Cuando la musa alzó la voz

JULIA DE TORRES.

En las vidas de Zelda y F. Scott Fitzgerald puede leerse, quizás de forma demasiado diáfana, la caída a pique de unos felices años veinte que acontecieron entre la euforia y el derroche y que acabaron por culminar en la hecatombe que significó la Gran Depresión. Tocados por el éxito en los comienzos de su juventud, el paso del tiempo vería a los Fitzgerald sumidos en un mar de deudas, problemas de alcoholismo para él y, para ella, una peregrinación sin fin a través de instituciones mentales en busca de ayuda para tratar su esquizofrenia. A Scott la muerte lo alcanzó a los cuarenta y cuatro años por un ataque al corazón; Zelda falleció en un incendio en el sanatorio mental en el que se hallaba interna.

La imagen del matrimonio permanece iridiscente hasta hoy, envuelta en un resplandor trágico, y a Scott, quien vio saciadas sus ansias de posteridad con su maestro El Gran Gatsby, se le recuerda como uno de los más excelsos autores del siglo XX. El retrato de Zelda, sin embargo, resulta más difícil de trazar; su figura se intuye a través de los personajes femeninos de la obra de Scott, de la que fue indudable musa, así como tras su eterna figura de flapper, o enzarzada en anecdóticas enemistades con personalidades como la de Hemingway, quien la culpaba de los vicios de su amigo.

La editorial Bamba edita en España, cincuenta y tres años después de su publicación original, Luces y sombras de Zelda Fitzgerald, biografía con la que Nancy Milford se postuló como ganadora para el premio Pulitzer en 1970. A partir de material epistolar, entrevistas a allegados y un intricado trabajo de investigación, Milford cuenta la historia de una mujer de aptitudes artísticas estimables, a la que su salud mental y una esfera sociocultural marcadamente androcéntrica no le permitieron llegar a establecerse de forma independiente a través de su arte, tal y como eran sus deseos. Resérvame un Vals, la que se convirtió en la única novela que la autora publicaría en vida, y que bebe de material autobiográfico, versa acerca de este mismo conflicto. El deseo de Zelda de basar su obra en dicho material acabó por derivar en una serie de desavenencias en el matrimonio de los Fitzgerald que finalmente coartaron la voz narrativa de Zelda.

En una contienda por lo que Foucault denominó el poder discursivo, los Fitzgerald se disputaban la forma en la que, a través del lenguaje, uno y otro se reflejaban en sus respectivas obras. Scott, acostumbrado a recurrir a su mujer como fuente para su creación —inspiración también material, pues fueron varios los pasajes de diarios personales de Zelda los que fueron incorporados en novelas de él—se mostró contrario a que esta recurriera al mismo material autobiográfico compartido como fuente para su novela.

En una época en la que la reputación del escritor andaba ya bastante malograda, fruto de los numerosos escándalos que venía protagonizando el matrimonio en años previos, Scott consideraba que el retrato que Zelda hacía de él a través del protagonista masculino de su novela no buscaba más que convertirlo en una nulidad. Como consecuencia de ello, Resérvame un Vals fue revisada de modo que las descripciones que aludían a Scott se alteraron significativamente, al igual que varios capítulos, que decidieron suprimirse bajo demanda de este. Scott, por descontado, siguió acudiendo a material autobiográfico y a la figura de Zelda de forma incesante en su propia producción literaria, pese a que fueron varias las ocasiones en las que esta manifestó sentirse prisionera forzosa de los juegos literarios de su marido, en los que el papel de musa había acabado por convertirse en una carga de interpretación.

Resérvame un Vals acabó por publicarse junto a una nota de prensa de Scott que laudaba los talentos de su esposa. La obra, de innegable valor literario, no contó con una buena acogida; Hemingway, en su cruzada personal habitual, la sentenció como completa y absolutamente ilegible, al igual que la crítica, que la calificó como una expresión de la envidia hacia Scott, e incluso como un síntoma de su diagnosticada esquizofrenia.

Las incursiones de Zelda en la literatura y los intentos de independencia que motivaron su labor pueden entenderse como un acto de resistencia, un intento de la autora por dibujar un contrarreflejo de si misma que difiriese de aquel que le imponían las caricaturas literarias de Scott. Aun así, y pese a esa voluntad de resistencia, resulta interesante remarcar cómo, en Resérvame un Vals, Zelda opta por no conceder a su protagonista el destino que ella tanto ansiaba; a la joven de su novela le ofrecen la oportunidad de vivir de su arte, mas, sin embargo, la rechaza.

Gilbert y Gubart explicaban cómo, pese a que autoras como Zelda recurriesen a la literatura en busca de un espacio en el que poder redefinirse estratégicamente, no existía forma de eludir los constructos literarios que constituyen lo que Stein denominó poética patriarcal. Si se concibe un escenario en el que la mujer pueda expresarse libremente como artista, este ha de estar también exento de las representaciones patriarcales que la perpetúan y limitan a los roles que impone la mirada hegemónica masculina, tal y como concluía Virginia Woolf cuando afirmaba que, antes de que las mujeres puedan escribir, debemos matar el ideal estético mediante el cual hemos sido matadas para convertirnos en arte.

Los años veinte supusieron un cambio de paradigma en el modelo de mujer que los personajes femeninos de F. Scott Fitzgerald bien reflejan hasta el punto al que alcanza a hacerlo una mirada externa; la flapper, ante la figura del hombre ausente por la Primera Guerra Mundial, ocupó esferas de la sociedad que hasta entonces le habían sido vetadas, y una vez hubo concluido el conflicto, se negó a retornar a los roles tradicionales.

Pese al incuestionable valor y relevancia de la mirada de Scott como cronista de su época, existen ciertos aspectos, ajenos al observador, que el material literario de Zelda revela a la perfección; se trata de un cariz más complejo en la dicotomía que les tocó vivir a aquellas flappers, que ardieron en deseos de independencia a la vez que se vieron sometidas a la disciplina social y cultural imperante. La biografía de Milford concede un espacio vital a la voz propia de la autora, y nos alienta a indagar en la mujer que protagonizó aquellos años dorados que culminaron en el sabor amargo del desconsuelo.

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