El Tour como ficción 2021 (III). Abandonad toda esperanza

El Tour llegó la semana pasada al inframundo y seis etapas después ahí sigue la gran mayoría del pelotón, empantanado en un tristísimo segundo tercio de carrera. Desde mi posición en la tribuna de prensa puedo ver ahora mismo unos ciento cincuenta corredores sufriendo los tormentos del infierno, unos diez o doce que se alejan hacia el purgatorio y solo dos que marchan ya fuera de mi visión hacia el Paraíso, o los Campos Elíseos, en busca de las más excelsas alturas espirituales del ciclismo profesional. El primero es un joven griego que, pese a la comprensible confusión de mi compañero Julio, debe sin duda ser Aquiles, como muestran sus cabellos dorados, su armadura resplandeciente al sol de los Pirineos y su ligereza de pedal, con la que acomete en su furia contra troyanos, aqueos, mortales y semidioses causando estragos entre todos los combatientes pese a la merma que sufren sus mirmidones. El segundo, más sorprendente, es el angango del Tour, un espíritu perdido en el Hades a quien ya creíamos aniquilado por las aguas de la laguna Estigia y que cinco años después ha reaparecido como Proserpina para alcanzar el récord de victorias de etapa de Eddy Merckx, el mejor ciclista de la historia.

Pero de esto les informará Julio la próxima semana, porque ha sido necesario dividir el trabajo. Él, como Beatriz, seguirá a estos dos héroes en su camino de ascenso espiritual y yo, como Virgilio, me quedaré por el momento cubriendo el Infierno y el Purgatorio hasta reunirme con él en París. Puede parecer que salgo perdiendo, pero la verdad es que no es tan mal trato para mí: aquí es donde se ve el auténtico ciclismo de nuestros días, consistente en distintas formas de castigo espiritual cuya amena variedad deleita la fantasía del lector perverso, y además los cronistas gozamos de libertad de movimientos y tenemos permitido el uso terapéutico de distintos bebedizos que, según se nos asegura, no se cuentan en ninguna de las diversas listas de productos prohibidos por aumentar artificialmente el rendimiento. En fin, ¿no pasaron por aquí antes que yo Homero, Virgilio, Dante, Quevedo o Rimbaud? ¿Por qué demonios, pensé (y nunca mejor pensara), no iba a cubrir Culturamas este amplio flanco del campo de batalla de la literatura? Sigamos, pues, sus pasos y comprobemos qué pecados han traído aquí a los antihéroes del velocípedo.

En una hondonada a la derecha de la atalaya reservada a la prensa, un amplio grupo de ciclistas pedalean en una especie de gran cinta de correr de unos siete metros de ancho, sorprendentemente parecida a una carretera departamental francesa, condenados a tropezarse unos con otros y dar con sus huesos en el asfalto cada pocas horas para después levantarse y volver a empezar. ¡Horrible tormento, para ellos y para quienes los vemos cada tarde por el televisor! “¿A qué se debe este castigo, oh, rodadores?”, les digo, pues en efecto son gentes de recia complexión y muslos poderosos capaces de alcanzar grandes velocidades en las llanuras. Enseguida me contesta uno especialmente voluminoso, que se presenta como André Greipel, antiguo esprínter venido a menos que se resigna en este Tour a hacer un noveno o décimo puesto en cada etapa: “El conformismo y la pasividad son nuestro pecado, cronista, y los dioses nos castigan con caídas por rodar en pelotón sin objetivo”. Y en efecto, recomponiéndose de una montonera y escalando terraplenes como si fueran alpinistas, veo a otros grandes dominadores de las planicies como Kung, Bisseger o Erviti, a los que solo un día han enfocado las cámaras de televisión. Es realmente fascinante: en este Tour ha habido cuatro llegadas al esprín propiamente dichas y las cuatro las ha ganado el mismo corredor sin que nadie haya intentado romper el guion, con la única excepción de la etapa del jueves, en la que se escaparon doce de ellos de golpe y ganó Politt, que ha pasado ya al purgatorio. En fin, si uno ganó, ¿por qué no volver a intentarlo los demás? Ninguno de los caídos lo sabe, o ninguno me lo quiere decir. Sea como fuere, así penan por conformistas los cuartos, quintos y terceros de todas esas llegadas: Sagan, Bouhanni, Colbrelli, Philipsen, Matthews, Bol, García Cortina…, nombres todos ellos que, si a ustedes les resultan desconocidos, yo solo recuerdo acudiendo a las clasificaciones de las últimas etapas.

Dejémosles con lo suyo, y vayamos a la fosa de la izquierda, en la que se amontonan no más de nueve o diez ciclistas indistinguibles entre sí que se afanan en contar segundos con pequeños relojes de arena que a nosotros nos recuerdan el paso inexorable del tiempo, que corre mientras ellos no logran levantar los ojos de su pequeña trinchera. Como con una sola voz nos dicen sus nombres: son Mas, Kelderman, Lutsenko y algún otro, los últimos que se quedan antes de cada aceleración de Carapaz o de Vingegaard, a quienes de momento no pueden seguir en su lucha por el podio, y luchan avaramente entre sí por un lugar entre el cuatro y el noveno puesto, capaces incluso de dejar de atacar ante la aceleración de un rival en lugar de salir a su rueda. Entre ellos se encuentran, para mi sorpresa, los realizadores de la televisión francesa, que se dedican también a matar el tiempo y han renunciado a enseñarnos los paisajes y los monumentos de Francia por alguna razón desconocida. Quizás sean cátaros y consideren que todo lo terrenal es creación del Diablo y por eso hayan dejado pasar toda la Provenza sin enseñarnos el cañón del Ardèche, la ciudad medieval de Carcasona o, de hecho, el paisaje lunar del Mont Ventoux que fascinara a Petrarca. “El aburrimiento es nuestro pecado”, me dicen al unísono las caras inexpresivas de ciclistas y técnicos audiovisuales, “y lo pagamos viendo cómo se muere cada hora”. Solo dos infiltrados en los puestos de honor por medio de sendas escapadas, O’Connor y Martin, han escapado del castigo y pedalean en el purgatorio, aunque no tardarán en volver a caer, porque es la que intentan muy alta empresa para sus capacidades.

Pero veamos, en efecto, qué hay en el purgatorio, al que se llega escalando no menos de cuatro puertos de montaña y dejando atrás un cartel que reza “Andorra. Día de descanso”. ¿Andorra el purgatorio y no un económico paraíso montañés? Cosas del ciclismo, me digo, cuando veo pasar esprintando en la cima de cada puerto a los ciclistas que purgan sus pecados con la esperanza de reformarse y alcanzar el cielo o, en su defecto, el maillot blanco a puntos rojos que distingue al líder de la clasificación de la montaña. Ahí están nombres ilustres supuestamente llamados a más altas empresas como Woods, Poels o el coronel Quintana, siempre dispuesto a perseguir como un héroe becqueriano cualquier rayo de luna o, en su léxico particular, cualquier sueño, en este caso el sueño a lunares. Pero, oh sorpresa, como una exhalación aparece rebasándoles en la aceleración un participante inesperado que quiere alcanzar cuanto antes el Paraíso, a ser posible a la misma velocidad que Pogacar. Es el proteico Wout van Aert, un ciclista de casi ochenta kilos capaz de ser, solo en este Tour, cuarto en la primera contrarreloj individual, segundo en un esprín masivo y ganador (¡!) en una etapa de alta montaña, nada menos que ascendiendo dos veces el Mont Ventoux, y ahora lanzado a embutir su cuerpo fornido en el ajustado jersey de Rey de la Montaña. Su metamorfosis, aunque de rancio y prestigioso sabor clásico que nos recuerda a Vertumno o a Ovidio, ya que no a Kafka, es sin embargo preocupante porque amenaza con convertirse en una obsesión de las que condenan carreras deportivas enteras, como ya le ocurrió quizás a un antecesor insigne, el venerable Valverde. No es buena idea en la épica hacerse pasar por el gran héroe que no se es, y a Van Aert bien pudiera ocurrirle como a Patroclo si insiste en su empeño de emular las hazañas de Aquiles.

Pero hablando de Valverde, por ahí aparece escapado (por tercera vez, si no recuerdo mal, en casi veinte años de carrera, lo que constituye todo un acontecimiento) junto con unos cuantos diablillos que vagan por los valles libres y ajenos a los velocistas de las cumbres mezclando sin ton ni son carcajadas entrecortadas con pedaladas en todas direcciones a la vez. Son los representantes literarios del disparate, del absurdo cómico, de la reacción histérica ante la insoportable levedad del ser, los ciclistas herederos de don Cleofás o del señor Voland, que han venido al Tour sin nada que hacer y purgan ahora el grave pecado de la insustancialidad esperando una victoria de etapa que los redima sin, por otra parte, hacer nada por conseguirla ni tampoco trabajar en favor de un compañero, o que quizás persiguen un objetivo que no comprendemos porque, sencillamente, no es de este mundo. “¿A qué habéis venido al Tour?”, les pregunto a un muy desnortado López, a Jakob Fuglsang, al pálido Kruiswijk o al espectro desvaído de Chris Froome, el de tremolante pedal, decimotercero por la cola y en lucha aún por el top-ten de los peores.

Pero ya se van en dirección a la nada y me dejan solo con el eco de mis palabras y con el aburrimiento general con que la segunda semana de carrera nos ha devuelto a la dinámica habitual del Tour de Francia. Qué le vamos a hacer. Desconcertado, abandono por fin toda esperanza de entender algo del ciclismo contemporáneo y emprendo el camino a París. Amigo Julio, lo dejo en tus manos. De tus andanzas en el Paraíso de los ciclistas depende el éxito literario de los héroes del pedal, pero no te pongas demasiada presión. Si las excelsas cumbres pirenaicas también son aburridas, siempre nos quedará París, si es que los realizadores nos lo enseñan.

 

Anteriormente en Culturamas:

El Tour como ficción 2021 (I). Aquiles y Ulises parten como favoritos

El Tour como ficción 2021 (II). Y Odiseo Pogacar abandonó a Roglic en el Hades

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