‘Nieve negra’, de David Torres
Daniel González Irala.
Uno de los primeros clásicos que sabía bien qué era un guion de cine, jamás escribió ninguno al confesarse un cobarde para esta tarea. Cito a Howard Hawks aquí, por su concepción de lo que para él debía ser una buena película —en este caso perfectamente aplicable a una buena novela: Personajes, personajes, personajes… Casi nada era a lo que aspiraba, en tanto en cuanto en cada una de estas tres palabras repetidas tenía que haber no solo el esqueleto de una trama bien armada, sino la carne en el asador suficiente.
Torres no rompe peras con nadie y cierra su por ahora trilogía del ex boxeador Roberto Esteban, ya en horas bajas, cojo y sordo, alternando dos ambientes de primeras, el del bar el Oso Panda («Una vez descorre las rejas de metal y abre las puertas, automáticamente son las tres de la mañana, una cronología avalada por los cristales ahumados y las ventanas tapiadas, la atmósfera pesada y taciturna, el reloj de cocina parado y colgado a un lado de la barra, con la esfera cuajada y repleta de moscas disecadas»), así como el del gimnasio de Venancio, donde entrena el que pudiera ser por edad, seguidor en el ránking de Esteban, y que no es más que un advenedizo al que llaman Bobo y que trabaja antes de ser injustamente encarcelado y cómo hizo aquel, de portero de discoteca. La broma, la chanza y el chascarrillo podrían situarnos en los rasgos de la novela picaresca, sin embargo y tras El gran silencio y Niños de tiza lo que el autor entrega a Reino de Cordelia, es mucho más: una novela heredera del mejor noir clásico, con tintes de aventuras, donde el hilo principal es movido no tan secretamente por la Viuda, que rompe y corrompe a las mafias mejicanas, hondureñas, turcas, búlgaras y hasta chinas en un Madrid actual , si se tercia. Y en particular hay dos personajes que se reúnen en su natal puerto de Varna, tal y como en un momento dado Esteban huye con Adriana y la policía Antonia Muntaner a Benidorm —único sitio que le permite a Roberto vestirse de Elvis Presley en lo que considera una maniobra de bizarro desclasamiento—, entre los que destaca Iván el Loco, y que parecen recién sacados de Peaky Blinders. El otro asunto que esta vez sorprende a Esteban es el asesinato, cuya autoría trata de descifrar, a pesar de todo y con luces de locura inauditas, de una vecina de once años, cuyo cuerpo redefine a todo personaje desde entonces. A partir de aquí, ninguno de ellos encontrará posible redención. Será cuando en la trena envenenen a Bobo, cuando se cierre un primer y brillante ciclo novelesco.
La segunda parte viene dada por la aparición del productor audiovisual Elías Abarca, que parece querer usar lo que tiene en la cabeza Esteban, para seguir abriendo melones, siendo lo que ofrece una subtrama autoconclusiva, la revancha a los medios de comunicación de este tipo como propiciadores del peor morbo, la avaricia y la soberbia actuales, capaces de estereotipar y estereotiparnos. Abarca, a quién se nos pinta como niño pijo grande con ínfulas y autobombos sesgados, actúa con un cámara llamado Oscar; entre ambos quieren hacer un documental, cuya producción utiliza no solo fines, sino medios fraudulentos, y que es a la vez un confuso globo sonda para el protagonista.
A partir de aquí la novela se hace más dura y a la vez más serena y autoconsciente; como se dice en una línea de diálogo: «Cuando matas a alguien rompes un nudo en el mundo».
Torres logra mediante también este ultimo recurso, brillar con luz propia y así lo demuestra en otra línea posterior, en la que saliéndose algo de la peripecia principal, pone en boca de uno de ellos, que es esta una aventura menor, como si en ella los únicos protagónicos posibles fuesen Watson y Sancho Panza, de ahí probablemente el porqué esa nieve del título es negra y no roja, porque negra es la sangre cuando se termina secando y la guardamos en un tejido oscuro tras el que pensamos que nadie jamás nos descubrirá.
Además es la subtrama un foco de denuncia ante el que se prueba la indolencia culpable de Abarca («Si al abrir la ventana te topas con una pared de ladrillo, resulta difícil hacerte una idea de lo que resulta perder de golpe una terraza, el jardín con sus árboles, la piscina, el deportivo de lujo, las vistas espléndidas») y es cuando el protagonista narrador confiesa: «Yo ignoraba lo que dolía caer desde la cumbre, porque quién nace en lo más bajo solo puede subir hacia lo alto»; en este sentido todo es capaz de reordenarse de modo que la novela empieza a volar sobre nuestras cabezas, como sólo la tradición cervantina y holmesiana permiten, desde su más profunda y sincera admiración.