Attilio Bertolucci en Capri

Por Antonio Costa Gómez.

Cuando fui a Capri me fui directamente a Anacapri, en lo más alto. Me atraía Axel Munthe con su casa mágica, que era interesante, pero no era lo principal. Perdí tiempo y no le dediqué todo lo que debía a Capri pueblo y a la parte baja de la isla. Porque allí estuvo Rilke con sus estupores sublimes y estuvieron tantos escritores. Alcancé a asomarme a los Farallones asombrosos desde los jardines. No fui a la villa donde Tiberio se olvidó de todo, dejó el poder del mundo para escuchar a las cabras.

Attilio Bertolucci, el padre de Bernardo Bertolucci, recibió un día el Premio Capri y fue a recogerlo. Tal vez no cuadraba mucho en esa belleza terrible, con su temperamento más modesto. Escribió poemas a su hijo que atravesaba los años y a poetas en sus fotografías indefensos en medio del tiempo. En «La carpa india» habló de un galpón ligero que construyó junto a su casa y que simbolizó lo precario y apasionado de su vida. Luego en «El dormitorio» escribió la historia de su cuarto a lo largo de décadas, hizo de una posible epopeya un lirismo íntimo y tenso.

Tomé un café en la plaza de Umberto Primo y temblé con la intensidad de Rilke hecha sombra por allí. Y me fui al lugar donde vivió unos meses. Miré desde las soledades imposibles como llegaban los barcos desde Nápoles.

Y pienso que la sencillez velada de Attilio Bertolucci también tenía ese punto de asombro único. Traduzco a mi modo aquellos versos del poema «Los años» de La carpa india: «Las mañanas de nuestros años perdidos, / las mesitas en la sombra soleada del otoño, / los compañeros que se iban y volvían, los compañeros / que no volvían más, he pensado en ellos con alegría». Lo que se fue estuvo una vez.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *