Amigo amante del ciclismo o de la literatura, ya que es difícil serlo a la vez de las dos cosas, créeme si te digo que vuelvo a coger el teclado para escribirte con alegría y emoción exultantes después de mi ausencia forzosa el año pasado, en que la dirección de Culturamas nos relegó a Julio y a mí del equipo de enviados especiales al Tour de Francia por nuestra baja forma prefiriendo en nuestro lugar al ubicuo Artemio Gonçalves, quien este año falta a su vez no por voluntad propia, pues ha tenido que reducir al mínimo su exposición pública para preparar su defensa por esas grabaciones del caso Koldo de que ya estarás enterado y que parecen revelar ciertas conductas inmorales por su parte y algunas otras presumiblemente ilegales. Dejémosle, pues, con sus abogados, aunque como crítico literario tengo que decir que sus crónicas me resultaron francamente fatuas y rocambolescas y que la vanidosa inclusión nada menos que del comisario Montalbano en la caravana del Tour no hizo sino enredar aún más la trama, ya de por sí difícil, del ciclismo profesional, convirtiendo la carrera en un galimatías inverosímil y de todo punto imposible de seguir; aunque es de justicia reconocerle el mérito de haber renovado la estilística del Tour con nuevos y acertados epítetos épicos para los protagonistas que este año no podemos dejar de aprovechar.
Así pues, querido lector, recibe esta vez los más afectuosos saludos míos y de Julio Salvador, o más precisamente solo los míos, porque Julio, sorprendido como un Pereiro o un Walkowiak por un éxito imprevisto, me ha abandonado a mi suerte en el Grand Départ de Lille obligándome contra toda costumbre a abrir por tercer año consecutivo estas modestas crónicas con las que pretendemos ayudarte a desentrañar los misterios literarios del ciclismo veraniego. Y junto con mis saludos recibe mis disculpas, pues, desprevenido de esta necesidad, no tenía yo pensado qué escribirte y he aquí que me encuentro redactando el artículo que Julio había organizado en forma de esquema en su libreta naranja en evidente homenaje a Louis van Gaal. ¿En qué clase de dúo literario nos convierte esta nueva forma de colaboración? ¿Seremos unos hermanos Goncourt o unas hermanas Brontë del ciclismo? ¿Nos pareceremos quizás al matrimonio Shelley o seré yo una especie de Martínez Sierra que rotule con su nombre la portada del texto de Julio de la O Lejárraga? ¿Acaso somos los modernos Martí Joan de Galba y Joanot Martorell? O, puestos a soñar, ¿es legítimo equipararme a Cervantes y comparar a Julio con Cide Hamete Benengeli? En fin, sea como sea, deja que complete con mis palabras sus apuntes desde la Grande Place de Lille, mucho más colorida que la imagen gris que el pasado minero de la región nos hace suponerle, donde ayer tuvo lugar la presentación de los equipos y donde hoy desayuno en soledad una porción de tarta de queso Maroilles mientras veo desarrollarse la vida de esta ciudad norteña, más belga casi que francesa.
Según Julio, el Tour de este año debe entenderse como una guerra de religiones, y a falta de una idea mejor habrá que hacerle caso de momento. De nuevo, el eje en torno al cual orbita todo es Tadej Pogacar, el Perceval de Komenda, brillante vencedor el año pasado que defenderá con esplendor solar el Santo Grial Amarillo y podría vestirlo desde la segunda etapa si quisiera. Este representante de la cristiandad tradicional tiene como principal oponente al luterano Vingegaard, el Arenque de Hillerslev, que buscará recuperar la sagrada túnica que ya consiguió en 2022 y 2023 para la Reforma, y al agareno Remco Evenepoel, que ha encontrado en la fe islámica la fuerza para recuperarse de un choque con la puerta abierta de una furgoneta que en diciembre casi le cuesta la vida, y es la tercera vez que esto le ocurre, lo que me lleva a preguntarme si debemos considerar que le persigue un destino infausto o que está protegido por algún djinn benéfico siempre presto a socorrerle. En todo caso, su conversión le dará impulso probablemente para sobrepasar sus ya asombrosas prestaciones en montaña del año pasado y no le privará de ser el mejor contrarrelojista de la carrera, aunque sí de conservar ese nombre belga tan poco literario. Por ejemplo, ya que pensamos en cruzadas, ¿no le conviene más el de Ibn Epoel, Hijo de la Media Rueda?
El resultado de esta lucha a tres en la Tierra Santa del ciclismo, que no es otra que la dulce Francia, no conviene engañarse, es en principio previsible, y sería una gran sorpresa que no se decantase a favor de Pogacar, convertido desde el año pasado en un Ricardo Corazón de León que, como si montara el caballo de Atila en lugar de una bicicleta Colnago, vence siempre y no deja crecer la hierba bajo sus pedales. Después de su victoria en Niza hace once meses, ganó en otoño su primer Mundial con un ataque a cien kilómetros de meta, lo que es una hazaña sin precedentes en la historia del ciclismo, y se impuso rutinariamente en el Giro de Lombardía rodando en solitario los últimos cuarenta y nueve kilómetros. Esta temporada no le ha ido peor, ya que hasta ahora ha ganado seis de las nueve carreras en las que ha participado y tiene como peor resultado un tercer puesto en la Milán-Sanremo, que por otra parte vio una de sus mayores muestras de audacia y creatividad con un ataque a más de cuarenta kilómetros de meta en una prueba fundamentalmente llana que tiende a resolverse en los últimos diez. Por lo demás, ha dominado todos los terrenos: los caminos de tierra de la Toscana, las clásicas de las Ardenas, las carreras flamencas sobre adoquín (quizás lo más impresionante, porque en principio es inferior a los grandes especialistas, a los que sin embargo volvió a doblegar de forma incontestable en el Tour de Flandes y casi en la París-Roubaix, donde una caída cuando marchaba en cabeza con su némesis Van der Poel le impidió luchar por la victoria) y, por supuesto, las vueltas por etapas, como muestra su victoria en la reciente Dauphiné Libéré, sazonada además con tres triunfos parciales y una superioridad insultante sobre sus rivales. Todo apunta, por tanto, a un nuevo triunfo del ciclismo épico del esloveno, y aparentemente sus oponentes tienen pocos argumentos que oponer.
Literariamente, esto podría acelerar el vaciamiento como personaje de Vingegaard, que si no quiere deshacerse como si fuera la criatura de cualquier autor neovanguardista admirador de Pirandello, debe ser capaz de vender cara su derrota y oponer la resistencia suficiente para alcanzar la altura trágica y el espesor estético de un Jonás sin Tierra que le granjee al menos las simpatías de los lectores más proclives al malditismo. Por el momento está lejos de lograrlo y, de hecho, sufrió un varapalo humillante hace tres semanas cuando Pogacar le descolgó inapelablemente en la subida a Combloux, el mismo lugar en que él firmó en 2023 la contrarreloj atómica que le garantizó su segundo Tour y que en aquel momento parecía descabalgar definitivamente al Aquiles del Adriático de la primacía del ciclismo por etapas. Veremos si se sobrepone, pero ahora mismo un giro baudelairiano no parece una mala salida para él.
Desde el punto de vista ético, por otra parte, ambos representan dos aproximaciones distintas no ya al ciclismo, sino a la vida. Pogacar, alegre y jovial, es efectivamente un católico mediterráneo siempre dispuesto a tomar un café y acompañarlo con un helado de pistacho (que, ahora que lo pienso, combinaría admirablemente con mi tarta de queso) o incluso con un cruasán pese a las severas admoniciones de entrenadores y nutricionistas, a los que no cabe duda de que confesará no muy compungido su pecado. Su epicureísmo confiado en el perdón contrasta con la contención calvinista y norteña de la Pescadilla de Jutlandia, que sin embargo debería enriquecer de algún modo el zumo de remolacha matutino para igualar la contienda.
En definitiva, se prevé poca emoción competitiva para las próximas tres semanas, y hay que prepararse para hacer frente al acostumbrado énnui que un año más parece ofrecernos la Grande Boucle. Los corresponsales de Culturamas, por nuestra parte, tenemos una modesta contribución que anunciamos hoy solemnemente: la convocatoria del I Premio Émile Zola al ciclista más literario del Tour de Francia, que otorgaremos en París tras la última etapa y distinguirá con un muñeco estilo Action Man de Perico Delgado al corredor que contribuya en mayor medida a la ficcionalización del ciclismo profesional. ¡Aquí sí que habrá emoción! Son muchos los contendientes, y su nivel es tan parejo como diversas sus tendencias estéticas. Hay, por ejemplo, un importante grupo de graciosos y clowns que amenizarán con su ingenio las etapas de media montaña, en especial el mosquetero Alaphilippe, ya decadente, pero pese a ello principal Scaramouche o Arlequín del pelotón; el menudo Lenny Martínez, que lo tiene todo para protagonizar una novela picaresca; o el leprechaun Healy defendiendo el folklore británico en el continente, de modo similar a como el danés Cort Nielsen, vikingo bromista como Loki, defenderá el escandinavo. A estos se oponen los pesimistas que beben de la tradición romántica, entre los que destaca Roglic, que un año después de ser alcanzado por una bala perdida como cualquier teniente secundario de Guerra y paz (así decía Artemio) o de emular no ya a Ulises sino a Protesilao, vuelve al Tour, que se sepa, por el gusto de volver a darse de bruces con su destino en forma de asfalto. Su estoicismo, por otra parte, lo emparenta con el grupo de ciclistas taciturnos, oscuros e indetectables que parecen abismarse en honduras místicas ajenas a los demás mortales, como Enric Mas, siempre en la línea de su paisano Ramon Llull, o Emmanuel Buchmann, heredero insigne de Meister Eckhart.
Como bloque, el más temible parece el del Ineos, que vuelve a alinear un potente equipo posmoderno con el inefable y pynchoniano Thomas o los no menos incomprensibles Kwiatkowski, Ganna o Foss, donde no extraña que no prospere el mucho más tradicional Carlos Rodríguez, de estirpe realista y que necesita el estímulo de alguna Pepita Jiménez para revivir. No le va a la zaga el Visma de Vinagres, que, si no puede ganar el Tour, parece decidido a intentar imponerse en el Émile Zola, para lo que alinea a sus más destacados transformistas homenajeando no sé si al realismo mágico o al Orlando de Virginia Woolf: acompañarán a Vingegaard el corpulento Jorgenson, que lo mismo puede ganar una clásica adoquinada en Bélgica y ascender haciendo eses el Puy de Dôme que aguantar a Pogacar en los Alpes; el decaído Kuss, que cada vez parece menos un personaje de Cien años de soledad y más uno de Pedro Páramo; y nada menos que Simon Yates, “el puto”, víctima catastrófica de toda clase de hechizos y pócimas y beneficiario a veces del bálsamo de Fierabrás hasta el punto de haber ganado contra pronóstico el último Giro de Italia. Por suerte para todos ellos, no estará el gran favorito, Mikel Landa, lesionado en el Giro, a quien de todas formas habrá que premiar con un Zola honorífico por toda su trayectoria.
Pero todo esto, como la lucha por el jubón amarillo, no se resolverá hasta el día 27 en París. Por el momento, y hasta que empiece mañana la carrera, solo me queda despedirme de ti, desear a Julio buena suerte y un pronto retorno a la verdadera literatura y cerrar el ordenador para disfrutar de Lille. ¿Encontraré a Buchmann evaporándose para caber en el Pasaje de las Tres Anguilas, a Mas o a Vingegaard rezando en la Catedral del Arzobispo, a Ibn Epoel atacando la ciudadela, a Pogacar comprando un helado en la rue Béthune…?
La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez