Horacio Otheguy Riveira.
Una escritora que bebe de muchas fuentes con exquisita elegancia: se deja poseer por los numerosos autores leídos y por imágenes muy terribles de nos pocas películas de culto, pero el lector-espectador más avezado se dejará sorprender por su intrépido, temerario, espíritu narrativo, pues Sònia Guillén atraviesa los tópicos descalza, sin quemarse por las ardientes llamaradas de lo conocido. Se atreve con todo y en cada huella hay hasta buenas oleadas de ternura, de sutil erotismo, de labios que ansían unirse a otros labios… mientras alrededor, un monstruo de grata belleza aparente revuelve algunas de las mayores atrocidades…
SINOPSIS: Un asesino en serie obsesionado con la física cuántica secuestra y mantiene prisioneras a personas que viven en «superposición», es decir, que llevan dos vidas al mismo tiempo.
Tras la desaparición de una pintora desconocida que oculta la identidad de la grafitera más famosa del mundo, una pareja de policías pedirá ayuda a Berta Fernández, una doctora en física cuántica cuya existencia no pasa por un momento fácil.
Juntos tratarán de acercarse a Squark, como firma el criminal, mientras intentan descifrar sus crípticos mensajes y las víctimas van cayendo en sus trampas, que se corresponden con grandes experimentos de la física.
En el primero, Squark reproduce la paradoja del gato de Schrödinger. Tal como anuncia en las redes, la prisionera está viva y muerta a la vez, ya que hasta que la policía encuentre la caja donde está encerrada no se podrá comprobar su estado.
La cuenta atrás no ha hecho más que empezar, mientras el inspector Estrada, la criminóloga Nadia Mateo y la doctora Berta Fernández intentan adelantarse a los movimientos de un juego mortal inspirado en el principio de incertidumbre de Heisenberg. Lo que los tres desconocen es que también ellos forman parte del macabro plan.

Éxito en castellano y catalán.

Tras su radiante sonrisa, revelación de mundos sórdidos. La crueldad de un asesino en serie de fabulosa inteligencia, junto a personajes de gran solidez en la estructura narrativa.
EL COMIENZO:
No me gusta que me engañen. No me gusta que me digan que hay algo que no puedo entender. Quiero saber qué pasa, así que trato de descubrirlo. En eso consiste el principio de incertidumbre: en descubrir las cosas. R FI La joven que arroja con el pincel un reguero de ocre contra el cuadro se llama Sara Pons. Lo hace con los ojos cerrados y, al abrirlos, observa las gotas que se deslizan con cuidado por la tela para unirse con otras. El frío se le cuela por el cuello de la parka y le entumece los dedos manchados de pintura, así que deja el pincel para meterse las manos en los bolsillos. Se separa un poco del lienzo para tener más perspectiva. La obra, en su conjunto, ni ella misma la entiende, pero en eso radica su originalidad. Sus cuadros no reflejan nada que el hombre común haya visto antes, y no serán comprensibles hasta dentro de varias décadas. Eso es, al menos, lo que piensa. A punto de cumplir los veintiocho, tiene claro que no quiere ser una celebridad pública. Aún no sabe que dentro de muy poco será famosa por estar viva y muerta a la vez. Ajena a su destino, se separa del lienzo y entrecierra los ojos. Necesita «adentrarse» en la pintura, captar el misterio que esconde. Sobre un fondo negro, se superponen cientos de gotas de colores. Está casi acabado y aún no tiene claro cómo lo llamará.
El taller es muy grande, con un techo de cuatro metros de altura, vigas de hierro y grandes ventanales. De cada trozo de pared de obra vista cuelgan cuadros. Otros están apoyados en el suelo. En el centro, bajo doce bombillas que evocan la luz natural, hay un caballete. Al lado, una mesa llena de frascos de pintura, pinceles, botes de cristal llenos de agua sucia, trementina, reglas y compases. Sara viste un pantalón de pana y una sudadera blanca manchada de pintura. Se ha recogido el pelo en un moño con una goma. Justo en la sien, un mechón rubio está teñido de ocre.
Dentro del taller la temperatura no llega a los quince grados; por eso se cubre con una parka vieja, también salpicada de pintura. Con el frío piensa mejor y, además, calentar esa nave industrial costaría un dineral. El hecho de que sea rica no importa. No quiere ayudar a cargarse el planeta. El taller, que es también su casa, era antiguamente una fábrica textil y está en un barrio complicado. En los años cincuenta era un polígono industrial alrededor del cual se alzaban edificios de doce plantas para familias trabajadoras. En la actualidad, las naves se han reconvertido en almacenes al por mayor y en algunos pisos viven hacinados decenas de inmigrantes. Por la noche hay bandas, peleas y gente que vende y compra droga. Pese a todo, a ella le gusta. Justo delante de su ventanal hay un parque, un pedazo de tierra con cuatro árboles, un tobogán y dos columpios. De día suele haber madres hablando en grupos mientras los chiquillos juegan, pero, de noche, solo quedan los jóvenes fumando porros y bebiendo.
Como hoy llueve con ganas, no hay nadie en la calle. Sara agradece este día húmedo y frío, las gotas que caen perpendiculares al trasluz de las farolas, que el parque se encuentre desierto y solo se oiga el sonido de la lluvia contra el cristal y el tejado. Cuando alguien toca el timbre, ella da un respingo. «Mierda», piensa mientras se limpia las manos con un trapo de cocina viejo y se dirige a la puerta. Observa por la mirilla y, al reconocerlo, Sara da un paso atrás. Se endereza, toma aire, intenta calmarse. Vuelve a mirar para cerciorarse de que en efecto es él, que no se confunde con el halo que empaña la mirilla. Pero no hay duda. Es él. —¡Un momento! —grita mientras se mira en el espejo junto a la puerta. Está hecha un desastre. Aunque le gusta su apariencia de artista, tiene los ojos legañosos y el pelo pegado a la frente. Sin hacer ruido, va al lavabo y se aplica un poco de rímel y brillo en los labios.
Se peina el flequillo y suelta algunos mechones de cabello como si se hubieran escapado contra su voluntad. Ahora pinta mejor, pero le falta algo para darle un aire más bohemio. Encuentra una mancha de ocre en el trapo y se hace un borrón en la mejilla. Así está bien, se dice frente al espejo. Descubre en su reflejo una mirada de reproche, una advertencia por parte de su otra versión. Es la que le recuerda que tiene que comer o la empuja a llamar a su agente cuando el dinero se acaba. La que la obliga a quitarse los auriculares cuando regresa a casa por la noche. La parte de ella que lidia con las cosas mundanas y necesarias y la aleja del peligro. Su imagen le recrimina que, a su edad, se comporte aún como una adolescente, que traicione la promesa que se hizo de no volver a dejarse arrastrar por sus sentimientos. «De todas maneras, no pienso pasar con él más de una noche», le miente a su otro yo. «¿Y has visto el azul de sus ojos?».
Sale del baño y abre la puerta. El visitante, todavía bajo el paraguas, sonríe al verla. —Perdona por hacerte esperar… —murmura ella—. Tenía las manos llenas de pintura. —No te preocupes, Sara. Sé que es tarde… Pero pasaba cerca de aquí y no me he podido resistir. Quería ver en qué estás trabajando. Aunque, si he de serte sincero, lo que en realidad me atrae es la posibilidad de verte pintando. Sara esboza una sonrisa tímida y se aparta para dejarlo pasar, mientras le explica:
—Estoy acabando mi último cuadro. La expo es dentro de dos semanas y voy un poco contra reloj…
Él cierra el paraguas y se pasa la mano enguantada por el pelo negro. Debe de tener algo menos de treinta años. Al igual que cuando lo vio por primera vez, Sara nota una sensación de vacío en el estómago que atribuye a que le gusta, aunque su otro yo le dice que no, que no es eso.
Desde que se conocieron, hace un par de meses, se han visto en tres ocasiones. A Sara le gustó desde el primer momento, pero lo ha estado evitando. Hay algo en él que hace que se sienta torpe y vulnerable. No es su físico ni su personalidad, sino más bien un rasgo propio de ella. Desde la adolescencia, cuando se siente atraída por alguien, suele obsesionarse. Su psicóloga lo llama «apego ansioso» y su hermano, «tendencia a convertirse en el satélite de otra persona». Él se acerca al caballete y observa el lienzo sin terminar con la cabeza un poco ladeada. —Aún no me he decidido por el título —comenta ella, emocionada—. Estoy entre Entrelazamiento infinito o La sinfonía invisible.
El visitante observa el cuadro sin decir nada y ella se recrea en sus iris. Tiene unos ojos que parecen azules como tantos otros, piensa, hasta que te fijas bien y comprendes que existe otra tonalidad de azul.
—Este cuadro está inspirado en la lluvia —le explica Sara colocándose a su espalda—. Cada gota es portadora de múltiples posibilidades, de estados diferentes. Al estrellarse contra el lienzo, las gotas colapsan y se determina su estado final. Todas se encuentran conectadas, entrelazadas de alguna manera… Él asiente, absorto, y ella se calla. Se siente halagada e intimidada a la vez. Es consciente del frío, del ritmo de su corazón, de la lluvia que cae con fuerza afuera y convierte el taller en una caja de hojalata. Da un paso atrás para observar la espalda ancha del hombre. Lleva un abrigo negro y unos guantes de piel. Ese detalle, de repente, la inquieta. La Sara pintora disfruta de la atención del visitante, pero la otra Sara se da cuenta de un montón de cosas: que ha dejado entrar en su casa a un hombre que apenas conoce, que las tiendas están cerradas y en la calle no hay nadie. Y que ese hombre lleva guantes negros de piel…
*** *** *** ***