Es Toulouse una ciudad propicia para que el Tour llegase a su primera jornada de descanso y para que, al día siguiente, nos regalara una etapa por el antiguo condado. Cuna de mártires, como San Saturnino, responsable de la expansión del catolicismo por la Galia, que murió despedazado en torno al año 257 por un toro al que habían garrochado los paganos; origen de grandes héroes, como Odón de Aquitania, que en el 721 frenó a las huestes omeyas a las puertas de la ciudad, anticipándose en una década a Carlos Martel en la decisiva batalla de Poitiers; patria chica de cruzados como Raymond IV, conde de Saint-Gilles, excomulgado por negarse a luchar contra los normandos, vuelto al «equipo eclesiástico» a propósito del segundo Concilio de Clermont (1095), en el que el papa Urbano II llamó a la Peregrinatio con tal de recuperar Tierra Santa y permitir el libre tránsito de los fieles. Pero Toulouse no es solo un lugar de hombres de acción, sino también fuente matriz para el pensamiento y la doctrina, pues allí fue donde nació la orden de los dominicos en 1215, en respuesta a la herejía cátara de la que ya disertamos hace seis años. Es Toulouse, por tanto, un enclave lleno de historia, el único lugar posible en el que podía comenzar a establecerse y esclarecerse la teología de este Tour, esa de la que les habló mi compañero de página en el Grand Départ de la ciudad lila; el único lugar, entre basílicas y conventos, entre torres góticas y puertas renacentistas, en el que los ciclistas, en pos de la victoria de etapa o del maillot amarillo, podían reunirse para descansar y, con alegría, codificar los estilemas de la ficción ciclista para así postularse al «Primer Premio Émile Zola al corredor más literario del Tour de Francia», del que en algún momento diremos algo acerca de su génesis.

Por fortuna, pese al triunfo augurado por mi querido Luis, que finalmente se trastocó en un butrón más semejante a los hechos por maese Voeckler hace casi tres lustros o por el John Carter de Albi, Alaphilippe, al que no se le espera desde 2021, los tiempos se conciliaron con mi auténtica vocación, la escritura de estas crónicas, y tras unirme a la caravana, dejar mis bártulos y sobrevivir con alguna galette bretona que cumplió de sobra con su cometido, pude asistir a los últimos compases de esta especie de concurrencia festiva que el pelotón organizó a lo largo de las diez primeras etapas. Varios ciclistas se salieron del guion, que no de las líneas maestras, y compusieron sus propias obras para interpretarlas, desafiantes, ante la corte señorial del pelotón, acontecimiento que, ante la contemplación del cuadro bautista de El Perugino en el antiguo convento de los agustinos de Toulouse, hizo que me entregase al recogimiento y que reflexionase, con gran ímpetu, en cómo la Providencia se manifiesta y en cómo mueve los hilos, puesto que resultaba imposible interpretar como algo fortuito el hecho de que los organizadores del Tour hubieran decidido alojarse, tras la efeméride revolucionaria del 14 de julio, en aquella confluencia de caminos, espacio de santos, cruzados y creyentes, aunque también de trovadores.

En torno a 1323, durante la Baja Edad Media, poco después de la lucha contra los albigenses, un consejo de siete «mantenedores» tolesanos creó una asamblea muy particular, el Consistori del Gai Saber, con el objetivo de mantener viva la ciencia lírica, el arte de los músicos y poetas de reconocida condición social que escribieron en la variante provenzal de la lengua de oc. Hay quien dice que el Consistori es la academia literaria más antigua que existe, pues al parecer Luis XIV, el Rey Sol, estableció su continuidad a través de Acadèmia dels Jòcs Florals, institución que hoy en día sigue vigente y que, al igual que se hacía en el siglo XIV, organiza un concurso poético en el que al ganador se le entrega la violeta dorada, uno de los más símbolos más representativos de Toulouse. Como puede apreciarse, el espíritu de aquellos trovadores que buscaban enseñar cómo había que amar y cómo debía expresarse tal sentimiento, nostálgicos de la poesía de los siglos XI y XI, todavía pervive en nuestro mundo contemporáneo. Y, en cierta manera, dicha forma de concebir el mundo, de entender el propósito artístico de una profesión, también se localiza en algunos de los corredores de la serpiente multicolor. Sin embargo, esta visión un tanto idealizada del pasado tal vez esconda un problema: la nostalgia de la nostalgia, la búsqueda forzada de situaciones que nos retrotraigan a lo que, en teoría, debía ser mejor, o, al menos, debía ser. Que sea el lector el que juzgue si tal aserto es acertado. Por el momento, en este Tour hay trovadores de lo más variopinto que harían las delicias del Consistori.

Tenemos a los esprínteres: al ya retirado Jasper Phillipsen, que se impuso en Lille con gran solvencia, pero que sufrió una terrible caída en una meta volante; al incauto y vanidoso Jonathan Milan, primer italiano en vencer en una etapa desde 2019, cuando lo hiciera un crepuscular Nibali camino de Val Thorens, superviviente de la galerna oteriana; a Tim Merlier, que, sin hacer mucho ruido se impuso en dos llegadas con la contundencia de un juglar, de aquel que sabe llevar a buen puerto, con la dosis justa de espontaneidad, las melodías prefijadas de su director de equipo.

Tenemos a las víctimas del blancazo, la más temida de las pájaras: a la presente, como Lenny Martínez, quien se ha preocupado por sentar las bases de una historia a medio camino entre dos composiciones trovadorescas, el «planto» ―con el que el menudo corredor francés lloró por su rapidísima y repentina eliminación de la clasificación general― y el «sirventés» ―de carácter satírico y circunstancial, idónea para narrar su resurrección en las siguientes etapas gracias a su indisimulado deseo por el jersey a topos rojos― ; y a la pasada, como Simon Yates, que, guadianesco como él solo, te gana tanto un Giro de Italia como una etapa del Tour, para después desaparecer en la niebla de la cola del pelotón y exhibir, con suma naturalidad, una poética del silencio de la que hace medio siglo filosofaron algunos vates como Valente o el más estimulante Gimferrer: «más allá del silencio existe aún un silencio».

Tenemos a quienes se han empeñado en trolear al personal: a Kevin Vauquelin, bocazas y encantado de conocerse a sí mismo, lo que vendría a ser todo un «desaforado bárbaro fanfarrón», en palabras de Cervantes, que declaró que Ibn-Epoel, Hijo de la Media Rueda,  estuvo tirando en el Mûr de Bretagne con la única misión de eliminarle por la victoria final en París; al subestimado Primoz Roglič, que, según algunos medios, está de paseo por Francia y, en virtud de su naturaleza contemplativa y un tanto irónica, declara a todo hijo de vecino, sea periodista, compañero o hacedor de ficciones, como si de un diálogo provenzal en forma de «tençón» se tratase, que a él le da igual lo que ocurra, que lo de quedarse a unos cuatro minutos antes del primer bloque de montaña es parte del ciclo de la vida, cuando, en realidad, lo que está confesando es que no quiere acudir a su sempiterna cita con el asfalto porque su único anhelo, al igual que el de tantos y tantos otros en la historia, es llegar a París como sea.

Tenemos al golfista del adoquín, al Cayetano de San Remo, tenemos a Mathieu Van der Poel, que decidió desafiar al pelotón en la novela etapa, con final en Châteauroux, buscando culminar con éxito una fuga en el llano con la ayuda de su gregario Jonas Rickaert. El nieto de Raymond Poulidor y, por tanto, quizás descendiente de los Raimondins tolosanos que se fueron a arrebatar Jerusalén de las manos de los selyúcidas, seguramente sabedor de que para hacerse con la violeta dorada del Consistori no valdría con sus victorias ante Tadej Pogačar, decidió experimentar la derrota y embeberse de las esperanzas de los ilusos.

Tenemos al líder de la general, el irlandés Ben Healey, autor de una «cançó» en la que expresa su amor por el ciclismo de fuerza bruta y sin estrategia, vencedor de la sexta etapa camino de Normandia y auspiciador del pequeño bidonazo de la décima. Tan embriagado está por los éxitos que le ha granjeado su proceder, que, de forma contradictoria, ha roto con la norma trovadoresca de la mesura, al anunciar que, tras haber llegado a la fase de correspondencia con su amada, el «drutz», se ha convertido en un contendiente por la clasificación general. Craso error. Al abandonar su perfil bajo, su alegre papel de buscavidas de tintes picarescos, quizás acabe provocando la ira de aquellos que, desde el principio, habían anunciado su intención de emprender una cruzada por el maillot amarillo.

Pero, sobre todo, tenemos a Tadej Pogačar, Perceval de Komenda y Rey Minero; tenemos a Jonas Vingegaard, también conocido como el Arenque de Hillerslev; tenemos a Remco Evenepoel, el otrora atolondrado, tarambana y botarate, ahora galán emulador de las novelas moriscas. En definitiva, tenemos a dos cruzados y a un Abencerremco, los tres con su fe respectiva, con argumentos a favor y en contra de sus particulares teologías. Al llegar a Toulouse, Pogačar se sabe el más fuerte, a no ser que la caída sufrida al bajar Pech David rebaje las prestaciones del campeón del mundo, quien consiguió su victoria número cien como profesional en Ruán: reacio a los protocolos del pódium, ha ido cediendo el liderato por pura conveniencia. Al llegar a Toulouse, Vingegaard confía en la doctrina de la sola gratia, en virtud de la cual el Dios del ciclismo le ha permitido aguantar todas las explosivas acometidas de Pogačar porque el resultado ya está escrito: pese al gran susto sufrido en la contrarreloj de Caen, en la que perdió más de un minuto sobre sus rivales más importantes, la victoria le aguarda. Al llegar a Toulouse, el Abencerremco, con su llamativa indumentaria dorada, su amor por la hermosa Jarifa y sus arrestos, quiere cumplir con las profecías que se han hecho sobre él, aunque sepa que las rampas de doble dígito no vayan a ser tan magnánimas como las pruebas cronometradas; cuenta la leyenda que pertenece a un linaje sin parangón, aunque, en su caso, para evitar las exageraciones, son apropiadas las palabras que Machado puso en boca de la esperanza: «un día la verás, si bien esperas».

En lo que queda de competición, de entre todos los trovadores ciclistas, estos son los tres que más opciones tienen de mantener intactas sus expectativas y de imponer la ley de su cantar sobre la del resto de contendientes. Algo de ello se aclarará mañana, camino de Hautacam, cima señalada del ciclismo que (no) cambia, según ha dejado escrito alguno que cumple veinte años en la jarana de las ficcionalizaciones ciclistas. Después esperan la cronoescalada a la estación pirenaica de Peyragudes y la escalada a Superbagnères. El tríptico dejará esbozada tanto la teología imperante en este Tour como en el «Premio Émile Zola», del que, finalmente, diremos algo, si es que hay algo que decir, en las entregas venideras. Mientras tanto, el ejercicio de la virtud ciclista requerirá de la gaya ciencia, del saber poético de aquellos descendientes de los santos, cruzados y creyentes tolosanos que se reunían en el Consistori del Gai Saber. No en vano, en el Tour muchas son las esperanzas, pero pocas las certezas.

Anteriormente en Culturamas:

El Tour como ficción 2025 (I). Teologías del Tour

La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez