Mank: Hermosa elegía

Por Carlos Ortega Pardo.

De un tiempo a esta parte, el que fuera uno de los más conspicuos representantes de aquel amanerado thriller que plagó las pantallas durante la segunda mitad de los 90 —páramo estético que hoy, ayunos de creatividad y aquejados de un mal gusto asombroso, algunos se empeñan en resucitar— ha multiplicado sus registros y apostado por un mayor clasicismo visual, cosa que le ha permitido mantenerse en el candelero y prolongar el ménage à trois con crítica y público de sus inicios.

David Fincher pone imágenes a un texto inédito de su padre, fallecido en 2003, detalle emotivo que redunda en el encanto intrínseco a cualquier film de corte metacinematográfico, sobre todo si está bien hecho, como es el caso. Efectivamente, adornan a Fincher unas condiciones técnicas irreprochables, pero al mismo tiempo adolecía de cierta frialdad, defecto que empezó a corregir con El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008) y que aquí parece haber superado de sobra. Porque Mank constituye una encendida declaración de amor al séptimo arte y un reconocimiento a la labor de los guionistas, muchas veces callada hasta el punto de, por poco, no haber quedado borrada de la posteridad la verdadera autoría del libreto de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), obra de Herman Mankiewicz, dipsómano genial y apostador impenitente, acostumbrado —quizá por eso mismo— a trabajar sin acreditar.

La composición que del atípico personaje —una especie de Diógenes en la corte del megalómano Hearst— hace Gary Oldman es sencillamente, y tal como suele, impagable. No hay arista que se le escape, desde su mordacidad dialéctica hasta el alegre alcoholismo e igualmente despreocupada ludopatía, pasando por la entrañable relación con su esposa —estupenda Tuppence Middleton— y su platónica fascinación con la Marion Davies encarnada por Amanda Seyfried. Sin ánimo freudiano, el cariño que manifiesta Fincher en su retrato del mayor de los Mankiewicz supone una traslación evidente del que sintiera por su padre. No tan bien parados salen W. R. Hearst, L. B. Mayer, ni siquiera Orson Welles, entre otras luminarias de la edad dorada de Hollywood. En cualquier caso, los turbios manejos de aquéllos y el difícil carácter de éste son vox populi, conque tampoco creo que nadie vaya a escandalizarse a estas alturas.

Con su impecable blanco y negro, el gusto expresionista de angulaciones e iluminación, la profundidad de campo, goticismo escenográfico y doble línea temporal, Mank homenajea un cine extinto hasta rayar en lo prehistórico, casi dinosáurico, cuyo fruto mejor —si bien, a un tiempo profundamente crítico con el propio sistema de estudios y productores entrometidos— fue, precisamente, Ciudadano Kane. Que Netflix la produzca y distribuya no hace sino abundar en una paradoja que habría sido del agrado de Orson Welles, ese gran niño nietzscheano, y, por supuesto y muy especialmente, del travieso Mank.

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