‘Las ciudades evanescentes’, de Ramón Lobo

Las ciudades evanescentes

Ramón Lobo

Península

Barcelona, 2020

188 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Las posibilidades de engañarse a uno mismo son infinitas y, además, son bastante baratas. No existe diferencia entre estar enamorado y creerse enamorado -como nos demostró la locura de Alonso Quijano-, es cierto, pero también caemos con frecuencia en eso que los psicólogos llaman disonancia congnitiva, una alteración del pensamiento, de la razón, que nos permite la supervivencia y la mejor consideración de uno mismo. La oferta social, que es tanto como decir la oferta del mercado, nos guía hacia la acumulación de bienes que no necesitamos. Pero no solo bienes, pues las apps de los teléfonos móviles no se pueden considerar parte de un ajuar o de un tesoro. Y mientras acumulamos lo que no necesitamos ni usaremos jamás, o usaremos tan sólo para perder minutos creyendo que entretenerse es darle chispa a la vida, entregarse a la pasión, dejamos de disfrutar de lo que nos rodea.

Sobre este tipo de humus nos hemos construido o destruido, todavía ignoramos bien qué y cómo, durante una etapa de confinamiento, durante una etapa en la que hemos reconocido que descubrir es descubrir el horror. De eso trata estas ciudades evanescentes, que Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955) nos entrega a modo de carta de consuelo, a modo de explicación. Es fácil irse reconociendo en las reflexiones que va desarrollando, sobre todo en la soledad -la de la casa, la de la calle, la del anciano-, mientras asistimos a un ejercicio de socioperiodismo cuyo objetivo es alcanzar cierto grado de serenidad, mirar con calma. Al fin y al cabo, Lobo pretende, como la inmensa mayoría de nosotros la inmensa mayoría del tiempo, alcanzar el descanso. Con ese horizonte en el objetivo va desarrollando un dietario sobre el periodo de confinamiento que es, a la vez, una denuncia de la ciudad líquida, una denuncia de la sociedad entregada a los mercaderes. El capitalismo financiero ha destrozado los atisbos de humanidad y ahora nos encontramos con que debemos flotar en un líquido que no es armónico. Y nos vemos con el agua al cuello. De ahí que el malestar vaya alcanzando cimas incontrolables. Ojalá fuera uno de esos malestares que imprime la naturaleza, de esos que se asemejan a lo triste, pero no, con lo que Ramón Lobo lidia se podría conocer como desconexión humana.

Es cierto que se desenvuelve en un tipo de pensamiento acorde a la gente, como pensado en la divulgación, pero también que esa facilidad nos lleva de la mano a la empatía. Si nos reconocemos en el mundo low-cost que describe es porque guardamos unos gramos de espíritu crítico, aunque sólo sea el mismo espíritu que llevó a Jesucristo a arrojar a los mercaderes fuera del templo en un acto violento que seguimos considerando justo. Pero el low-cost que vamos encontrando afecta también al alma. Hemos desarrollado un espíritu barato, en el que se confunde popularidad con aceptación. Con tanta falsedad por delante, el esfuerzo para reconocer la dignidad en cada uno de nuestros pechos ha resultado algo así como trazar surcos en el agua. No somos seres éticos y si nos dejamos llevar por textos como éste, podremos tener todavía esperanza. Tal vez sí nos quepa la ocasión de volver a serlo, siempre y cuando abandonemos, de entrada, el lenguaje bélico propio de una sociedad capitalista, ese que tanto daño ha ocasionado en tiempos de crisis, y comencemos a considerar que debería existir una bolsa de valores éticos por encima del IBEX 35.

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