Sull’aria de Tim Robbins: voz, grito y silencio

FRANCISCO CERVILLA.

Un profundo silencio, causado por las voces del canto, alarma a los  guardianes del orden. Lo acompaña una imagen que es como un clamor en el interior de ese silencio. 

Con este recuerdo busco en youtube un dúo de sopranos de una ópera de Mozart, escuchado mil veces y olvidado su nombre otras mil, hasta encontrar un fragmento de la película Cadena perpetua, protagonizado por Tim Robbins. Y ahí, en medio de una historia carcelaria, inspirada en una obra de Stephen King, se halla encapsulado el objeto de mi búsqueda, el dueto que al sonar trae simultáneamente la voz, el grito y el silencio. 

El personaje que representa Robbins se ha ganado la confianza de los funcionarios de la cárcel donde cumple condena. En un momento de distracción de los mismos, logra encerrarse en la sala de megafonía y pone en un tocadiscos, para que suene en todos los altavoces del recinto penitenciario y puedan oírla todos los presos, la bellísima canzonetta Sull’aria de Las bodas de Figaro, de Mozart. Sobre la brisa, en su traducción. Con el revuelo, claro está, de los responsables del presidio que intentan impedir a toda costa el desmán que, a sus oídos, va a producir esta pieza clásica que escapa a su control. 

La obra de Mozart, de repente, extraída de los grandes palacios de la música, se convierte en herramienta de la insubordinación, en cómplice de un paradójico desorden, recuperando así el espíritu de crítica social con el que el compositor la creó: la denuncia de la tiranía reinante y el intento de romper las cadenas del vasallaje.

El vuelo lírico que sale del disco puesto por Robbins irrumpe y te atrapa al instante, el efecto del canto se vuelve intenso y derrumba en la escena (ficticia, real, en la película, en la vida) el ruido sórdido del sistema carcelario, la herrumbre de su autoridad, e impone el silencio. Un silencio que impugna las palabras del orden de las cosas, del desafuero, del régimen corrupto, de la iniquidad, dentro, fuera, de la penitenciaría.

Junto al silencio, en contraste con la agitación, con el estruendo organizado por el amo, quedan la quietud y las maravillosas y delicadas voces del dueto. Al Poder, escribe Julian Barnes, siempre le ha interesado más la palabra que las notas musicales. La palabra como instrumento de dominio, obviamente.

¿Por qué inquieta tanto a la autoridad ese silencio que la música vocal suscita? ¿Tal vez porque esconde un grito originario, fuera de la ley, inatrapable, en la raíz del lenguaje, límite de la palabra, fuera de todo gobierno? Tal vez. 

Pero un suave céfiro sopla en prisión. Toda actividad se detiene en el centro, cesan las conversaciones, el parloteo, el alboroto de los atestados patios, todos escuchan, se trata de un público rudo, inusual, capturado por el bel canto, por la deliciosa y ligera Sull’aria: fracasados y descontentos de la vida, desarraigados, desertores del andamiaje social, perdidos seres anónimos, prófugos del amor, del afecto, de los vínculos familiares, deudores de cuentas borradas de la memoria, habitantes de su propio abismo. Infierno del Dante que funciona como espejo donde sólo los justos se miran: queremos las cosas en blanco y negro, escribe el crítico inglés Will Gompertz, pero el arte enseña  que la vida es caótica, complicada.

Tim Robbins se reclina en su butaca. Mientras, su voz en off, recuerda este momento de su pasado: “las cosas buenas no hace falta entenderlas. Supongo que cantaban sobre algo tan hermoso que no puede expresarse con palabras y que precisamente por eso te hacía palpitar el corazón. Os aseguro que esas voces te elevaban más alto y más lejos de lo que nadie viviendo en un lugar tan gris pudiera soñar. Fue como si un hermoso pájaro hubiese entrado en nuestra monótona jaula y hubiese disuelto aquellos muros y, por unos breves instantes, hasta el último hombre de Shawshank se sintió libre”.

“Las cosas buenas no hace falta entenderlas… no puede expresarse con palabras… hacía palpitar el corazón”. El canto, pues, rompe con la palabra, con el significado, se aproxima al grito y da paso a la emoción, reflejo del cuerpo afectado, dividido por un placer que deja de serlo, que se excede hasta el punto de  presentar los signos propios del sufrimiento: nudo en la garganta, lágrimas reprimidas, evocación de la pérdida, desgarro subjetivo. 

Cuando se es sensible a ello, del grito de la diva surge el silencio, grito inaudible arrancado a la voz, que resuena con el grito de cada uno, de lo que toca en su ser, umbral de donde cada cual proviene. Y, entonces, sientes que es la música la que te escucha a ti y que su silencio hace hueco a tu propio silencio.

Y te quedas fascinado y prendido por esta escena que la música engrandece, en la que el murmullo del silencio de todos parece elevarse desde las profundidades como un único y mudo grito.

Eres espectador y partícipe, las notas musicales, las voces, alcanzan tu cuerpo para estallar contra trozos y fragmentos de tu historia, y piensas que Shawshank es una metáfora del mundo, también del tuyo, y que es como un fantasma que te pisa los talones.

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