería genética que crea una planta que produce oxitonina (la hormona de la madre) y nos promete felicidad. A cambio, devoción y dedicación prácticamente exclusiva. A partir de aquí, sentimientos de culpa y su superación. De la mujer que antepone su carrera profesional a su condición “natural” de madre. El cuestionamiento de la integridad profesional o moral (a nivel individual y de empresa y, en menor medida, en las relaciones humanas)… Como lista, todo funciona más o menos bien aunque es cierto que la sumisión a la temática y a lo formal automatiza bastante no tanto las interpretaciones sino el desarrollo de los personajes. En manos de Emily Beecham o Ben Whishaw (sin olvidarnos de la potente actitud de los intérpretes más jóvenes), por ejemplo, se podrían alcanzar cotas bastante más altas. Por lo demás, bien de referentes.

En pantalla una inundación de colorido y una dirección artística tan llamativa como persuasiva. La fotografía de Martin Gschlacht y el montaje de Karina Ressler sacan todo el partido posible y todavía más de la dirección artística de Francesca Massariol y Conrad Reinhardt y, especialmente, de los decorados de Nicola Wake y el vestuario de Tanja Hausner. Una cámara muy dinámica cuando filma el invernadero ya desde los créditos, en horizontal y a doble trayectoria. Planos aéreos giratorios que, en interiores y especialmente en el domicilio de la protagonista se convertirán en travellings frontales y en paralelo o perpendicular a la mirada y colocación de los protagonistas hasta enfocar siempre el espacio vacío que queda entre ellos. Planos que se repetirán en la conclusión para que nos demos cuenta del peso de lo recorrido durante el largometraje. Como intentando aspirar ese ambiente, siempre buscando el aroma de la planta. Especialmente atractivo, el colorido de las flores en combinación con las paredes y el vestuario de los personajes principales y su fusión en distintos tonos con la ubicación donde se encuentran, más vivos o pastel en función de de cada momento o situación.

Resulta francamente ocurrente y efectivo el diseño de sonido de Erik Mischijew y Matz Müller así como el uso de efectos combinados con la composición musical de Teiji Ito, algo que ayuda a que la polinización de Little Joe traspase la pantalla y nos induzca como espectadores a esa felicidad aparente, instintiva y no cuestionada que viven los protagonistas. Sonidos estridentes en mayor o menor medida según nuestra sensibilidad y predisposición para los acúfenos o tinnitus (que percibiremos como si estuvieran solo en nuestra cabeza) para descubrir poco a poco que reflejan la alienación “feliz” tanto de los personajes como de los espectadores. A medida que nos dejemos seducir por la planta, nosotros también seremos víctimas o consumidores predispuestos y satisfechos.  Los efectos especiales de Valentin Strukler, Thomas Roth y Markus Kircher permitirán que percibamos (a través de la vista) la nebulización vaporosa del polen de un modo totalmente hiperrealista. Tanto que el visionado de Little Joe nos parecerá una inhalación sensual y prácticamente erótica. ¡Hausner nos convierte en espectadores polinizados!

Demasiado tarde para escuchar aquello de “They may offer you fortune and fame, love and money and instant acclaim. But whatever they offer you… Don’t feed the plants!”. Aquí la promesa es de felicidad y, cómo no, nosotros compramos nuestra planta.

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