‘La ocupación’, de Annie Ernaux

JOSÉ LUIS MUÑOZ.

Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía, 1940), la flamante Premio Nobel de literatura, practica sin ambages lo que se conoce autoficción y lo viene haciendo desde que se dio a conocer literariamente hablando. Sus textos, breves y concisos, escritos con extraordinaria pulcritud, son reflexivos más que narrativos, e ilustran sus estados de ánimo o sus reacciones ante determinados acontecimientos de su vida: Los armarios vacíos, La mujer velada, Una mujer, No he salido de mi noche, Perderse, La ocupación, El uso de la foto, Los años, Mira las luces, amor mío, Memoria de chica, El hombre joven.

Fui yo quien dejó W., y tras una relación de seis años. Por cansancio, pero también al no verme capaz de cambiar mi libertad, recuperada tras 18 años de matrimonio, por una vida en común que él deseaba fervientemente desde el principio. Unos meses después, W. me anunció que se iba a vivir con una mujer cuyo nombre no quiso decirme. A partir de ese momento caí presa de los celos. La imagen y la existencia de la otra mujer se convirtió en una obsesión, como si hubiera penetrado dentro de mí. esa es la ocupación que describo aquí, dice Annie Ernaux en la contraportada aclaratoria del libro.

La ocupación, editado por Cabaret Voltaire, un sello que apostó por la autora mucho antes de que recibiera tan prestigioso galardón, está centrado en el tema de los celos / Lo más extraordinario de los celos es que se puebla una ciudad, el mundo, con un ser al que no se conoce de nada./, los que experimentó, de una forma enfermiza como ella misma reconoce, e irracional, cuando acabó su relación con un joven amante, al que designa con la letra W., y él se relacionó con una mujer mucho mayor que él. Que, entre todas las posibilidades que se presentan a un treintañero, hubiera preferido a una mujer de 47 años, me resultaba intolerable.

De forma muy gráfica la autora describe la naturaleza de su relación con W. su joven amante al que ha dejado por no comprometerse con él: Mi primer gesto al despertarme era cogerle el sexo, empinado por el sueño, y quedarme así, como aferrada a una rama. “Mientras siga asida a esto, me decía, no estaré perdida en el mundo.” Un amante, W., del que rememora, y añora, sobre todo, su presencia física: Cuando me acuerdo de su sexo, lo veo igual que en la primera noche, cruzándole el vientre a la altura de mi vista en la cama donde estaba yo acostada; grande y potente, turgente y con la punta en forma de maza.

A lo largo de algo menos de cien páginas, intensas y dolorosas, Annie Ernaux pone negro sobre blanco su obsesión por esa amante / Esa mujer me llenaba la cabeza, el pecho y el vientre, me acompañaba a todas partes, dictaba mis emociones. / que no conoce, pero que quiere conocer / Necesitaba a toda costa enterarme de su apellido y de su nombre, de su edad, su profesión, su dirección. /, y que ocupa (de ahí el título La ocupación) el suyo que dejó vacío. Unos celos enfermizos que la llevan al borde del suicidio: Una noche, en el andén del RER, pensé en Anna Karenina a punto de arrojarse a las vías del tren con su bolsito rojo. Y por los que hará todo lo que esté en su mano para conocerla, saber quién es, ver su cara y compararse, en definitiva: Hoy supe inmediatamente que era ella. Mientras se sucedían las comunicaciones de los participantes, nuestras miradas no paraban de atraerse y de desviarse inmediatamente después de cruzarse.

Hay en el relato un apunte sencillamente magistral sobre lo que verdaderamente duele a la protagonista de La ocupación, que no es la sensualidad de esa amante, su inteligencia o su cariño hacia W., sino algo más prosaico y más simple lo que le duele, la complicidad de esos pequeños espacios que comparten las parejas, y lo expresa así: No eran los gestos eróticos lo que más le iba a unirle a ella (esas cosas se practican continuamente y sin mayores consecuencias en la playa, en el rincón de una oficina, en las habitaciones de hotel alquiladas por horas), pero la barra de pan que le llevaba a mediodía, las bragas y los calzoncillos mezclados en el cesto de la ropa sucia, el telediario que veían juntos por la noche mientras comía espaguetis boloñesa, eso sí.

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