Desafiante, obstinada Hannah Arendt

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

Nada abstracto, exagerado o aséptico empaña las palabras de una de las personalidades más influyentes del siglo XX: “El totalitarismo nunca se contenta con gobernar por medios externos, es decir, a través del estado y la maquinaria de violencia; gracias a su peculiar ideología y al papel que se le asigna en este aparato de coacción, el fundamentalismo ha descubierto un medio para dominar y aterrorizarnos desde dentro” [mi traducción, al igual que las restantes]. Lejos del intelectualismo hueco que caracteriza a nuestra época, Hannah Arendt (Linden-Limmer, 1906 – Nueva York, 1975) promulga la formación de un yo singular que fomenta la declaración directa de un sentimiento colectivo que sea reconocible.

Sus libros se benefician de la relectura, sus juicios se sienten no sólo vigentes, sino urgentemente necesarios. Si pensar significa borrar las líneas de demarcación convencionales, la necesitamos ahora, más que nunca, sugiere el periodista británico Daniel Johnson (1957). Su artículo de septiembre de 2020 para la revista The Critic nos la devuelve desafiante, obstinada: viva. Con motivo de la exposición que, sobre la teórica política​ germánica, nacionalizada estadounidense, tiene lugar en la capital alemana, el que fuera corresponsal para el Daily Telegraph durante la caída del muro de Berlín (1989) elimina las distancias emocionales al volver sobre la producción y las relaciones de la prolífica escritora.

Un conciso tapiz reorganiza el mito y la historia para revelar la humanidad y la amplitud mental de la pensadora que sostuvo que “el sujeto ideal del gobierno totalitario no es el nazi convencido o el comunista confeso, sino aquel para quien la distinción entre realidad y ficción o entre verdadero y falso ha dejado de tener sentido”. A medida que los bordes sombríos y las irónicas lagunas de la autora de Los orígenes del totalitarismo (1951), coindicen, un hilo de incertidumbre se revela: el misterio irresoluble de cómo contar la historia de alguien cuyas múltiples narrativas nos alejan de comprenderla.

“El problema con Eichmann”, argumenta en otra de sus obras clave, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), “era precisamente que muchos eran como él, que muchos no eran ni pervertidos ni sádicos; que eran, y siguen siendo, terrible y temiblemente normales”. Analiza el editorialista del Times los puntos de vista de la erudita “crucial en el redescubrimiento de Kafka, al editar y traducir sus Diarios, menos relevante al intentar lo mismo con Walter Benjamin”; se concilian las posturas enfrentadas, hasta el extremo de la autoexposición: (“La normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas”, enuncia en otro pasaje de Eichmann, “porque implica, como han dicho en Nuremberg una y otra vez los acusados ​​y sus abogados, que este nuevo tipo de delincuente (…) comete sus delitos en circunstancias que le hacen casi imposible saber o sentir que está actuando mal”).

Regresa de la mano del autor de Alemanes neoliberales (1989) la Premio Sigmund Freud (1967) como hija, amiga, amante. Se ocupa de lo anecdótico, emprende la lectura biográfica de sus escritos: las cartas de amor que intercambió con Heidegger (“De alguna forma, el hechicero nunca renunció a su poder sobre la aprendiz”), el escepticismo inteligente de una luchadora que se reinventa a sí misma como un ser libre: “El poder y la coacción son opuestos”, afirma en Sobre la violencia (1970), “donde uno gobierna de forma absoluta, la otra está ausente”. En ese breve volumen, precisamente, la intelectual se aparta cada vez más de sí misma para entregarse a sus aforismos: “Si identificamos a la tiranía como el gobierno que no tiene que rendir cuentas, el gobierno de Nadie es el más tiránico de todos, porque no hay nadie a quien se le pueda exigir responsabilidades”. Su única razón para escribir es la autodeterminación. Y sin embargo, cuanto más escribe, más múltiple se vuelve su pensamiento.

“Una forma sugerente de contemplar la producción de Arendt es considerarla una larga meditación sobre el problema del mal”, concluye Johnson. En las múltiples disquisiciones entrecruzadas, el avatar resultante es simbólico y real, parte del retrato más amplio de un país y un destino. Su individualidad brilla breve, lírica, trágicamente, mientras declara: “La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento”. Su agudeza, sugiere el colaborador del Times Literary Supplement, es una virtud perdida en la época actual, junto a la fiereza, la voluntad de renunciar a la amabilidad en favor del rigor intelectual. La capacidad de autoinvención de la Emerson-Thoreau Medal (1969) es un proyecto de autotransformación que pretende abrir la brecha entre el ser que escribe y su alter ego. En el artículo “Dar sentido al mal” se admira, por encima del personaje, a la persona que, lejos de tratar de congraciarse, responde a un entorno hostil o indiferente volviéndose cada vez más mordaz, un comportamiento que sin duda merece ser reivindicado.

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