‘Hombres que caminan solos’, de José Ignacio Carnero

Hombres que caminan solos

José Ignacio Carnero

Literatura Random House

Barcelona, 2021

185 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Volviendo a la voz que narraba en su debut, Ama, José Ignacio Carnero (Bilbao, 1986) comienza este Hombres que caminan solos con un viaje a las costas de Senegal y lo termina con un itinerario por la península, dos desplazamientos que ofrecen las antípodas del espíritu del viaje: mientras que el primero pretende ser un reportaje sobre el exilio de quienes fracasaron en el exilio, el segundo es una aproximación a la reconciliación familiar, en este caso con su padre. Y será este espíritu, el de la reconciliación, el que nos salve, el que nos indica una ruta que estaría bien seguir para salvarnos de la neurosis. El narrador, que se dirige a nosotros con una limpieza que no podemos dejar de agradecer, confiesa padecer depresiones. Conviene aclarar este término con una expresión ya clásica: una depresión no sería la música de un violín interpretando una composición triste, sino la música de un violín desafinado. Dicha depresión camina por la ruta del miedo: “Por la noche, antes de acostarme, me visitaban temores de toda clase: a la soledad, a la ruina económica, a la enfermedad”. Y se transforma, así, en un hombre más que camina solo, por la costa de Dakar o por los hospitales, o entre las calles. Es uno de nosotros cuando sentimos que hemos perdido el norte.

Pero no se rinde. Sabe que en algún lugar puede encontrar la salida a su mal y a su alcance pone la sociedad contemporánea recursos que pueden resultar de lo más extravagantes, como Tinder, pero cabe aprovecharse de ellos. Eso le empujará, por ejemplo, a una estancia en Buenos Aires que le llevará a descubrir que no todo lo que viene del exterior es daño, que los otros nos aportan otro tipo de estímulos y abre la puerta a considerar que la mejor manera de superar un mal año es con el afecto. Los otros no son el infierno. Ni siquiera la pareja con la que no termina de aclararse qué tipo de relación le conviene, qué tipo de relación será la más balsámica. Carnero nos describe el mundo de hoy -al menos el mundo para un abogado de treinta años-, lo que el padre del narrador califica como “lo que todos sabemos” y nos enfrenta a la manera que tenemos de contactar con el resto del planeta, que no siempre es vida: “Pero realmente estaba hecho una mierda. Mi ordenador me lo recordaba. Cada vez que lo abría y entraba en una página web, o en YouTube, me aparecían en la pantalla anuncios de infusiones que combatían el mal ánimo, aplicaciones que pretendían reducir la ansiedad reproduciendo sonidos de naturaleza y pastillas que potenciaban la excitación sexual. Mi ordenador sabía más de mí que mis propios amigos”. Y la solución con que va solventando toda esta ansiedad es el ansiolítico más popular en estos momentos.

Pero el Orfidal apenas sirve de tabla de náufrago. De nada sirve si no buscamos el norte perdido. El narrador, que se nos presenta como el propio Carnero, como una expresión de su yo, resulta ser un tanto diletante, culto y con problemas de autoestima que se expresan en ignorar la distancia a la que debe estar para entregarse, o no, a los demás, a su padre, a su pareja, y que es más fácil de resolver con los recién conocidos. El narrador recoge ese extraño estímulo del deseo de ser nihilista. Y lo que importa, en realidad, es la sensibilidad de la materia con la que estamos hechos. De ahí que necesite compartir, y compadecer en el sentido más literal de la palabra, padecer con su propio padre, su mayor vínculo emocional, para descubrir que existe la redención posible a las neurosis, a sentirse deprimido y a la autoficción.

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