«Cuerpo a cuerpo», de Eugenio Fuentes: militares y civiles en una trama de extraña tensión

Una novela donde confluyen variados personajes en torno a varias tramas y un final sorprendente.

Desde el comienzo con un hombre atraído por una mujer que ve por la ventana, la intriga avanza con paso firme por senderos muy peculiares, permitiendo el desarrollo de notables sorpresas. El gran riesgo de las digresiones en el campo novelístico se ve aquí resuelto con maestría. A tal punto que algunas historias no tienen que ver directamente con el conflicto esencial… y sin embargo se siguen con buen ánimo, saltando la tentación de pasar páginas ante la información comúnmente prescindible. Todos los detalles de los personajes principales y secundarios importan en su intimidad, sus aspiraciones y fracasos dentro de una atmósfera policiaca de profunda cobertura psicológica.

Suicidio, homicidio o asesinato en torno a un militar de alta graduación y acusada personalidad. Tal el eje sobre el que circula el texto, con un deslizamiento sin alteración, de una elegancia proverbial para presentar situaciones muy dramáticas que se vuelcan al margen de todo golpe de efecto y sensacionalismo, creando un laberinto con esquinas reveladoras de  misterios que adquieren distintos tipos de enfoque.

Amores otoñales, soledades reposadas y tortuosas, un perro guardián de mucho cuidado y un adolescente que a su vez acaba de descubrir el amor; el íntimo universo militar de un cuartel a punto de cerrarse rumbo a una modernidad a debate; hombres de una pieza, y también de dos o tres; huidizos y temibles, temerosos, perdedores en diverso grado… Y el detective Ricardo Cupido que asume la riqueza de un personaje tan interesante que es capaz de echarse a un lado para no molestar con primeros planos que podrían hacer trastabillar la intriga de seres que intentan conocerse a sí mismos…

«(…) Así que únicamente le quedaba el detective. Era un tipo callado para su oficio, que apenas lo había interrogado lo suficiente para confirmar los datos que le habían dado. Pero le recordaba bien, alto y tranquilo, observándolo mientras esperaba sus respuestas, y no podía olvidar las preguntas que le hizo ni las palabras que eligió para hacerlas. Porque no interrogaba como un sacerdote, ni como el abogado que te acusa, ni siquiera como el abogado que te defiende, sino como un médico que se niega a dar un diagnóstico antes de haber recabado toda la información, pero a quien le es imposible ocultar un tono de piedad ante el enfermo. Tal vez él supiera resolver el conflicto de alguna forma con la que no todo se perdiera…

(…) De pronto, reconoció de nuevo el tacto suave y amargo de la piedad. Sin saber bien por qué, recordó a Gloria, aquella pintora a quien no había conocido, porque la habían matado de un modo feroz. Cuando investigó su muerte, llegó un momento en que sabía tantas cosas suyas —había leído su diario, había visto fotos e imágenes suyas, había entrado a fondo en los recuerdos que los demás tenían de ella— que creyó que estaba enamorándose de una mujer muerta…

(…) Era cierto que en la mayoría de las ocasiones no había ningún romanticismo en el delito: el ladrón roba para su provecho y no para entregar el botín a los pobres, y el homicida mata pensando en la venganza o en la satisfacción de su odio, y no en librar al mundo de un tirano. Pero también se había encontrado con casos en los que no era la maldad el impulso que desencadenaba la tragedia. Y entonces notaba dentro una piedad callada, fuerte, individual, que no era la piedad pomposa que desde los medios de comunicación contagia a las multitudes con su fácil resonancia sentimental y que se olvida tan rápidamente como ha aparecido, y se decía que no quería perder nunca la capacidad de sentir compasión hacia las víctimas de cualquier índole».

 

Aunque no tenía a nadie a quien prometerlo, mientras observaba desde el coche las ventanas cerradas del piso, se dijo que, si llegaba un día en que el dolor ajeno le resultara indiferente, dejaría en el acto de ser detective. Nunca se resignaría a ser únicamente un adivino.

 

Eugenio Fuentes nació en Montehermoso (Cáceres) en 1958. Galardonado con varios premios y traducido en doce países, Fuentes ha logrado con éxito situarse como uno de los autores españoles de novela negra con mayor proyección en el extranjero gracias a su detective privado Ricardo Cupido, protagonista de las novelas El interior del bosque (IX Premio Alba/Prensa Canaria, Andanzas 663), La sangre de los ángeles (2001), Las manos del pianista (Andanzas 504) y Cuerpo a cuerpo (Premio Brigada 21 en 2008 a la mejor novela policiaca escrita en castellano; Andanzas 624). A ellas se ha sumado Contrarreloj, en la que Cupido se traslada a un escenario apasionante como es el Tour de Francia. En total, nueve novelas con este detective privado que bebe de la clásica novela negra pero que ha ido adquiriendo una personalidad sumamente interesante que a veces se aparta para que el auténtico protagonista sea la historia, como sucede en este Cuerpo a cuerpo aquí comentado. Autor de un volumen de cuentos, Vías muertas (1997), y otro de ensayos literarios, La mitad de Occidente (2003).

Próximamente, PERROS MIRANDO AL CIELO («Una trama con sorprendentes giros, atravesada de misterios que se entrecruzan, en la España interior»).

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