Sobre la vanidad

 

En esta vida he encontrado una única cosa ante la que los humanos, sin excepción, terminan por claudicar: el halago. El hombre puede encarar la prisión, resistir en una trinchera hasta morir (puede incluso resistir la publicidad de la tele…), pero es incapaz de hacer frente al halago, con el que cae rendido de necesidad. Esto lleva consigo la evidencia de que decirle a un individuo lo que se debe constituye el arte más difícil de todos, y, mutatis mutandis, hacerle oír lo que desea oír el más fácil. Ese arte difícil, pues, se convierte en definitiva en un arte parejo al del regalo: y es que decirle a un hombre lo adecuado es hacerle un regalo, aun a pesar de sí mismo. Por ello, quien albergue la pretensión de hacer mejor a un hombre le será menester criticarlo y combatirlo, pero a quien quiera empeorarlo le bastará con adularlo y festejarlo. Ya decía Gracián que la adulación es más peligrosa que el odio… De todos modos, los peores enemigos no son los aduladores de las personas inteligentes, sino los aduladores de los tontos (y sobre todo los tontos políticos), que los ponen contentos, pues que lo peor de este mundo ―y lo más peligroso― es un gilipollas contento y satisfecho de sí.

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Con ello, el vanidoso se convierte en un mendigo del adulador. Y es que se es un mendigo más por vanidad, buscando el halago, que por necesidad. Vanidad, mendicidad.

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El vanidoso quiere arrancar de ti su propia imagen. Ya dijo Nietzsche que “de vosotros quiere él aprender a creer en sí mismo; se alimenta de vuestras miradas, devora la alabanza de vuestras manos”. Esto implica que, paradójicamente, el vanidoso ha de tener buena imagen y opinión de nosotros cuando busca nuestro elogio. Y como por parte de los demás solamente requiere unas cuantas migajas para mantenerse, puede decirse que la vanidad es invencible por su propia debilidad: necesita tan poquito para alimentarse, que puede durar eternamente.

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La vanidad es inversamente proporcional al esfuerzo que ha costado y la calidad puesta en lograr el motivo de esa vanidad.

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La vanidad sólo es posible cuando el objeto-motivo de la vanidad es algo sobrepuesto, añadido a la propia persona, es decir, algo que no le es connatural: como un regalo gratuito que disfrutara por donación caprichosa de la Fortuna. Y ello es obvio: si el sujeto percibiera ese motivo como algo condigno y vinculado de manera natural al esfuerzo o a la inteligencia misma, entonces no sería motivo de vanidad, como no lo es el ver para quien tiene ojos (…más bien todo lo contrario, pues quien tiene ojos sabe que nunca ve perfectamente).

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Parece una ley psicológica exacta que el individuo censure o reproche a otros sus propios defectos. Así, el mentiroso al mentiroso, el avaro al avaro, el adulador al adulador… ¿Por qué esto? La única explicación que encuentro es la irritación que produce la presencia de competidores, o la envidia de ser superado por otros en tales “cualidades”, o el odio subconsciente que se pueda tener a sí mismo por ser así…

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¿Quieres desnudar a alguien? Alábalo.

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Nadie está libre… Se puede decir que el respeto que se tiene a los hombres que admiramos aumenta a medida que nos elogian, pues a ello se le une la admiración hacia su inteligencia, ¡que es capaz de descubrir el valor de la nuestra!

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No se me escapa que el vanidoso puede que haga algo grande buscando el elogio, pero no es menos cierto que la humildad tiene un culo muy blando para resistir sentada sin hacer nada.

 

 

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