Homenajeando «El discreto encanto de la burguesía» de Buñuel

Por Valeria Amisol.

Antes de que acabe el año me gustaría rendir homenaje en su cincuenta aniversario a una de las películas más originales del cine, El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie), de Luis Buñuel. Ganadora del Óscar a la mejor película extranjera de 1972, llevó a su septuagenario director a la fama y al reconocimiento internacional. No era, desde luego, su primera gran obra. Su extraordinaria ópera prima Un perro andaluz (Un Chien andalou), de 1929, seguida por La edad de oro (L ́âge d ́or) y Las Hurdes, tierra sin pan, ya le habían colocado en un lugar destacado dentro del Surrealismo al tratar de escandalizar al espectador, al abrir las puertas a lo irracional y al atacar a la Iglesia católica, el ejército y la burguesía, principales blancos del movimiento. Sin embargo, a pesar de su brillante debut y a causa de los conflictos europeos -Guerra Civil española y Primera Guerra Mundial-, el director pasaría los siguientes años viajando y con dificultades para prosperar hasta que, con cuarenta y seis años, la posibilidad de dirigir de nuevo le llegó en México. En principio debía hacer películas comerciales, pero consiguió paulatinamente dotarlas de una impronta más personal, obteniendo el reconocimiento con obras como Los olvidados y pudiendo volver a España en 1960 para rodar Viridiana. A partir de entonces los viajes desde México a España y Francia se harían constantes, su última etapa -principalmente francesa y a la que pertenece El discreto encanto de la burguesía– caracterizándose por la sustitución de la violencia y la provocación por el humor y la ironía en unas obras que, si bien perdieron parte de la energía y la pasión iniciales, ganaron en ingenio, elegancia y dominio del oficio.

A Buñuel siempre le gustó El discreto encanto de la burguesía, una de las pocas películas a las que guardaba cierto cariño de entre todas las que dirigió. Fascinado siempre por la repetición, tanto en la vida real como en el cine, originalmente la película iba a versar sobre un asesinato que se repetía sucesivamente, no llegando a satisfacerle los resultados que obtenía. Hablando con Serge Silberman, productor del filme, sobre el atasco en el que se encontraban él y su guionista Jean Paul Carrière, este les confesó que en aquellos días él tampoco estaba centrado, comentándoles la anécdota de que, por un despiste, había llegado a olvidar la invitación a unos a amigos quienes, al llegar en el día acordado a su casa, quedaron perplejos al encontrar solamente a su esposa, ya en bata y preparándose para ir a dormir. La historia no dejó indiferente a Buñuel que, en cuanto la oyó, supo que aquella iba a ser la base para su nuevo argumento. A partir de ahí tendría que imaginar distintas situaciones en las que, tratando de no perder la verosimilitud ni caer en la extravagancia, un grupo de amigos intentara cenar sin conseguirlo. Director y guionista trabajaron fervientemente durante dos largos años en un guión que conoció cuatro versiones antes de la definitiva, llegando Buñuel a decir irónicamente sobre el mismo “ahora es tan bueno que sería una pena rodarlo”.

La película comienza del mismo modo que la anécdota de Silberman. Don Rafael Acosta, embajador de la República de Miranda, el matrimonio Thévenot y la hermana de la señora Thévenot están invitados a cenar en casa del matrimonio Sénechal. Por un malentendido, el señor Sénechal no se encuentra en casa para recibirles y su mujer, desconocedora de la cita, está en bata cuando los invitados llegan. Sorprendidos todos, deciden ir a cenar a un restaurante cercano en el que, poco después de llegar, descubren el cadáver del recién fallecido propietario. Las tres parejas intentarán completar una comida o una cena sin éxito y, a lo largo del filme, se irán encontrando con situaciones y personajes sorprendentes -todos ellos dentro del habitual repertorio buñueliano de curas, militares o policías-. De manera paralela el mundo onírico, tan querido por Buñuel, irá entretejiéndose sin previo aviso en la trama, fundiéndose finalmente realidad y sueño ante la progresiva sorpresa del espectador.

Antes de rodar El discreto encanto de la burguesía Buñuel ya había dirigido dos filmes que, en muchos aspectos, le son precursores: La edad de oro, en 1930 y El ángel exterminador, en 1962. Los protagonistas de las tres películas pertenecen a la acomodada burguesía, clase social que Buñuel, nacido en el seno de una adinerada familia aragonesa, conocía bien y de la que se valió para mostrar la miseria moral que con frecuencia se esconde en los distinguidos modales, los rituales sociales y el culto a las apariencias. Así en La edad de oro ridiculiza a su protagonista de la misma manera que ridiculiza a los anfitriones de El discreto encanto de la burguesía, todos ellos impecablemente vestidos tras sus fallidas tentativas de amor pero con la bragueta desabrochada el primero, con briznas de hierba en sus ropas los segundos. Burgueses todos ellos tan impecables en sus formas como impasibles ante la desgracia ajena, ante la muerte del hijo del jardinero en La edad de oro, ante la criada abandonada por su prometido en El discreto encanto de la burguesía. Y perfectas apariencias y perfectos modales que, ante un contratiempo, en pocas horas derivan en harapos e insultos en El ángel exterminador. En realidad Buñuel no solo disecó a la burguesía en su obra sino a todo el ser humano y consiguió, a veces de manera magistral, retratar su esencia. Sus personajes rara vez alcanzan la felicidad que buscan, la propia realidad, contraria a sus deseos, destruyéndolos. Por ello, a pesar de ser siempre crítico con la sociedad, a quien más culpó de la miseria humana es a Dios. Y por ello, a pesar de burlarse de la mayoría de sus personajes, en algunas ocasiones -como es el caso de El discreto encanto de la burguesía– incluso llega a perdonarlos al juzgar que son, a fin de cuentas, víctimas de una sociedad que los oprime y degrada.

Los burgueses de las tres películas comparten asimismo una sorprendente dificultad para concluir una acción. En La edad de oro dos amantes no consiguen derribar los continuos impedimentos contra su apasionado amor; en El ángel exterminador, un grupo de personas no consigue salir de una habitación. En El discreto encanto de la burguesía los impedimentos irán aún más lejos, sus burgueses encontrándose con obstáculos no solo para comer juntos sino también para tener relaciones sexuales, apagar una lámpara, tomar un café, una tisana o una copa de champán.

No obstante, y a pesar de pasar en principio inadvertido, es el mundo onírico el motor de la película. El Surrealismo potenció el valor del inconsciente y los sueños y en este punto Buñuel se sintió muy próximo al movimiento. Él mismo llegó a practicar el hipnotismo, fue la confluencia de dos sueños, uno suyo y otro de Dalí, el origen de su primera película y nadie como él ha conseguido recrear en su obra el ritmo de los sueños. Estos aparecen de manera inesperada en El discreto encanto de la burguesía, incrementando progresivamente su protagonismo hasta el espectador llegar a plantearse, ya al final de la película, si no habrá sido todo un sueño del embajador, maravillosamente interpretado por Fernando Rey. En alguna ocasión el actor comentó la tensión con que se rodaba en el plató debido a la exigencia de Buñuel de que se desplazaran con movimientos semejantes a un ballet, con el fin de potenciar su carácter onírico. En la película dicha exigencia queda desapercibida, pero sin duda contribuye a subrayar la creciente confusión entre sueño y realidad. En este mismo sentido el director pidió al cámara permanecer en un movimiento que, pasando desapercibido al espectador, de alguna manera le adormeciera, creyendo Buñuel en el poder hipnótico de la imagen dinámica.

El sentido último de estos personajes deambulando como si de un sueño se tratara en un mundo flotante de repeticiones, encadenamientos y acciones inconclusas está relacionado con la búsqueda de Buñuel de un mundo paralelo al aceptado, engañoso como el teatro en el que en un sueño del filme se encuentran sus protagonistas. Ya en El ángel exterminador el director había comenzado a dar forma a esta idea, encerrando a un grupo de burgueses que, repitiendo sus mismos gestos, no consigue salir de la sala en la que se ha reunido a pesar de estar abierta; barreras invisibles que impedirían también a los personajes de El discreto encanto de la burguesía avanzar, a pesar de no parar de desplazarse. Buñuel quiso que conviviesen naturalmente estas alucinaciones, sueños o deseos con el mundo real, desvelando de este modo su cine un misterio paradójicamente escondido por la supuesta realidad. En este aspecto llevó al Surrealismo la cultura clásica y la imaginación españolas que, al igual que su obra, saliéndose de la realidad tuvieron siempre una base realista.

Muchos de los sueños que aparecen en El discreto encanto de la burguesía son sueños que Buñuel soñó, como la relación con sus ya fallecidos padres, el encuentro con un amigo muerto en una calle oscura o la intervención en una obra teatral de la que desconoce su papel. Él mismo decía que, en esos sueños tan recurrentes que tenía, estaba lo que, para él, era todo: la religión, el erotismo y la muerte.

La muerte efectivamente está presente de manera constante en la película. Hasta diecisiete muertos -contó Buñuel– aparecen en el film. Pero también hay armas, bien para matar personas, bien para derribar perritos de juguete -de manera significativa, en movimiento tras darles cuerda-. El mismo coche conducido por el chófer del embajador llevando a los burgueses tiene aspecto funerario; y estos burgueses que nunca consiguen avanzar son en definitiva tan espectrales como el resto de los personajes.

Como él mismo comentó, fue tras ver la presencia de la muerte en Las tres luces (Der müde Tod), de Fritz Lang, cuando decidió su vocación. Y es que la muerte siempre le impactó, llevando a su primera película, Un perro andaluz, la visión siendo niño de un burro pudriéndose, visión que en un sentido último tradujo descomponiendo moralmente a sus personajes en El ángel exterminador y, años más tarde, en un tono más jocoso y colorido, en El discreto encanto de la burguesía.

La película acaba con el leitmotiv que se repite en tres ocasiones en el que los seis burgueses caminan por una solitaria carretera que no parece conducir a ninguna parte. Buñuel dispuso en el guión que, cuando el filme concluyera, no debía aparecer la palabra “fin”. De esta manera el director acaba haciendo partícipe de la película al propio espectador pues, al igual que los protagonistas, tampoco consigue concluir un filme que progresivamente le ha confundido a medida que las fronteras de la realidad se desvanecían.

Con su obra Buñuel creó un mundo lleno de poesía que, a pesar de su originalidad, su complejidad y su marcado carácter personal -él mismo creía que solo en España comprendían sus películas-, logró convertirse en universal. En 1972, poco antes de recibir el Óscar por El discreto encanto de la burguesía, algunos de los más grandes directores de su época, entre los que se encontraban William Wyler, George Cukor, Billy Wilder, Alfred Hitchcock o John Ford, se reunieron en un histórico almuerzo celebrado en su honor. Hoy, medio siglo después, nos sumamos a tan merecido homenaje.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *