‘Horizonte tardío’, de Ernesto Escobar Ulloa

Horizonte tardío

Ernesto Escobar Ulloa

Comba

Barcelona, 2024

428 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Que la vida nos lanza contra distintos acantilados es un lugar común, pero ver cómo este lugar sucede, comprobarlo, no deja de traernos a la conciencia un horror, que también es común. Tal vez por eso nos abate, por lo que sentimos en él de irremediable. Si contamos nuestra historia, contaremos la de todos. Eso que a todos nos incumbe a lo que se une eso que nos hace diferentes, lo que nos contiene y nos refleja junto a lo que nos marca como individuos, todo ello bien combinado y escrito con buen oído, dará lugar a una obra en la que nos reconocemos mientras manifestamos sorpresa. Esto es lo que sucede con esta novela de Ernesto Escobar Ulloa (Lima, 1971) que nos lleva a un Perú en el que distintas formas y distintos grados de agresividad han construido a sus habitantes. Nuestro protagonista emprende un viaje a lomos de un camión en el que se encuentra con ese tipo de gente a la que le arrolló la vida, encontrándose con un antiguo compañero de escuela. A partir de ahí, desata recuerdos, que se alternan con este desplazamiento, que por momentos parece destinado a definir el verdadero amor, como si moverse hacia el sur sirviera para madurar sentimientos.

Hemos dicho madurar, pues estamos frente a alguien que parece necesitar ese empujón: «Me hallé en el lugar que más me aterraba: el centro de atención», dice, definiéndose a sí mismo. Este tipo tímido siente una nostalgia de compleja definición por su adolescencia, como si no consiguiera echarla de menos, como si pretendiera desprenderse de ella, sin que sea capaz de lograr ninguna de las dos cosas. Monta su grupo de música de rock duro, juega en el equipo de fútbol, entra un poco en las drogas, se echa novia y se busca otras mujeres porque le sobrepasan los impulsos sexuales. Y, mientras tanto, el país va sufriendo una historia en que aflora la violencia, unas condiciones compulsas que son bastante conocidas, las que sucedieron en los años setenta, y que termina en algo que se parece a la nada: «¿Cómo es, no? De la noche a la mañana pasamos de estar a punto de hacer historia, a que la historia no supiera ni quienes chucha éramos».

La memoria es aquí un instrumento para intentar explicarse a uno mismo, y explicar aquí y allá el país, y uno siente la tentación de hablar de ese subgénero, un tanto forzado por su escasa autonomía como tal, que se conoce como autoficción. Zero, que es como llaman al protagonista, cuyo verdadero nombre es Ezra, en homenaje a Ezra Pound, protagoniza un viaje que no sabe si es búsqueda o diáspora, en el que atendemos incluso a momentos metaliterarios, en el que encadena relaciones para dejarnos con dudas en la cabeza: ¿las vidas con las que ha tratado, con las que está tratando, se están construyendo o son vidas destruidas? En cualquier caso, Escobar Ulloa es consciente de que la esencia del conflicto sobre el que quiere hablar es el animal humano, la gente que no tiene ningún empacho en acabar plagiando libros de alguien que le gusta. Todo ello narrado con un estilo impecable, alejado de los manierismos de corto aliento actuales, con respeto por el lenguaje. Una novela debe defender la autonomía de la ficción como lugar donde ocurren las cosas que realmente importan. Aquí Escobar Ulloa sabe hacer, y muy bien, su trabajo: «Como me dijo una vez alguien, la verdad es un recodo, algo marginal, una serie de hechos aislados».

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