‘El juego de morirse’, de Sandra Martínez-Raguso

JOSÉ LUIS MUÑOZ.

Hubo un tiempo, ya lejano, en el que las editoriales españolas tenían un cierto interés por lo que se conoce por literatura erótica, seguramente relacionado con la falta de libertades y la asfixia de los cuarenta años de franquismo en los que fuimos protegidos de los desmanes del sexo por la censura. Sin ir más lejos, recuerdo la colección La Sonrisa Vertical de Editorial Tusquets, completamente abandonada, y La Fuente de Jade de la Editorial Martínez Roca. Ese erotismo, en el que cabía la elegancia de Pierre Choderlos de Laclos y la explicitud de Henry Miller, en el caso de La Sonrisa Vertical, y las joyas de la literatura erótica oriental y los surrealistas que nos descubría La Fuente de Jade, ha quedado huérfano editorialmente hablando y desbancado por el erotismo light de Sombras de Grey y sucedáneos. La primera novela de Sandra Martínez-Raguso, una madrileña que vive en Estados Unidos, tras licenciarse en Filología Hispánica por la universidad de Buffalo, dedicada a impartir clases de español, bien podría haber sido publicada en cualquiera de esas colecciones eróticas antes mencionadas y desgraciadamente desaparecidas. 

El juego de morirse es un thriller erótico que funciona mejor como lo segundo que como lo primero. La delgada línea que separa lo erótico de lo pornográfico (El erotismo es la pornografía vestida por Christian Dior, decía el erotómano director de La Sonrisa Vertical Luis García Berlanga) no la traspasa esta madrileña en las poco más de doscientas páginas de esta su primera novela. El asesinato de una joven en el portal de su casa es el arranque de la trama en la que una serie de jóvenes de ambos sexos, vinculados con el mundo del espectáculo —la autora fue miembro de la Compañía Teatral universitaria Nohayquórum dirigida por Sergio Peris-Mencheta e intervino en un film de terror yanqui—, ponen en práctica todo tipo de experiencias sexuales, algunas de alto riesgo, en su afán de quemar la adrenalina y vivir al límite. La protagonista, Alicia, tan desinhibida como sus comparsas de juegos sexuales, sospechará de uno de ellos como asesino de su amiga Silvia.

Se inicia la novela con una utilización de la arriesgada segunda persona de la que sale airosa su autora —Estás tan nerviosa que te aprieta el corazón. No te gusta salir sola de noche. Te aterra. Te atormentan un bombardeo de imágenes y noticias truculentas sobre violaciones secuestros asesinatos. Chicas jóvenes y guapas. Como tú. Mierda. —, para luego meternos de lleno en esos juegos sexuales en los que el componente Eros/Tanatos resulta medular —Existe un placer oscuro, una pulsión de muerte freudiana. Un morir orgásmico cuando los dedos del amante rodean tu cuello y el aire te huye despacio. —. Relata con obsesión cuantitativa la autora las sucesivas orgías a las que se entrega el grupo —Hasta el punto de que cuando Max se despertaba en mitad de la noche y miraba a su alrededor, nunca sabía cuáles eran sus extremidades. Sus cuerpos juntos formaban un monstruo con ocho brazos y ocho piernas, dos penes y dos vaginas, cuatro bocas, cuarenta dedos, cuatro lenguas… Un amasijo de cabello y piel. Un monstruo invencible. —, ya que esos ejercicios sexuales forman parte del imaginario erótico de media humanidad, y apunta, como en esa película espléndida del cineasta británico Steve McQueen titulada Shame (puede que el más logrado retrato de la obsesión sexual) a que la necesidad compulsiva de sexo no genera placer sino angustia: Alicia sentía una insatisfacción que crecía a medida que devoraba hombres.

Hay sexo entre mujeres —Alicia se quedó hipnotizada mientras observaba como sus pechos enormes se rebelaban contra los aros del sujetador, demasiado pequeño para ella. Entonces sus ojos se posaron en el pubis de Martina. Tenía  un vello amelocotonado, de reflejos rubios, casi aniñado. Alicia sintió el impulso de acariciarlo con los labios. —; violaciones —Las persianas estaban abiertas y la luz de la luna se colaba en la habitación iluminando la escena. Max estaba erguido en la cama penetrando de rodillas a Silvia, que yacía boca abajo desnuda, completamente inconsciente. Le tiraba del pelo que tenía sujeto  en su mano derecha, como las bridas de una yegua, mientras la embestía con violencia.  Su cuerpo de dios nórdico brillaba sudoroso, entregado al placer de poseer a su presa. — y un sinfín de cópulas descritas con precisión. 

A los personajes de El juego de morirse, no tan alejados de la realidad en su consumo compulsivo de sexo, les sucede lo que Catherine Millet narraba en sus memorias sexuales La vida sexual de Catherine M., publicado por Editorial Anagrama y que fue un notable éxito comercial: el coito sin implicación emocional, como el que practicaba, según propia confesión, esa comisaria de exposiciones y especialista en Salvador Dalí que iba cada noche al Bois de Boulogne para ser poseída por decenas de desconocidos puestos en fila, produce un enorme vacío. Estamos pues ante una novela erótica, la de Sandra Martínez-Raguso, alejada de la línea light de Grey y compañía, que gira sobre esa banalización del sexo tan frecuente en nuestros días. 

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