“Botas de siete leguas”, de Rafael Escobar Sánchez

EL SÍNDROME DE NATALIA GINZBURG

Por César Rodríguez de Sepúlveda,

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Vivimos la infancia con una intensidad a la vez gozosa y terrible. Lo que se vive por primera vez, en un mundo recién estrenado, deja una huella que no es posible borrar. Afirma Leopoldo María Panero en la película ‘El desencanto’ (Jaime Chávarri, 1976), que solo vivimos de verdad en la infancia;  después, nos limitamos a sobrevivir.

Belmonte, Cuenca. Primavera de 1989. Luis, un niño de diez años apocado, tímido, fácil víctima de sus compañeros más gamberros (también la crueldad es extrema en la infancia) se enamora platónicamente de un compañero de clase. A través de su sensibilidad y su mirada conocemos su mundo, que es también su alma.

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Ralph Freedman fue, creo, el primero en acuñar el concepto de novela lírica. Algunas de sus características: el fragmentarismo; la condensación temporal; un protagonista / narrador hipersensible; la fuerte semantización del espacio. Nace la novela lírica de una interesante hibridación de lo poético con lo propiamente narrativo. Pensamos, en la literatura española, en Platero y yo, de Juan Ramón, o en Mortal y rosa, de Umbral, novelas en que cada capítulo tiene la misma autonomía y la misma entidad que un poema. Por sus semejanzas con este libro, he pensado también en otro, publicado ya en este siglo: Los príncipes valientes, de Javier Pérez Andújar.

Aunque en la novela lírica cabría mucho más: Freedman menciona a Hermann Hesse, a André Gide, a Virginia Woolf. Acaso el más cumplido ejemplo de novela lírica, aunque, eso sí,  de dimensiones monumentales, sea En busca del tiempo perdido, novela-poema inmensa, inabarcable.

Rafael Escobar (Belmonte, 1979) es un poeta que ha escrito una novela: poco sorprenderá, entonces, que su primera incursión en la narrativa sea una novela lírica, perfectamente coherente con el mundo que ha ido desarrollando en el ámbito de la poesía a través de una obra que cuenta ya con seis títulos, de los cuales el último, Lover, lover, se publicó en 2021.

Expresa el autor en el epílogo del libro su temor de sufrir lo que llama «el síndrome de Natalia Ginzburg», una supuesta limitación que lo facultaría solo para contar, según nos dice, «mi propia anécdota y no idear argumentos externos por más que puedan colindar con mi intimidad».

Cuando se es dueño de un mundo tan rico como el de Proust, como el de Ginzburg, como el de Rafael esbocar, este supuesto síndrome es una auténtica bendición.

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El mundo de Luis, el protagonista de Botas de siete leguas, solo es pequeño en apariencia. No solo porque el pueblo en el que vive—Belmonte, la localidad natal de Fray Luis de León—, sea también una proyección de su mundo interior y conforme una topografía fuertemente emocional, en que cada lugar remite a recuerdos y experiencias de la vida, breve pero intensa, del joven narrador (el arco del Cristo Verde, la Colegiata, El Cerrillo, la Fuente del Beso). También porque ese espacio es reinterpretado a la luz de la literatura: el Belmonte de 1989 es también el condado de Maycomb en que transcurre la acción de Matar un ruiseñor y el St. Petersburg por el que deambulan Tom Sawyer y Huck Finn en Las aventuras de Tom Sawyer. Muy apropiadamente, Rafa Escobar dedica su novela a Mark Twain y Harper Lee, dos autores que supieron ser niños, y contárnoslo.

Las referencias a estas dos novelas —y a bastantes más, pero no es momento de hacer inventario— son solo uno entre los varios caminos que permiten al autor ampliar, y universalizar, su mundo. Otra vía es la genealógica: buceando en las historias de los padres y los abuelos de Luis y de Daniel, su amor platónico, Rafael Escobar nos trae pedazos palpitantes de la historia y la geografía de España. [Aquí, por cierto, se pone de manifiesto que el autor, a pesar del síndrome de Natalia Ginzburg, es perfectamente capaz de trazar sólidos argumentos externos].

Y la música: las cintas de cassette, con su tendencia a embrollarse y a romperse… Hay referencias, a veces crípticas, a algunos discos que acompañaron a Luis (y supongo que a Rafa) en su infancia. Con mención especial de Janis Joplin, la muerta más viva, a quien se dedica un capítulo que está entre los mejores de la novela.

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Cada capítulo del libro es un poema, en la tradición —ya lo hemos dicho— de Platero y yo. Cada capítulo es también una imagen: un naipe de la baraja de Heraclio Fournier, un cromo de una colección imposible de terminar, una de las misericordias talladas en los sitiales de la Colegiata. Estos tres repertorios cerrados de objetos se ofrecen como metáforas de la novela, maravillosa colección de experiencias, recuerdos, reflexiones: por otro lado, son deliciosas las páginas en que Luis despliega la baraja sobre una sábana inmaculada y juega a adivinar las vidas y destinos de las figuras de los naipes, en un capítulo, titulado «Heraclio Fournier». O aquellas en que se persigue una felicidad imposible a través de una colección de cromos. O en las que, evocando los días de la catequesis, se descifran las tallas en los sitiales del Coro.

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Poco hay de complacencia, sin embargo, en esta evocación mítica de la infancia. Botas de siete leguas es una novela angustiosa: Luis es continuamente objeto de las burlas y la persecución de sus compañeros por el hecho de ser diferente. Esto se relata a veces con crudeza, refiriendo dolorosos rituales de humillación, pero la angustia no se limita a los pasajes en que se describen estos abusos:  impregna todo el libro. Si todo en la infancia es intensidad, también lo son el dolor y el rechazo, aún más terribles e insoportables para un niño.

Este tema del bullying no es el único que tiñe de una fuerte melancolía las páginas de la novela. A través de muchos personajes y situaciones —pensaba ahora en el padre, José, poeta y profesor—, nos ofrece Rafa Escobar una amarga reflexión sobre el fracaso. En la propia mirada del protagonista hay una anticipada resignación. Muchos personajes secundarios son figuras trágicas, maltratadas por el destino. Y enlazan con este mismo tema de los sueños incumplidos, de las vidas malbaratadas, del conformismo. Aunque hay también figuras familiares luminosas, radiantes, protectoras, cómplices.

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El tema principal de la novela es el descubrimiento del amor y su pérdida. El vislumbre de una felicidad que desde el primer momento se sabe imposible. El poso de melancolía que deja para siempre.

Es hermosa la historia de este enamoramiento infantil, antes de que el amor —y, por supuesto, tampoco el sexo — tengan nombre. Es un amor que no se atreve a pedir reciprocidad, que incluso se resigna a ser traicionado a veces, que anda un camino empedrado de tristezas. Pero también de alegrías, de reconocimiento del otro, de alegría en el otro.

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Algo que asusta un poco del libro: la fascinación de Luis por la muerte. En general el narrador tiende a tener ensueños mortuorios más bien dulces, plácidos, aunque en cierto momento de la novela la muerte se hace presente también en su dimensión más horrible. Botas de siete leguas es el relato del descubrimiento del amor y también del de la muerte. Compañeros inseparables en la imaginación hiperestésica de Luis.

«Qué tonto he sido. Cómo me he imaginado la muerte como si todos fuéramos blancanieves de cuento dormidas con el cabello rubio y el cutis perfecto en un ataúd de cristal. Para mí era la monjita con los ojos cerrados y el sol calentándole las mejillas. El abuelo Sebastián, cómodo y feliz en su bodega de abajo, escuchando el trajín de los centros de flores sobre la lápida, la bayeta con detergente de polvos y el sidol que restriega las letras ya un poco comidas de orín. Los muertos que se dan la vuelta con la nariz inclinada para ver crecer las raíces y escuchar la lentitud de los caracoles llevando su concha entre los senderos de baba. Se me había olvidado que los cadáveres también están así. Corrompidos, oliendo mal, dando asco. No quiero verte así, Daniel. Ni a la abuela, ni a Mario, ni a la tía Gloria. […] No quiero ser yo mismo una carcasa de huesos, un muñeco al que le sacan la estopa que lo rellena como un agujero y cae como un montón de pestañas postizas y de trapos».

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Botas de siete leguas es una excelente novela y, a la vez, una excelente colección de poemas. No es que admita ambos modos de lectura: es que exige que se acceda a ella por estas dos vías. Que sea imbatible en las distancias cortas la prosa tersa y llena de fulguraciones de Rafa Escobar no implica que a vista de pájaro no disfrutemos también mucho, viendo todos los capítulos desplegados, como naipes sobre una sábana blanca, de la imbricación y el diálogo de los fragmentos entre sí. Funciona como novela y funciona como poemario. De maravilla.

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Qué suerte para sus lectores que Rafael Escobar tenga el síndrome de Natalia Ginzburg. Y, añado yo mi personal diagnóstico, el de Heraclio Fournier.

Esto puede ser la literatura: robarle al ogro las botas de siete leguas y empezar a correr. La muerte acecha, pero la belleza tiene infinitos rostros.

Botas de siete leguas
Rafael Escobar Sánchez
Mahalta, 2023. 276 págs.

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