Charles Dickens: epicúreo del pánico

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

Para huir de los sombríos recuentos de la realidad, para alejarse unas horas del rigor de las estadísticas, nada mejor que volver a la literatura de Charles Dickens (Portsmouth, 1812-Gads Hill Place, 1870). Dilucida el profesor en el University College John Mullan al genio británico en su ensayo The Artful Dickens (Bloomsbury, 2020), se ocupa de sus vívidas descripciones, de sus notables percepciones sobre la ejemplaridad, de su denuncia de los pecados del ser humano. A su vez, el periodista Anthony Quinn disecciona el tratado de Mullan en el número de octubre/noviembre de 2020 de la revista británica Standpoint, cumplidos 150 años de la fama póstuma del autor de Oliver Twist.

El estudio recién aparecido defiende lo que singulariza al creador de Cuento de Navidad: su confianza en el futuro, sin eludir la depravación, el hambre, la locura; su condición de testigo ocular, en opinión de Mullan, fomenta la memoria colectiva de toda una nación. Al proyectarse hacia el mañana, logra captar los miedos y peligros que ensombrecen nuestra posmoderna individualidad. “Sus novelas no se enfrentan a la verdad del deseo sexual”, afea el columnista de The Guardian, citado por Quinn, “surgen distorsionadas por el decoro victoriano”.

Y sin embargo, su don para reinventar lo empírico las convierte en pioneras de una forma de escritura. Reinventada por la humildad, “la grandeza de Dickens consiste en una forma de engaño sofisticado”, argumenta el colaborador de Standpoint: sabe forjar un relato e imponerlo como una verdad. Confundidos por la complejidad de sus imitaciones, sus múltiples puntos de vista ayudan a urdir una ficción autodramatizante y heterocompasiva.

Se nos descubre a un escritor preocupado por su lugar en la historia y sus siempre precarias finanzas. “Su don mimético”, apostilla el articulista, “le permite inventar voces individuales, la primera de ellas [el personaje de] Sam Weller, en Pickwick Papers”. Satírico y polemista, el autor realista despliega su registro de ataques anti-conservadores en la narración mestiza de los desposeídos, proyecciones directas del ego, embaucadores que arriesgan tanto su alma como su piel, el benigno Sr. Micawber o la incontinente Flora Finching en Little Dorrit, enfrentados a las restricciones del egoísmo, aventureros que arriesgan no solo su seguridad financiera sino su credibilidad, oportunistas que cuentan su historia, mientras recuerdan las adversidades a las que han tenido que enfrentarse, esquivando, por poco, la aniquilación.

En el triste aniversario del deceso del mejor novelista inglés de la época victoriana, ningún tiempo como el que se avecina, que pasaremos inevitablemente encerrados, para abordar los grandes monumentos que siempre tuvimos la intención de leer, pero nunca antes pudimos abordar. “Nada es tan absorbente en sus libros como su investigación del terror”, concluye Quinn, “(Dickens fue “un epicúreo del pánico”, en opinión de Mullan), un pavor que une el horror a la comedia”. Regresar a su obra, estos días, puede aportar no solo una continua fuente de entretenimiento que lucha por arrojarnos de nuestra alienante perplejidad, sino una perspectiva útil sobre nuestra crisis (no solo sanitaria).

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