Horacio Otheguy Riveira.

La Hacienda de la Cumbre está marcada por la tragedia. Años atrás, su propietario, el vizconde de Altaslomas, perdió a su mujer en un incendio que también arrebató la vista a su hija. Ahora, una noche de diciembre de 1870, un grito desgarrador procedente de la casa vuelve a acabar con la paz en Aldea del Risco.

La hermana del terrateniente ha encontrado a su sobrina de dieciocho años asesinada. Todo ha pasado muy rápido. Apenas la ha dejado sola cinco minutos para ir a rellenar de aceite el quinqué y, cuando ha vuelto, la ha encontrado en un charco de sangre, reclinada sobre la mesa, con un corte limpio en el cuello.

Todos callan y todos mienten

Con un lenguaje preciso, creando una tonalidad de rica atmósfera de intriga, Inma Chacón demuestra, una vez más, encontrarse muy a gusto en otro tiempo, concretamente en este siglo XVIII donde una clásica «familia bien» esconde perversiones angustiosas sobre una joven ciega. La autora no necesita ahondar en los aspectos más morbosos, éstos van apareciendo entre símbolos y situaciones realistas con la delicadeza de una narración implacable: nada escapa al bisturí con que la novelista persigue y derriba a sus personajes más infames.

Todos callan y todos mienten. Pero algo parece estar claro, el padre de la víctima tenía una relación muy extraña con su hija y no colabora con la investigación. Los indicios apuntan hacia el entorno familiar. Sin embargo, la tía de la víctima, la única testigo de los hechos, recuerda que vio a dos hombres embozados saliendo del patio. ¿Conseguirá descubrir la Guardia Civil la verdad?

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La niebla se extendió sobre la comarca como un velo blanquecino que presagiaba malos tiempos para la aldea, invasivo y transparente. La noche estaba a punto de caer, pero el aire aún conservaba la luz azulada de las últimas horas del día. El frío se había incrustado en los tejados, en los muros, en los troncos de los árboles, en las piedras de las tapias y en los adoquines de las calles, en forma de minúsculas gotas heladas.

El poblado coronaba la cima de un cerro de casi ochocientos metros de altitud conocido como el Monte del Risco, cuyas laderas pertenecían a dos provincias limítrofes que se arrogaban el derecho de propiedad de toda la montaña, sin haber llegado a un acuerdo jamás.

En el punto más alto de la cumbre, junto al campanario de la iglesia, sobresalía un caserón flanqueado por dos torres gemelas, al modo de los castillos medievales. La casa, como el resto de las viviendas del lugar, pertenecía a una familia nobiliaria, los vizcondes de Altaslomas.

No era la primera vez que la comarca sufría una bajada de temperatura similar a la de aquel mes de diciembre. Diez años atrás, la aldea vivió otra noche helada que se quedaría en la memoria de todos como un referente de la tragedia. Un suceso de consecuencias irreparables, en medio de un frío como el de aquella noche. Un frío que corta y que duele. El mismo que sintieron los lugareños cuando sonó la última campanada de las ocho, y se oyó un grito que retumbó entre la niebla y se extendió por las laderas del monte.

—¡Mi niña! ¡Mi niña! ¡Mi niña!

Los visillos de algunas ventanas dejaban traspasar las luces de los quinqués y de las chimeneas encendidas, pero casi todo el pueblo permanecía semi a oscuras, difuminado entre la bruma como en una postal.

Hacía un par de horas que el alguacil había encendido los faroles de las plazas de la iglesia y del ayuntamiento, el de la entrada de la casona y el de la calle Mayor, los únicos puntos de luz de que disponía la aldea.

Olía a humo y a invierno.

En las mañanas de los días claros, cuando el sol rebotaba en el blanco de los muros y en el verde de los árboles, cualquiera diría que aquel pueblecito de apenas doscientas almas podría ser el escenario de una leyenda sobre espíritus inconformistas que no quieren abandonar este mundo. Cualquiera lo diría. Pero resultó ser el de un crimen que conmovería a todos los habitantes de la comarca y de las provincias vecinas.

El calendario marcaba el 30 de diciembre de 1870, una fecha que se escribiría en la Historia de España como el día en que Amadeo de Saboya, segundo hijo de Víctor Manuel II de Italia, desembarcó en Cartagena para ocupar el trono español, vacante desde que Isabel II saliera expulsada del país dos años antes, tras la llamada Revolución Gloriosa.

La misma noche del crimen, moría el artífice del acuerdo de coronación del príncipe italiano, el General Prim, tiroteado tres días antes en su carruaje, al volver de una sesión del Congreso donde se votaba el presupuesto para la nueva Casa Real.

En Aldea del Risco, sin embargo, esa fecha se recordaría como el comienzo de un camino que todos los parroquianos se verían obligados a emprender, lo quisieran o no. Un camino sin retorno del que pocos saldrían ilesos, que comenzaría en la oscuridad de una noche que llegaría a conocerse en toda la comarca como «la noche del crimen de la Casona de la Cumbre».

La niebla se había ido intensificando conforme avanzaban las horas. Poco antes de oírse el alarido, cuando las campanas de la iglesia tocaron el cuarto para las ocho, se había apoderado por completo de la cima de la montaña, convertida en una nube que apenas dejaba vislumbrar las edificaciones.

Todo era quietud y silencio hasta que el grito de socorro se coló en cada casa de la aldea.

—¡Mi niña! ¡Mi niña! ¡Mi niña!

Nada se movía en la tierra ni en el aire. Nada se escuchaba en las calles ni en los huertos. Ningún sonido entraba o salía de las alcobas ni de los corrales. Si acaso, el del frío, ese frío que silba y escuece en los ojos y en los huesos. Ese que se cuela por las holguras de las ventanas, por debajo de las puertas, por los graneros, por las alacenas, por los altillos, por los cristales empañados, por la falda de la mesa camilla, por los embozos de las sábanas, y hasta por la memoria.

Era viernes, la víspera de una Nochevieja que se llenó de lágrimas y de palabras de duelo.

***

La aldea no tardó en acudir como un solo hombre a la Casona de la Cumbre, el lugar de donde procedían los gritos.

Un solo hombre para comprobar la tragedia, para ver el horror de la sangre, del cuerpo inocente, de la boca que ya no sonreirá, del desconsuelo de lo que no tiene remedio ni se puede entender.

Un solo hombre para tratar de imaginar quién le haría daño a una criatura incapaz de defenderse. ¿Por qué? ¿Dónde está escrito que un ángel puede morir a manos de un cobarde? ¿Qué monstruo habría ejecutado un acto de semejante vileza?

Todo ocurrió en menos de cinco minutos, mientras la tía de la víctima bajaba al sótano para rellenar uno de los quinqués del comedor.

La lámpara había empezado a tintinear cuando se disponían a tomar el postre y, aunque había otras dos más pequeñas en sendas mesitas auxiliares, el comedor era demasiado grande y se estaba quedando en penumbra.

—Le falta aceite a un candil —dijo la sobrina mientras colocaba un dedo sobre el borde de la taza, para evitar derramar el café que se iba a servir ella misma.

—¿Cómo lo sabes?

—Chisporrotea.

—Nunca me acostumbraré a que veas con los oídos mejor que yo con los ojos.

—Tú me enseñaste. ¿O es que ya no te acuerdas?

—Yo me acuerdo de todo.

Pero no era cierto, la tía no se acordaba del detalle del chisporroteo. Sí recordaba haberle enseñado otras formas de manejarse en la rutina diaria y en cualquier circunstancia que se le pusiera por delante, por supuesto. Cómo no iba a recordarlo. Ella le había enseñado prácticamente todo lo que aprendió en los últimos diez años…

Una prolífica novelista volcada en la historia

«Hay criminales que se aprovechan de la intimidad del ámbito familiar para perpetrar sus delitos, casi siempre relacionados con los abusos sexuales y la violencia machista. Y lo peor es que en muchas ocasiones, los delitos se esconden y se silencian debido al sentimiento de vergüenza de las víctimas por el miedo al «qué dirán», de manera que se produce una impunidad que castiga a las víctimas en lugar de a los culpables» (Inma Chacón).

INMA CHACÓN (Zafra, 1954) es doctora en Ciencias de la Información y fue decana de la Facultad de Comunicación y Humanidades de la Universidad Europea. Su primera incursión en el mundo de la narrativa fue con «La princesa india», novela a la que siguieron «Las filipinianas», «Tiempo de arena» (por la que fue finalista del Premio Planeta), «Mientras pueda pensarte» y «Tierra sin hombres», que fueron grandes éxitos de ventas y crítica. También ha publicado la colección de relatos «Voces. Antología personal» y los poemarios «Alas», «Urdimbres», «Antología de la herida» y «Arcanos». En el campo de la dramaturgia, es autora de varias obras, entre las que destacan «La Baltasara» y «Las Cervantas», escrita junto a José Ramón Fernández por encargo de la Biblioteca Nacional. También ha colaborado en numerosos libros colectivos de poemas y de relatos. «Los silencios de Hugo», su séptima novela, es un homenaje a su tierra, Extremadura.