Francisco Cervilla.
Debo a la formidable Trilogía de la memoria, de Sergio Pitol, unas ya lejanas, pero inolvidables, horas de lectura y descubrimientos. Fue allí donde tuve las primeras noticias sobre Ósip Mandelstam, uno de los más importantes poetas rusos del siglo XX, que viera su nombre y obra prohibidos en la URSS después de que, en un acto suicida, como le dijera su amigo Boris Pasternak, compusiese su famoso poema contra Stalin, y cuyo recitado sus amigos no querían escuchar, ni siquiera saber de su existencia, ante el temor de convertirse en cómplices de tan grave ofensa.
A Pasternak su amistad le trajo no pocos problemas. Recibió una llamada del propio Stalin para conocer su opinión acerca de Mandelstam. Una breve y famosa conversación de menos de tres minutos que afectó a la credibilidad y prestigio del autor del Doctor Zhivago, y a la que Ismail Kadaré dedicó un libro. A Mandelstam le costó la vida. Cuatro años más tarde de su agravio al dictador murió deportado en Siberia, a los cuarenta y siete años de edad.
POEMA DE
MANDELSTAM SOBRE STALIN
Vivimos insensibles al suelo bajo nuestros pies,
nuestras voces a diez pasos no se oyen.
Pero cuando a medias a hablar nos atrevemos
al montañés del Kremlin siempre mencionamos.
Sus dedos gordos parecen grasientos gusanos,
como pesas certeras las palabras de su boca caen.
Aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha
y relucen brillantes las cañas de sus botas.
Una chusma de jefes de cuellos flacos lo rodea,
infrahombres con los que él se divierte y juega.
Uno silba, otro maúlla, otro gime,
sólo el parlotea y dictamina.
Forja orden tras orden como herraduras
a uno en la ingle golpea, a otro en la frente,
[en el ojo, en la ceja.
Y cada ejecución es un bendito don
que regocija el ancho pecho del Osseta.
Noviembre de 1933. Aquí empezó todo.
Hace tiempo, invariablemente hojeaba, cada vez que lo encontraba en las mesas de algunas librerías, hasta que me hice con él, un grueso volumen de memorias de su mujer, Nadiezhda Mandelstam, cuyo título, además de evocarme la idea del fracaso, sentía que me hablaba de manera íntima: Contra toda esperanza. Luego me enteré de que Nadiezhda en ruso significa esperanza. Jugando con la polisemia de su nombre, la autora, buscó un título que parecía una advertencia que se hacía a sí misma, como si fuese el eco de una controversia interna latente en el significado de su nombre, y a la vez una metáfora de sus temores respecto al futuro de su relato, al que le presuponía el encuentro con la indolencia intelectual o con la tendencia universal a ignorar lo que se sabe, y que así, su arduo trabajo, siendo indispensable, al mismo tiempo resultase inútil.
Pero tal vez, en ese estrecho espacio entre lo indispensable y lo inútil, resida la grandeza de la literatura y del arte en general. Igual que el ser humano, la metáfora, es incurable. Y este título también. Permanece vigente y tiene vocación imperecedera. Pertenece a otra época, pero también a ésta, y desafortunadamente, vista la nefasta realidad, y vista la inextinguible “chusma de jefes de cuellos flacos”, igualmente a las que están por venir, pese a que la esperanza sea condición esencial del ser humano. Siempre quedará algo por contar, algo que decir, algo que esperar: la falta que anida en cada sujeto mantiene vivo el espejismo de una esperanza. Puede dar sentido a la vida, pero también puede paralizarla.
En el magnífico blog de literatura, Calle del Orco, encuentro esta impagable cita de Ricardo Piglia: “El fracaso está en el corazón de la esperanza, en lo más ahincado del amor se agazapan la pérdida y el olvido: toda vida es un proceso de demolición.” Y así, desde una vida al borde permanente de la aniquilación, por amor, y para “restaurar la intimidad”, como dice Joseph Brodsky en su espléndido prólogo al libro, Nadiezhda Mandelstam, para contener pérdida y olvido, a la edad de sesenta y siete años y con el temor a que los recuerdos huyeran, comenzó a escribir el largo relato de sus memorias: rescata la figura de su marido y la del poeta, sus momentos de creación, su método de trabajo, sus reflexiones sobre la poesía, sus desesperanzas con los amigos, el desconcierto de la soledad, la errancia compartida, sus complicidades, así como la persecución que ambos sufrieron bajo el régimen de terror instaurado por Stalin.
A fuerza de murmurar versos, de repetir cada día un poema, o un fragmento de prosa, consiguió albergar en su memoria un tesoro prohibido por el Estado soviético: gran parte de la obra de su marido, y parte de la obra de su amiga Anna Ajmatova. Lo que no se podía confiar al papel, peligroso cuerpo del delito, había que confiarlo a la memoria. Esta era su esperanza.
Pero, ¡ay la memoria! Siendo imprescindible no es fiable, surcada como está por los túneles que cava el deseo, por los capítulos censurados de la historia personal, disfrazada por los recuerdos encubridores. Como la vida, la memoria se mueve. Los momentos tan pronto se hacen presentes como se marchan a la oscuridad, y si vuelven ya son otros, porque otras son las palabras que los sostienen En cuanto digo un recuerdo, en cuanto lo escribo, el recuerdo ya ha cambiado.
“¿Acaso no se ha perdido ya lo que se ha nombrado?”, se pregunta Albert Camus.
Con su verbo poético, esquivando las limitaciones del sentido y del tiempo, los recuerdos más duros de la autora se abren paso, testimonian, vuelan, y el Mandelstam proscrito, reducido al estatus de persona inexistente hasta el final de sus días, alcanzado por la esperanza de su mujer, escapa a la amenaza del olvido. Fue en la intimidad de los versos que tanto amó y guardó en su memoria, o en su corazón, quién sabe, moldeada por ellos, con el recuerdo de los enunciados y la aspiración imposible de revivir la enunciación de su marido, que se fraguó la escritura de Nadiezhda, quedando su prosa, y su subjetividad, atravesada por la poesía que la habitó.
“La poesía”, cita a su marido, Ósip, “es el arado que desentierra el tiempo, pone al descubierto sus capas más profundas, su tierra negra”. Y con este apero de la poesía, ella escribió con determinación sus memorias, excavando en la negrura de una existencia embargada por la angustia, la persecución, la huida, la pesadilla estalinista. La escritura fue el aire que aventó sus recuerdos, el oxígeno que logró que respirasen y acudiesen las citas del poeta, despojadas de su voz, irremediablemente perdida, auténtico agujero de la memoria.
Ante esa brecha en que se agazapa la esperanza, la escritora se apoya en el nombre de su marido-poeta y trae sus citas como instantes encapsulados de la memoria, que tienen la virtud de arrastrar más recuerdos, más nombres de amigos o no amigos, de lugares y no lugares.
“Una cita no es un resumen, una cita es una cigarra, no calla nunca, retiene el aire y no lo suelta”, recuerda que dice Ósip. Una cita, pues, adquiere vida propia, se vuelve libre, se independiza de su autor y de quienes la toman, y siempre escapa a todo intento de captura porque contiene una verdad inatrapable.
Puede acudir ligada a un recuerdo entrañable, puede ser el reconocimiento del propio pensamiento en palabras del Otro, y una cita puede ser, en estas memorias, el grito frente al fracaso de una vida mantenida en dolorosa espera. Nadiezhda, Nadya, invoca el aullido, asilo de una débil esperanza, como respuesta a la tiranía, a la tortura de la persecución, a la esclavitud física y moral -que hoy impasiblemente vemos despuntar- como último resto de la dignidad humana y de la fe en la vida: “Si no queda ningún recurso, hay que aullar. El silencio es un verdadero crimen contra el género humano”.
Y aquí, en esta larga narración, cuando las palabras resultan insuficientes, cuando asoma el abismo, se puede escuchar el grito inconmensurable de Nadiezhda Mandelstam, que se reúne con millones de gritos: los dedos gordos, grasientos como gusanos, no cesan de proliferar.