‘La zanja’, de Carlos Eugenio López

La zanja

Carlos Eugenio López

Pre-Textos

Valencia, 2021

149 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

La referencia a El desierto de los tártaros es inevitable. El libro de Buzzati es tan intrigante, tan imaginativo, tan extraño y tan humano, que el propio Borges dijo de él que Kafka lo creó como precedente. Se trata de una de esas novelas que a cualquiera le hubiera gustado escribir. Hasta tal punto que Coetzee creó un libro semejante, que no oculta, sino que muestra, todo lo que el genio sudafricano le debe al italiano: Esperando a los bárbaros. El recurso a un hecho que nunca llega a suceder, en este caso una invasión, a un territorio alejado y casi improbable, pero posible, a un aislamiento absurdo, a un personaje que no entiende nada pero asume la inmovilidad, regresa con esta novela, La zanja, que se hizo con el Premio de Novela Breve Juan March Cencillo. Carlos Eugenio López (León, 1954) sale airoso de esta apuesta y crea una novela muy digna, de una sencillez estremecedora y escrita con un cuidadísimo lenguaje. De hecho, lo primero que percibimos es una escritura muy afinada, rica en matices pero con la sonoridad precisa para hacer creíble la voz del narrador, un militar recién llegado a la estepa en la que se cavó la zanja donde, por regla general, debería haberse levantado una muralla defensiva. El narrador nos habla desde la memoria, destrozado por años de alcoholismo y afectado de soledad extrema. El lugar es una planicie ignorada, donde el calor satura un verano de seis meses y la nieve y el hielo cierran el paisaje los seis restantes. Los habitantes del destacamento son apenas dos oficiales, tres sargentos, un cabo y un número no definido de soldados, nativos del lugar, de los que apenas sabemos nada, que son bajitos y que su comportamiento es próximo al de los animales. De este tipo de encuentros es de los que debe proteger a un país, al que podríamos imaginar como un reino feudal, una zanja estúpida en mitad de la nada.

A los tres años de estar en su destino, y ya entregado al alcohol como lenitivo, el narrador recibe su notificación de ascenso y traslado, pero jamás llegará la siguiente misiva, como no llega nunca los patrones al castillo donde les aguarda el agrimensor K. Estamos en un lugar de una pobreza extrema, en la que apenas acompañan a los personajes las moscas, en el que nada cambiará y nada está destinado a cambiar. Ni siquiera después de la muerte de los protagonistas, o de un suicidio cerrado en falso. En realidad, el único elemento que serviría para distorsionar y poner fin al absurdo es un polvorín, del que apenas tenemos noticias. El resto es la espera, que todos sabemos sin sentido, que daría, precisamente, sentido a la enorme zanja: la espera del ataque de un enemigo, cuyos rasgos desconocemos, del que no sabemos si existe ni en qué forma existiría, que el narrador asume como una ficción cuyo fin es posponer, sine die, una situación que da lugar a nada. Y sobre esa nada se construye esta inquietante novela, que debería destacar dentro del panorama narrativo español de estos últimos años. Le deseamos la mejor de las suertes.

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