Horacio Otheguy Riveira.

Finalista del National Book Award. Un clásico de la novela negra que nos sumerge en el corazón de una ciudad costera del sur de California.

La mayoría de la gente que llega a Huntington Beach –la meca del surf en el sur de California– lo hace en busca de sus olas y sus fiestas interminables. Pero lo que Ike Tucker quiere es encontrar a su hermana y a los tres hombres con los que la vieron por última vez. Su búsqueda se convertirá en un viaje de autodescubrimiento rodeado de surfistas bronceados, atractivas rubias, moteros, punks y camellos. Joven e ingenuo, Ike se irá adentrando peligrosamente en las entrañas de una ciudad amable que esconde un violento submundo del que no le será fácil escapar.

Pero nunca se da por vencido. Le empuja su ingenuidad, y su sed de aventura. La relación con su hermana se pierde en el tiempo, fue un acontecimiento desplegado entre la ternura y el deseo sexual en un desafío que no se concretó, pero quedó en la piel del muchacho, casi sin darse cuenta.

Ocupado en el taller mecánico de Gordon, desde un coche le avisan que su bella hermana se fue con tres surfistas, tipos peligrosos que le pudieron hacer cualquier cosa. Ike reacciona con rapidez, como si hubiera estado esperando esta llamada. Los jóvenes del coche le dan un papel con los nombres de los tres individuos, y allá que va, dispuesto a todo.

De entrada, se lanza a aprender a surfear las grandes olas de la zona, para ser uno más y enterarse: su hermana es lo primordial y aun sueña con la suave piel que le embriagó en un tiempo de ensueño.

«¿No tenías amigos?

Mi hermana. Éramos amigos.

¿Tu hermana?

Sí.

Ike dudó, siempre lo incomodaba hablar de ello, hablar de su familia, si es que podía llamarla así.

Mi vieja nos llevó hasta allí un verano y luego se largó y nos dejó con su madre y su hermano, y no volvió nunca más.

—¿Y tu padre?

—No lo conocí.

Michelle pareció quedarse pensando en esto un momento.

—Así que erais solo tu hermana y tú.

Ike pensó que a continuación le preguntaría algo más sobre su hermana, pero no lo hizo. Se habían cogido de la mano mientras caminaban y notaba la palma húmeda y cálida de ella contra la suya.»

Entre situaciones complejas, amenazantes y fascinantes con el surf en medio, el muchacho también descubre el vértigo del placer sexual, su primera chica… mientras el recuerdo de Ellen le sigue acompañando en su búsqueda.

 

«[…] El chorro de luz derramándose sobre las escaleras, la mirada de Ellen cuando lo vio, sorprendida y al mismo tiempo cabreada consigo misma por no haber cerrado bien la puerta, e incluso el patrón que describía el remolino de motas de polvo bailando en el aire.

Allí abajo había un viejo banco de trabajo y un lavabo. Ellen estaba junto al lavabo. Había dejado los zapatos encima del banco y solo llevaba puesto el sujetador. No era muy alta, pero sí esbelta; tenía las piernas largas y morenas, salvo en la parte de arriba, donde el bañador le había dejado una marca blanca. El pelo suelto le brillaba bajo la luz tenue de la bombilla que colgaba de un cable encima del banco y le caía hacia delante, tapándole la cara. Se dio la vuelta una sola vez y lo miró un momento antes de volver a lo que estaba haciendo en el lavabo, que era tratar de limpiar algún tipo de mancha del vestido. Ike no dijo nada.

Todavía se sentía medio borracho y mareado después de haber estado tanto rato sentado al sol. Se había dejado la camisa en lo alto de la colina y sentía los hombros ardiendo, en carne viva. Bajo sus pies desnudos el suelo del sótano estaba frío. Ellen siguió concentrada en su tarea, pero cuando se hubo acercado lo suficiente se detuvo un momento y lo miró otra vez, y entonces Ike pudo ver que tenía los ojos irritados y que se le había corrido el maquillaje, dejándole marcas negras en las mejillas. Quiso decir algo, pero fue incapaz. En lugar de eso lo que hizo fue rodearla con los brazos; ella soltó el vestido y se quedaron así, con las piernas juntas y los pechos de ella apretados contra su torso desnudo a través de la fina tela del sujetador.

Ike le besó la frente y los párpados, e incluso la boca, pero lo único que deseaba era seguir abrazándola, apretarla con fuerza y decirle… Las palabras aún no habían cobrado forma en su boca, cuando de repente apareció su abuela y ya no pudo decir nada. La anciana se había materializado en lo alto de las escaleras, con la puerta abierta a sus espaldas y el sol colándose por detrás e iluminando de nuevo el sótano. El único consuelo era que, por una vez, la impresión la había dejado muda y solo parecía capaz de balbucear desde allí arriba, su silueta negra y encorvada recortada con el cielo azul.

Después de aquello, claro, la situación se volvió insoportable para los dos. Ike trabajaba e iba al colegio. Ellen tenía a sus amigos, y en realidad no se veían mucho. El distanciamiento que había comenzado a sentir después de la noche en la llanura se acentuó.

Ellen aguantó el invierno, pero cuando llegó el verano se largó, y esta vez lo hizo sola y para siempre. En casi dos años no había sabido nada de ella, hasta la tarde en que aquel chaval había aparecido conduciendo su Camaro blanco, con dos tablas de surf atadas al techo. […]».

 

 

 

Publicada en 1984, Huntington Beach está considerada un clásico del género negro y es para muchos una de las grandes novelas sobre surf. Kem Nunn –uno de los autores que mejor ha sabido retratar el lado oscuro de la costa oeste de Estados Unidos– le da otra vuelta de tuerca al mejor thriller en este feroz descenso a los abismos que es también una turbadora narración sobre el desencanto, la soledad y el deseo.