‘Tan alto el silencio’, de Ricardo Martínez Llorca

Tan alto el silencio

Ricardo Martínez Llorca

Punto de vista

Madrid, 2021

200 páginas

 

Por Manuel Talens

En estos tiempos actuales, tan preñados de literatura joven que huele a drogas, a música rock, a violencia gratuita y a huida hacia delante, reconforta saber que junto a textos notables en los que abunda todo eso, también se publican otros libros que escrutan un destino opuesto, si no menos ambicioso. Es lo que ha pretendido Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966) con su ópera prima, que toma prestado el título de un hermoso verso de Gabriel Celaya.

Alguien ha dicho en una reseña que Tan alto el silencio no es una novela en el sentido estricto, puesto que se basa en hechos y personajes reales -David, el hermano del autor, muestro tras una escala de montaña, su mujer y sus amigos- y utiliza fragmentos del cuaderno de campo del primero, que recibe créditos en la portada. Quizá estos comentarios críticos se deban a un excesivo apego a las definiciones clasificatorias, que siempre tratan de enmarcar, justificar, encorsetar y, en definitiva, castrar cualquier manifestación literaria. Para mi Tan alto el silencio sí es una novela, porque contiene un pedazo de vida y eso me basta.

El argumento es muy tenue: DAvid, un joven español casado con la francesa Patou y residente en la ciudad alpina de Briançon, decide escalar el pico del Verdon como homenaje a un amigo que acaba de despeñarse en la montaña. Lo logra y, cuando regresa al hogar, muere en un accidente de automóvil. No hay más complicaciones argumentales en estas páginas porque, en el fondo, la novela no busca tanto contar una historia cuanto enaltecer un sueño: el de la libertad al aire libre respirando el viento helado de las alturas y tratando de superar metas casi imposibles al filo de la muerte, circunstancia ésta a la que se mira de frente como posibilidad ineludible. Martínez Llorca ha tratado conscientemente de evitar cualquier suspense relativo al desenlace final, pues su relato comienza con Patou ya viuda, devastada por la soledad. A partir de ahí se va desgranando morosamente el tiempo rememorado, con la exaltación de la amistad, del amor conyugal, de los espacios abiertos, de la fidelidad a unos principios estéticos y vitales, con metáforas sonoras que nunca se alejan del color del cielo, de la aspereza de la tierra o de los ciclos naturales del día. La existencia sencilla del campo es contrapuesta al agobio, y al sentido economicista de las ciudades mediante el retrato memorable y finamente humorístico de Bruno, hermano de Patou, un urbanita que “trabajaba en un banco y amaba el fútbol, leía best-sellers y jugaba a cotizar en bolsa”.

Pero no hay ningún maniqueísmo en esta novela, aunque es posible que el alegato más terrible que contiene contra la alienación del hombre moderno se halle en la inesperada muerte del montañero David entre las fauces de la máquina.

El lenguaje es pulcro, sinuoso, sin desfallecimientos. Los personajes, bien trazados, con pinceladas breves y firmes, como corresponde al pulso del novelista, que también es profesor de dibujo y ha ilustrado ediciones de Oscar Wilde y San Juan de la Cruz.

En la página 167 leemos que el hermano de nuestro autor dejó escrito lo siguiente: “¿Acaso no es mi vida lo único de lo que realmente dispongo? Recuérdame”. Sin duda, Ricardo Martínez Llorca se sintió golpeado por ese grito y ha respondido con creces a dicha petición: Tan alto el silencio es un recuerdo más que digno del que se fue para no volver. He aquí un nuevo nombre que añadir a la larga lista de nuestra joven narrativa.

Publicado el en periódico Levante (10 de julio de 1998)

 

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