‘No oigo tu palpitar’, de Miguel Ángel Sánchez Rafael

No oigo tu palpitar

Miguel Ángel Sánchez Rafael

Villa de Indianos

Madrid, 2022

173 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

No hacemos mal a nadie si defendemos que existe el amor más allá de la muerte. Serán ceniza, mas tendrán sentido, dictó Quevedo en el que es, posiblemente, su mejor soneto. Polvo serán, mas polvo enamorado. Ha fallecido la persona a la que quisimos con el amor más puro y somos incapaces de encajar la idea de que con él se ha ido lo mejor de nosotros, que es la voluntad de querer y ser querido, y la dedicación a querer y permitir que se nos quiera. Esa es la tragedia que todos hemos conocido y a pesar de ello no cesa de sorprendernos como si fuera la primera vez que sucediera. Contarlo como si no hubiera ocurrido nunca es una de las tareas de quien se dedique a relatar, oralmente, por escrito o a través de una película.

Ese espíritu es el que pone en marcha las intenciones de Miguel Ángel Sánchez Rafael (Llerena, 1967) a la hora de crear a un narrador que se dedica a recopilar la vida de su abuelo, la gran figura de ternura que ha habido en su infancia y adolescencia. A partir de ahí, se elabora una serie encadenada de sucesos, una relación, que ocupan el lugar que en otras novelas ocupa la acción o la trama. Estos sucesos responden a las mejores intenciones, pues cada uno de ellos obedece a un reclamo que es coral y que ha existido a lo largo de las últimas décadas: se nos habla de la memoria del pueblo, de la historia de los desfavorecidos, de la dignidad de los humillados, de la lucha de las mujeres, de la reconciliación de los bandos, del perdón y de la negación del olvido. Todo ello a través de la historia de un personaje, el abuelo, que ha vivido tanto y siempre en el lado equivocado de la historia, si es que la historia la escriben los vencedores.

En realidad, la historia no debería ser una lucha, un combate en que haya vencedores y vencidos. Pero así es como nos la han enseñado, con ese ímpetu castrense que todo lo intoxica. La reproducción de episodios que idea el autor no adolece de imaginación, porque de lo que se trata es de que todos podamos sentir que tal vez esa pudo haber sido nuestra historia o la historia de nuestros antepasados. En ella se entrelaza la pobreza y la memoria, como la hiedra al muro, y así se impregna la novela de un carácter de testimonio. En ese testimonio lo más extraño que se destila es el salto generacional, lo poco que tiene que ver aquella vida con la de los nietos, por más que nos empeñemos en encontrar puentes e identificar intensidad de sensaciones. Algún apunte sobre ello también aparece en la obra.

Estamos frente a una elección con riesgo, que es la de anteponer el retrato a la actuación. Esta decisión nos lleva a preguntarnos si el autor no pretende mostrarnos un mensaje nostálgico, a pesar de que acompañemos a personajes que las pasaron canutas. ¿Es posible sentir nostalgia por lo que uno no ha vivido, aunque sólo sea por el hecho de que lo vivió la persona que más amaste? El tema que apunta esta novela da para empeñarse en conseguir una gran obra literaria, un asunto al que consagrar muchos años y mucho trabajo.

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