‘El hijo’, de Gina Berriault

El hijo

Gina Berriault

Traducción de Blanca Gago

Muñeca infinita

Madrid, 2022

159 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

«Pero mientras narraba estas historias de héroes, allí tumbada junto al niño, no se acordaba del hombre ausente, sino de la invasión del mundo en su vida, y sentía un miedo placentero».

Uno quiere imaginarse que él mismo es algo, lo que sea que se ha inventado, y trabaja para mejorarse dentro de esa esfera que cree ideal para mantenerse a flote y seguir respirando. Uno trabaja sobre lo que es, sin saber quién es realmente, aunque sólo sea por la presión que recibe del exterior, donde se encuentran las expectativas que tienen los demás para que defina quién es. Uno es lo que es, aunque ignore cómo definirlo, y también lo que se espera que seamos. Y también lo que desearía ser, que es, en nuestro interior, el criterio que se impone. Nuestra protagonista, la joven madre de esta novela, llega a vagar tanto entre esas corrientes, que será capaz de sentir un “miedo placentero”, una expresión que es más una paradoja emocional que un oxímoron.

Seguiremos su recorrido vital sumergiéndonos en varios momentos de su vida, en los que el eje, lo que parece ser un sustrato permanente, es la presencia del hijo. Pero ni siquiera la maternidad es una constante, si tenemos por constantes las cosas que físicamente permanecen. Cuando todo desaparece, nos quedamos, eso sí, con nuestros sentimientos. Sobre esos sentimientos es sobre los que se elabora el relato, que nos habla de los dos grandes carburantes que nos mueven: los miedos y los deseos.

«Nadie estaba tan cerca, tan cerca como para caminar hasta el corazón de su intimidad sabiendo que toda la ira que pudiera sentir ella nunca lograría hacerlo menos hijos, menos querido».

«Si acaso temblaba, sería de miedo por las cosas que empiezan, por las heridas y los conflictos que empiezan; no temblaría de miedo por lo que termina». Ese espíritu es el que la hace perseverar en su intención de seguir viviendo. Pegado a la conciencia de estar siempre teniendo que inventar una nueva vida, está el mito de la media naranja. La veremos enamorarse y tener parejas sin amor, o con un amor matizado. Y comprobaremos lo complicado que es, por no decir imposible, encontrar la felicidad descansada en una relación, tal y como nos promete el mito. Ella se entrega, eso sí, pero ninguna de esas puestas en escena de los sentimientos la evitará el malestar de vivir. En realidad, esta mujer a la que comenzaremos a seguir en los años cuarenta, se está preguntando qué es el amor, al comprobar las diferencias entre los dos amores que se supone debe sentir: el filial y el enamoramiento. Mientras va creciendo, nos preguntaremos por qué ese empeño en considerar que somos los mismos, pasen los años que pasen, por qué empeñarnos en sentir que somos los mismos, cuando ni siquiera mantenemos la misma edad, cuando a nuestro alrededor la única constante es el cambio.

Todas estas reflexiones brotan durante la lectura de El hijo, cuya solidez está en la depuración de tiempos narrativos y la incomodidad que nos transmite sobre el hecho de vivir. No será fácil para la protagonista, que es alguien en quien podríamos reconocernos fácilmente. Y eso puede provocar un miedo placentero.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *