Gaspar Jover Polo.
Hoy en día ya se puede decir que 2666 es una novela de éxito, de culto para muchos amantes la lectura; se puede hablar de un fenómeno de alcance internacional aunque siempre limitado, claro está, al mundillo de los aficionados al género narrativo y de los críticos literarios. Y la razón de tal éxito puede estar, tal vez, en que esta importante novela presenta algunas particularidades que llaman mucho la atención tanto por lo que se refiere a la estructura como por lo que tiene que ver con el fondo. Es una obra literaria que ofrece la particularidad relevante de que, aun tratándose de una novela de intriga, en gran parte policiaca, muchas veces y de manera brusca, sin aparente motivo y precisamente cuando estamos a punto de conocer una información transcendente, detiene el desarrollo del argumento principal. Puede dar la impresión de que el autor pretende, por medio de este recurso, alargar el libro más de lo imprescindible; pero resulta que, algunas páginas más tarde y también de manera repentina, se abre el grifo de la acción y se deja correr caudaloso el desarrollo del drama.

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2666 destaca también por la particularidad de que el narrador omnisciente incluye numerosísimas descripciones físicas y sicológicas sobre los asesinatos de mujeres que se están producido en Santa Teresa, la ciudad del norte de Méjico que aparece como protagonista del libro y que está situada en la frontera con los EEUU, y también ofrece muchísimos datos y da entrada a muchos personajes secundarios que sí que tienen que ver con el drama pero que no parecen imprescindibles. A primera vista podemos tener la impresión de que el libro peca de prolijo, de que acumula páginas por acumular; pero, enseguida, caemos en la cuenta de que semejante sobreabundancia no constituye un simple relleno para alcanzar el objetivo de componer una novela voluminosa, de más de mil cien páginas, sino que, por el contrario, la acumulación de detalles puede tener un interés básico, fundamental, determinante, pues contribuye a alcanzar el objetivo de hacer rebosar el vaso del desconcierto y de la indignación.
Santa Teresa, el lugar donde se produce la serie imparable de asesinatos de chicas jóvenes, es una ciudad que crece con rapidez gracias a su ubicación, a que se levanta muy cerca de la frontera, lo que aprovecha el autor para presentarla como emporio industrial representativo de lo que puede dar de sí el desarrollo económico capitalista aplicado al tercer mundo. Bolaño nos ofrece una explicación bastante completa de hasta qué punto la poderosa irrupción de las empresas multinacionales en un lugar atrasado y que carece de casi todo, especialmente de leyes que regulen el tránsito hacia la modernidad material y hacia el consumismo, puede conducir al caos y a la angustia. Se trata de una ciudad urbanísticamente caótica en la que conviven, en mezcolanza salvaje, los adelantos más modernos de la civilización con los recursos más pobres y rudimentarios, lo que, al parecer, facilita el desarrollo del crimen. Son las despóticas empresas multinacionales que se establecen en territorio mejicano en busca de mano de obra barata y desorganizada, además de las organizaciones de narcotraficantes, las que parecen mandar por encima de los jueces y de la policía, de las instituciones del estado en general; y esa ausencia de autoridad institucional, política es lo que, al parecer, facilita la impunidad con que se comete la mayor parte de los actos criminales violentos. La ciudad de Santa Teresa interviene como protagonista de “La parte de los crímenes” sobre todo, del cuarto y extensísimo capítulo, y constituye, al parecer, el espacio ideal para que un narrador inspirado y con ganas de acometer la extraordinaria empresa de llegar hasta el centro del mal, intente explicar todo el horror que es capaz de producir el norte de Méjico.
Se trata de un relato que va creciendo en interés y en emoción hasta llegar a este capítulo fundamental de “La parte de los crímenes”, como si su autor hubiera necesitado una fase previa de calentamiento o de preparación antes del despegue, como si le hubiera sido preciso calentar motores e ir cogiendo poco a poco seguridad y fluidez narrativa, como si hubiera necesitado coger carrerilla antes de pegar el salto cualitativo; aunque también puede ser que la irregularidad del producto global se deba a que, obligado por la gravísima enfermedad que le vino durante la redacción de 2666 y por la proximidad de la muerte, el autor hubiera tenido que dar por concluida la obra de forma precipitada.
En cuanto a la quinta y última parte, “La parte de Archimboldi”, el narrador omnisciente da un salto atrás en el tiempo y opta por ponernos ya delante de un torrente desencadenado de ideas y de acontecimientos en medio del apoteosis del nacismo alemán. Se trata de un continuo vertiginoso pues Bolaño consigue enlazar con sorprendente fluidez los más variados episodios, todos interesantes, todos espectaculares, sin permitir al lector un momento de sosiego. El protagonista de “La parte de Archimboldi” es un joven soldado alemán que encarna a la perfección el pesimismo característico en el punto de vista del narrador cuando concluye: “Nadie se suicida en una guerra, pensaba mientras estaba en la cama oyendo roncar a su madre y a su padre. ¿Por qué? Pues por comodidad, por dilatar el momento, porque el ser humano tiende a dejar en manos de otro su responsabilidad”.
¿Por qué es, en definitiva, un libro que destaca mucho? Pues, tal vez, porque lo origina y le sirve de impulso motor permanente un sentimiento de desesperanza absoluta. Y también porque el autor sabe transmitirnos este tremendo impulso con estremecedora sinceridad.