‘Los Budddenbrook’, del joven Thomas Mann

GASPAR JOVER POLO.

Acabo de terminar Los Buddenbrook, una novela de ochocientas páginas sobre la trayectoria sentimental y comercial de una familia alemana del siglo XIX, y ya puedo concluir que lo mejor de esta obra me parece que es su impecable y exquisita objetividad, el hecho de que no tome partido por ningún personaje o institución: todos los que aparecen a lo largo de estas ochocientas páginas son buenos y malos al mismo tiempo. El autor. Thomas Mann, se abstiene de decantarse por alguien o por algo y, gracias a este planteamiento narrativo, se acerca mucho al famoso principio del novelista Stendhal sobre lo que tiene que ser la literatura realista, aquello de “un libro es un espejo que pasea por una gran avenida”. Parece que en algún momento Mann va a tomar partido y a desfogarse en la crítica a favor o en contra, pero no, nunca alcazan tal extremo ni la voz del narrador ni la novela en conjunto. Uno espera tal vez algo más, un mayor compromiso, pero, al final, tenemos que reconocer que, tal vez, tenga razón el autor premio nobel pues esta neutralidad forma parte esencial del punto de vista elegido para contar la historia desde el principio, y no es posible ir cambiando de punto de vista sobre la marcha. Parece que nos ofrezca alguna pista sobre cuál es, según su parecer, el personaje positivo y el negativo, pero, al momento siguiente, se cambian las tornas y donde creíamos ver el mal sobresale el bien y viceversa, por lo que todo vuelve a su cauce.

   A lo largo de esta extensa novela, uno espera que vuelva a aparecer, en cualquier momento, el joven estudiante de medicina e intelectual revolucionario que al principio se enamora de la protagonista, y que saque a la atractiva Tony Buddenbrook de su desastrosa vida amorosa; pero este estudiante es un personaje bastante secundario y ya no vuelve y, como consecuencia, nunca sucede que Tony se pueda recuperar de sus fracasos matrimoniales. Al lector le cabe la débil esperanza de que Tony pueda recuperar su amor de juventud, lo único que, tal vez, pueda recompensarla de sus sucesivos descalabros sentimentales, resarcirla un poco de sus sacrificios por el bien de la empresa y del prestigio social de los Buddenbrook; pero este amor puro e ingenuo no tiene continuación, como por otro lado, resulta lógico. No hay peligro de que Mann pueda poner en peligro la coherencia del texto por salvar a nadie, ni siquiera por demostrarle cierta simpatía. Tony es, sobre todo, una burguesa orgullosa de su posición social y de su estilo de vida, y para mantener su estatus, paga con la moneda del sufrimiento sentimental. En el fondo, es una adulta infeliz por decisión propia, por sus propios intereses de clase.

   No cabe el romanticismo en el punto de vista del joven de Mann –solo tenía veinticinco años cuando publico Los Buddenbrook–, al menos en esta novela, pues se impone desde el principio la descripción de la peripecia desde una distancia considerable. En este libro son los hechos los que mandan, y los personajes protagonistas se definen en consecuencia más por sus acciones y por sus principios ideológicos que por lo que pueda comentar el narrador. Y no es que se trate de una objetividad que se pueda confundir con la frialdad, menos aún con la crueldad, solo con la neutralidad puede relacionarse.

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