‘Sing Backwards and Weep. Cantar hacia atrás y llorar’, de Mark Lanegan

CARLOS HUERGA.

Mark Lanegan (Ellensburgh, Washington, EEUU, 1964-Irlanda, 2022), fue un importante cantante y compositor desde finales de los 80 junto a la banda de culto Screaming Trees. Aunque nunca gozó de la fama de los grandes del grunge como Nirvana, Alice in Chains o Soundgarden, fue admirado por numerosos artistas y siempre tuvo un público fiel. En solitario, publicó álbumes relevantes, como The Winding Sheet (1990), Whiskey for the Holy Ghost (1994) o Blues Funeral (2012), además de colaborar con infinidad de músicos y flirtear con otros géneros, destacando sus trabajos con Isobel Campbell o participaciones con Mad Season, Queens of the Stone Age, Soulsavers o The Gutter Twins.

Sing Backwards and Weep. Cantar hacia atrás y llorar son sus memorias, publicadas originariamente en 2020 y traducidas excelentemente al español -el mismo año de su muerte- por Elvira Asensi, que ya tradujo otro libro fundamental del rock en la misma editorial: Come As You Are: La historia de Nirvana, de Michael Azerrad.

El libro no tiene desperdicio, pues abundan las anécdotas jugosas que satisfarán a los rockeros en general y a los amantes del grunge en particular. Lo primero que llama la atención es el carácter testimonial de una época dorada del rock, que va desde mediados de los 80 hasta finales de los 90. Un tiempo en el que la escena underground estadounidense era un volcán a punto de erupcionar y Seattle se convertiría en la ciudad de moda. Lanegan comienza seleccionando algunas escenas de su infancia que ya evidencian a un niño problemático que deambulaba por las calles y se enfrentaba a la autoridad. Ni sus profesores, ni sus padres parecían querer comprenderlo (su madre incluso lo maltrataba): “Durante toda mi infancia, mi madre, que por increíble que parezca trabajaba como profesora universitaria de Educación Infantil, había sido una bruja totalmente trastornada y detestable”. Mientras tanto, iba avanzando su consumo de alcohol y drogas, así como sus decepciones: “Sentí que una tristeza desconocida se agolpaba en mi pecho. Mi sueño de toda la vida de jugar al béisbol había terminado”.

Lanegan, al que tuve la suerte de ver en concierto en 2015 en Madrid, tenía una voz profunda y grave, y su presencia, fría, pero llena de carisma, lograba emocionar desde lo más profundo, algo que se asemeja a su estilo literario, testimonial e intimista, a la vez que sucio, al más puro estilo bukowskiano. Él mismo cultivó su imagen de “tipo duro”, casi de rockero impertérrito, pero en estas páginas revisa su vida y rinde cuentas consigo mismo, su madre, y la industria musical.

Pese a su relativo éxito con Screaming Trees, Lanegan se muestra crítico (¿demasiado?) con su grupo y en especial con el guitarrista y compositor Lee Conner. Bien es cierto que desde pequeño mostraba un comportamiento disfuncional y violento; no permitía ni bromas ni desaires, y su carácter rudo no ayudaba a la conciliación con sus compañeros. En su época al frente de los Trees, bebía como un cosaco y le frustraba su papel reducido a cantante, y no fue hasta su mayor implicación compositiva en el álbum Sweet Oblivion, y sobre todo, su primer trabajo en solitario, el hoy clásico The Winding Sheet, cuando su personalidad comenzó a expandirse, a la vez que su adicción a la heroína.

El cantante estadounidense se muestra como un hombre directo, que decía las cosas según las pensaba, sin ningún tipo de filtro. Eso le llevaba a meterse en numerosos problemas, pero también a ser reconocido como una persona genuina y sincera. A pesar de comportarse en muchos momentos de manera violenta y hasta despreciable, no es difícil sentir empatía por él. Aun así, su mayor centro de ataque es él mismo, mostrando en ocasiones una autocrítica exacerbada: “El nivel de hostilidad en mi ofensiva dependía de mi nivel de miedo. Miedo a ser descubierto, a tener que decir la verdad, a ser desenmascarado como el sucio impostor mentiroso que era”. O, por ejemplo: “Para sobrevivir, para seguir adelante, tendría que cambiar cada puta cosa lamentable de mi persona”. Esas dagas envenenadas, a menudo las lanza contra su propia banda, Screaming Trees: “El grupo era una cosa enfermiza, violenta, deprimente, destructiva y peligrosa. Pero el sentirme atrapado en Ellensburg se había convertido en una herida infectada y supurante”.

Sorprende cuando reflexiona sobre sus propias carencias o arrepentimientos, de una manera profundamente conmovedora, posiblemente buscando cierta redención. Sobrecoge en varias ocasiones, provoca la risa nerviosa en otras, e incluso desata la risa a carcajadas. El humor, muchas veces negro, ayuda a deglutir tanta inmundicia, y seguramente también permitía al propio Lanegan sobrellevar su propia congoja, además de su sentimiento de culpabilidad.

En muchos momentos, Cantar hacia atrás y llorar es el diario de un heroinómano, de alguien que huye de sus propias emociones y busca desesperadamente su dosis diaria para no entrar en el infierno del mono, lo que le lleva a vivir situaciones límite y experiencias que parecen extraídas de una película de Quentin Tarantino o una novela de Willliam S. Burroughs o Hunter S. Thompson. Mientras se pierde por sus propios demonios y obsesiones, Lanegan aprovecha también para rendir tributo a algunos de sus mejores amigos (y compañeros de adicción), como los malogrados Kurt Cobain o Layne Staley, muy presentes entre sus páginas, y reconoce su admiración por Jeffrey Lee Pierce, cantante de The Gun Club. Cuando quiere, también sabe deleitarse con anécdotas muy divertidas, destacando su enfrentamiento con Liam Gallagher o sus vivencias sórdidas y surrealistas en mitad de una gira con Josh Homme o Al Jourgensen.

El libro tiene un efecto catártico y guarda cierta conexión con Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett o En carne viva. Mi viaje con el Wu-Tang Clan, de Lamont U-God Hawkings, como ejemplos de superación y resiliencia, de autores que supieron encontrar sus respectivos caminos siendo fieles a sí mismos a pesar de vivir tantas adversidades.

No olvidemos que Lanegan escribe con sentido retrospectivo y es capaz de transmitir el horror que vivió durante muchos años, pero también de celebrar el hecho de estar vivo. Mientras otros músicos amontonan recuerdos y anécdotas, contratando a periodistas para publicar sus propios recuerdos, Lanegan sorprende con un estilo directo, lleno de lenguaje vivo, alternando sordidez y belleza. Lo único que se le puede achacar al libro es su final abrupto, pues acaba antes del año 2000, y uno se queda con ganas de saber cómo sobrevivió durante las dos décadas siguientes. No cabe duda de que era un gran escritor. Ahora, nos queda esperar que se traduzca algún que otro libro suyo, entre poemarios, recopilaciones de canciones, así como Devil in a Coma, donde narra su experiencia tras contraer el COVID-19, justo antes de morir. Finalmente, Lanegan agotó sus siete vidas y nos dejó a principios de este 2022, provocando un gran vacío, pero siempre podremos volver a sus múltiples canciones, así como a estas memorias impresionantes.

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