El escritor, cazador y ecologista Miguel Delibes.

GASPAR JOVER POLO.

La preocupación por el mantenimiento del entorno rural y del medio ambiente ha ido aumentando en las últimas décadas, y, hoy en día, ya somos varios los cazadores que recogemos las vainas de los cartuchos al momento siguiente de efectuar los disparos. La mentalidad de nuestra especie ha cambiado bastante por los que se refiere a las opiniones relacionadas con el medio ambiente físico, natural, y esta preocupación mucho mayor por el entorno incluye también a algunos escritores, a parte de los textos poéticos y narrativos que se han publicado últimamente y que se siguen publicando.   

Es sabido que Azorín, Baroja, los hombres de la Generación del 98 en general dedicaron a principios del siglo XX muchas páginas a la descripción, muchas también a la descripción del paisaje, sobre todo al paisaje de Castilla; pero hay que dar un salto hasta los años sesenta y setenta de aquel siglo para leer una descripción paisajística comprometida con la conservación del medio natural, para encontrar alguna página de literatura preocupada por la degradación y la reducción del campo castellano. Es en la segunda mitad del XX cuando la conciencia medioambiental empieza a coger importancia también en los novelistas pues, hasta ese momento, no se temía por la continuidad del paisaje.

A los escritores del 98 el paraje mesetario les parecía todavía inmenso, prácticamente inabarcable, a la vez que desolado y misterioso, sin duda estaba muy por encima de los seres humanos que lo habitaban en cuanto a resistencia y a fuerza bruta: los seres humanos constituían para esta generación de escritores una especie débil y extraordinariamente diseminada sobre el vastísimo territorio. Incluso la capital, Madrid, es descrita por Baroja como una especie de poblachón manchego: “Se veía Madrid a lo lejos, extendido, lleno de puntos luminosos, envuelto en una tenue neblina”. “En el barrio donde vivía Fernando, las campanas llamaban a los fieles a la primera misa; alguna que otra vieja encogida, cubierta con una mantilla verdosa se encaminaba a la iglesia como deslizándose cerca de las paredes”.

Los miembros de aquella generación fueron incapaces de vislumbrar los síntomas del cambio radical que, posiblemente, ya se estaba iniciando, y por eso tenemos que esperar a la aparición de nuevas generaciones de novelista, a Miguel Delibes por ejemplo, para leer sobre el peligro inminente de la degradación a que está expuesto el campo de Castilla; es este narrador vallisoletano, sobre todo, el que, ya en la segunda mitad del siglo, coge miedo al notar lo que sucede en su entorno y, sobre todo, lo que él deduce que puede pasar con el paisaje de su querida meseta. Es él el que, como amante de la caza, empieza a constatar que todos los años la población de perdices disminuye, y lo que es mucho peor, nota que el desarrollo urbano e industrial también reduce el trozo de campo sobre el que su padre y luego él han practicado esta tradicional actividad recreativa.

En “El libro de la caza menor” (1973), ya nos advierte de que la naturaleza ha ido con rapidez a menos, y alcanza a vislumbrar, incluso, que esta situación desfavorable para los alrededores de su Valladolid natal no va a mejorar en el futuro, sino que lo más posible es que vaya a peor también con rapidez. El pensamiento del escritor cazador llega a ser todavía más contundente y pesimista unos años más tarde, en su ensayo El mundo en la agonía, en el que afirma: “El control de las leyes físicas ha hecho posible un viejo sueño de la Humanidad: someter a la Naturaleza. No obstante, todo progreso, todo impulso hacia adelante comporta un retroceso, un paso atrás, lo que en términos cinegéticos, jerga que a mí me es muy cara, llamaríamos el culatazo”.

Y es natural que sea, precisamente, este autor castellano el que alce la voz literaria de alarma, el que nos advierta del peligro inminente porque, aunque el calentamiento de la superficie planetaria ya hubiera empezado posiblemente en la época de Azorín, solo a partir de la mitad del XX nos han llegado los efectos más prácticos y contundentes del desarrollo industrial, tecnológico y del consumo; es solo a partir del momento de madurez de Delibes cuando la opinión pública española empieza a ser conscientes de la fragilidad del paisaje. Al ser un empedernido cazador, estaba acostumbrado a salir al campo todas las semanas, y, en consecuencia, resultaba el candidato perfecto para notar el retroceso del entorno silvestre, rural y para poner por escrito este deterioro galopante, imparable, que tanto miedo le producía.

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