La perspicacia analítica del conde Tolstói

GASPAR JOVER POLO.

¿Es posible componer una novela larga o incluso muy larga sin recurrir prácticamente a la descripción; solo con narración y con diálogos? ¿Una obra en la que la parte narrativa se impongan de manera absoluta? Y la respuesta es que sí, que sí es posible, sobre todo si tomamos como ejemplo Guerra y paz de Lev Tolstói, una de las novelas más extensas que se han escrito, la novela por excelencia, el buque insignia de la literatura realista del siglo XIX.

A lo largo de los varios volúmenes que componen esta obra, son escasímimas las descripciones en general, y son todavía más escasas las descripciones largas, las que ocupan más de dos o tres líneas. Se nota además que, en la mayoría de los casos, no tienen valor por sí mismas sino que responden a un objetivo práctico, directo, funcional, que están supeditadas a la explicación de lo que viene inmediatamente después, del acontecimiento que se narra en el siguiente párrafo o en la siguiente página. Nos sorprende que Tolstói dedique ocho o diez renglones a describir un roble, un árbol “ceñudo, inmóvil, firme”, que, según el narrador, se niega a subirse al carro de la primavera; pero la extensión que se concede a este elemento del paisaje se debe a que, acto seguido, uno de los protagonistas utiliza al tozudo roble como símbolo de la drástica determinación que acaba de tomar y que va a marcar el resto de su existencia. Y también tienen que ser muy escasas, por tanto, las figuras retóricas, los artificios literarios empleados por el escritor ruso, pues estos suelen aparecer sobre todo en la pintura de ambientes y de personajes. Cuando alguna vez encontramos un símil en Guerra y paz, nos llama la atención más de la cuenta precisamente por lo infrecuente del caso. Leemos este símil extenso y muy elaborado, con varios términos reales que se corresponden con varios términos imaginarios: “Era como si se hubiese pasado de rosca el tornillo más importante de su cabeza, el que sostenía toda su vida. El tornillo no se adentraba ni salía, sino que giraba siempre en la misma ranura”. Y enseguida caemos en la cuenta de que no es de ninguna manera un artificio gratuito, bello en sí mismo, y que tampoco sirve para subrayar la belleza o la importancia de un personaje o de un pasiaje, sino que está ahí para reforzar el análisis sicológico.

Abrir Guerra y paz es como abrir una ventana que da directamente a la realidad rusa de la primera mitad del XIX, una ventana que además proporciona, por medio de un narrador omnisciente, el acceso a los pensamientos y a los estados de ánimo. La ventana se abre a una habitación llena de personajes o con un solo usuario pero que muestra un gesto de grave preocupación, y lo que interesa a Tolstói  es reproducir, con la mayor verosimilitud posible, lo que les pasa por la cabeza a los hombres y a las mujeres que están dentro y que se mueven, que hablan, que piensan; le interesa más bien poco, por el contrario, explicar cómo están decoradas las paredes de la habitación o a qué estilo pertenecen los muebles. Las escasas descripciones no tienen, además, la misón de destacar la belleza y el alma del paisaje ruso, tampoco el lujo en el que vive la clase alta, que es la clase protagonista, sino que están supeditadas a las necesiades del argumento. Y esto es también lo que nos interesa a nosostros, a los admiradores de Tolstói, al menos mientras estamos inmersos en la lectura de esta novela inagotable.

¡Son centenares de páginas y el interés nunca decae! Y además este don no deja de sorprender al lector a lo largo de toda la obra. A pesar de los cientos de páginas que componen este libro, el interés que presentan los hechos, los estados de ánimo, las ideas (la política, la masonería, la esclavitud…) no disminye, no sufre altibajos, no pierde fuelle; el argumento parece fluir desde un inagotable manantial. El ritmo con que se van sucediendo las discusiones, los malentendidos, con su poco de folletín también, es alto o altísimo, pero el manantial sigue en plena forma y aporta a borbotones la materia novelesca, que en este caso es el torrente de la vida. La perspicacia en el análisis de las conductas no se agota, y, en consecuencia, no se echa de menos la pintura de los ambientes, ya sean rústicos o urbanos, tampoco la descripción física pormenorizada de los principales protagonistas, algo que es típico en las novelas del Realismo. Se trata de un texto en el que, gracias a la genial intuición del autor, la parte narrativa se impone de forma nítida, esencial, pura como un diamante desde los primeros renglones. Parece mentira que un ser humano escritor pueda disponer de semejante energía. Ni siquiera unas cuantas páginas en las que suavizar el ritmo trepidante y remansarse en la descipción de un trozo de tierra especialmente querido, en hacer la loa de una persona hermosa.

La novela comienza con un diálogo, con varios personajes que asisten a una elegante reunión y que conversan sobre diversos asuntos de la vida rusa; nada se nos dice sobre cómo es el salón donde tiene lugar la velada, menos aún sobre la calle, el barrio o la ciudad. Tampoco nos acerca, durante estas primeras páginas, a la época en que se va a desarrollar el argumento pues es una novela que carece de preámbulo. Sabemos que se trata de una alta sociedad muy afrancesada porque los allí reunidos dialogan todo el rato en francés. Luego, muy poco a poco, el narrador accede a intercalar, en medio del diálogo, algún detalle sobre quiénes son los personajes que conversan y sobre la importancia que osbtenta cada uno en la sociedad rusa.

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