«Le Tour toujours» rezaba uno de los lemas que, si no me falla la memoria, inundaban la cartelería promocional de la Grande Boucle hará como diez años, en los tiempos de la segunda victoria de Chris Froome, el Cid que no fue, ahora hundido año tras año en las profundidades del Sibiu Tour, modesta carrera ciclista que se celebra en Transilvania. Quizás, por primera vez desde el comienzo de este viaje en Lille, la frase asomase por la cabeza del gerifalte de los cruzados, el Rey Minero, el Perceval de Komenda, de aquel que ya había sentenciado la carrera muchos días antes en Montpellier con su prístino e implacable trovar, después de ofrecer un gran espectáculo en el circuito olímpico del Sagrado Corazón y cruzar la línea de meta de los Campos Elíseos. Porque hasta la aventura por Montmartre, en la que fue derrotado por Wout van Aert, el rostro y las palabras del corredor esloveno reflejaron un hastío inusitado en todo un maillot amarillo, como si se hubiera cansado, repentinamente, de la última cruzada, del hecho de haber constatado que cualquier otra teología, cualquier otro dogma, cualquier otra forma de entender el ciclismo, no tenía razón de ser y, por tanto, como si de repente el camino rumbo a París hubiera carecido de sentido alguno.
Y, sin embargo, entre la lluvia parisina, Tadej Pogačar obtuvo su cuarto triunfo en el Tour de Francia, lo que le sitúa en la antesala del panteón conformado por Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault y Miguel Induráin, pero también a las puertas del infierno ficcionalizado de Lance Armstrong, al que, de manera bastante absurda y cómica, los comentaristas televisivos, salvo un ocurrente Perico Delgado, insisten en borrar del recuerdo ciclista. A lo mejor el cansancio de Pogačar surge del problema de las series, señalado por mi compañero Luis en la crónica anterior, semejante al de la iteración y al de la falta de novedad. Pese a ello, el gran inconveniente de su pique con Jonas Vingegaard es que nunca ha sido un enfrentamiento que colme las expectativas, ya que, diera quien diera los golpes, siempre hemos asistido a una tentativa, a un conato y a un simulacro, tal y como dejamos por escrito cuando el agravio de Combloux. Esta idea puede causar cierto desconcierto entre nuestros lectores, pero, como tantas otras cosas, depende de la perspectiva adoptada: desde el punto de vista diacrónico, estamos en la quinta cruzada, con los sarracenos y los cristianos disputándose, siglo tras siglo, Jerusalén: quien acuda a los libros de historia apreciará que las batallas entre Pogačar y Vingegaard se desarrollaron a lo largo del tiempo sin interrupción, siempre citándose en los Alpes, en los Pirineos y en el Macizo Central, siempre acompañándose el uno al otro en el podio. Desde el caprichoso punto de vista de la sincronía, diferentes fueron las razones que implicaron a Andrés II de Hungría en la quinta cruzada; a Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en la sexta; y a Luis IX de Francia, el rey santo, en la séptima: aunque era por la fe, no en todos los casos fue «solo» por la fe. Al considerar el fenómeno en su aspecto estático, las escaramuzas entre el Macías danés y el Odiseo tintinesco deberían ser descritas como unas contiendas poco emocionantes, pues el guion ha ido admitiendo pocas o, más bien, ninguna variante: el aplastamiento del antagonista ha sido la regla común, de ahí que el aficionado haya quedado a lo largo de estos cinco años permanentemente insatisfecho al serle arrebatado el clímax anhelado, el vibrante enfrentamiento final. Por ello, aún cabría presumir que la apatía de Pogačar se deba a que es consciente del papel que juega en el establecimiento de una alternancia quieta, de un marco narrativo contrario a los sobresaltos y refractario a la adrenalina de la incertidumbre, de un turnismo ciclista que haría las delicias de las oligarquías de la Restauración Borbónica. Pudiera darse la sorpresa de que detrás de tanta revolución y revolvimiento se escondiera un hombre del sistema que, en definitiva, sea el que ha propiciado que la última semana del Tour haya languidecido en cuanto al argumento cardinal, que no era otro que la guerra por el maillot amarillo.
No deja de ser paradójico que, ahora que vuelve a ser el presidente del gobierno, tras el par de años de oposición al Visma, la felicidad de Pogačar parezca residir en aquellos eventos en los que, sin cortapisas, puede ser salvaje y sentimental: el paraíso son las clásicas, cualquier carrera de un día que le echen por delante, donde solo existe el aquí y el ahora. Por analogía, cada vez que convierte la clasificación general de una gran vuelta en el pasto hollado por el caballo de Atila, la lucha por una victoria de etapa debería ser el elemento que revitalizase su carácter aguerrido y juguetón, la que debería favorecer la eficacia de su trovar sin dobleces ni juegos impenetrables. Así ocurrió el año pasado por partida doble, en el Giro y en el Tour, pero este no, quién sabe si por un resfriado, una crisis existencial o un aviso a navegantes. Pogačar, reconvertido en el Sonatino, dejó que la tercera semana pasase mientras se le escapaban los suspiros «de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color», al observar cómo, libres de su yugo, los aventureros como Valentin Paret-Peintre ―el menudo escalador cuyo apellido podría figurar en el palmarés del Tour de antes de la Segunda Guerra Mundial―, Ben O’Connor ―un ciclista que de forma incomprensible suele ser minusvalorado, a pesar de que atesore un gran olfato para dar el golpe en el momento certero, como si saliera de una película protagonizada por Robert Redford y Paul Newman― y Thymen Arensman ―el escalador holandés que, al igual que Spinoza, parece usar la razón para alcanzar la libertad y la intuición para conocer a Dios― llevaban sus empresas a buen puerto. Algo había sucedido con el Sonatino, algo que tal vez marcase la última cruzada y que no solo tuviese que ver con el esfuerzo que los ciclistas mantienen al luchar entre ellos y contra sí mismos, sino también con las tornadizas dificultades de la ruta y de las circunstancias, factor básico a la hora de establecer los límites físicos y mentales que un corredor es capaz de resistir. Esta observación sobre la naturaleza del ciclismo y del ciclista, que hemos aplicado al clasicómano y sufrido vueltómano esloveno, procede de los comentarios que Émile Zola hizo en el mes de agosto de 1896 en el periódico Le Vélo a propósito de la utilidad y el interés de lo que los periodistas habían comenzado a denominar «roman cycliste» o «roman vélocipédique».
La alusión al padre del naturalismo literario y padrino del arte del velocípedo no es fruto del azar, pues a lo largo de este Tour nos hemos estado refiriendo al «Premio Émile Zola al ciclista más literario», premio que aspira a cobrar carta de naturaleza y erigirse en una distinción oficiosa que satisfaga tanto las demandas del cada vez más exigente público deportivo-literario como las ambiciones de aquellos corredores que respondan al espíritu ficcionalizador que siempre ha definido al ciclismo profesional y, por ende, a estas crónicas. Zola, como atestigua la documentación hemerográfica francesa y española de la belle époque, llega a definirse como «ciclista», como «fervent cycliste», aunque él mismo confesara en 1893, en una entrevista al New York Herald que no era más que un «debutante»; es más, algunos de los periódicos y de las revistas del periodo, en especial aquellos especializados en el nuevo y pujante deporte como Le Vélo: journal quotidienne de vélocipédie o Paris-vélo, se hicieron eco de la «conversión de Zola a la bicicleta». El curioso puede encontrarse descripciones en las que los reporteros se regocijan ante el espectáculo que suponía la visión del gabinete de trabajo del maestro, lleno de bocinas, cadenas y pedales, e incluso de fotografías de los primeros campeones: «Ma maison est organisée cycliquement comme vous avez pu en juger. C’est une tranche de la vie vélocipédique que je veux servir á mes lecteurs».
No menos curiosas son las representaciones que se hacen del novelista, pues en muchas de ellas se refleja su afán por mantenerse al día de todo lo que estuviera relacionado con la actividad y con el vehículo; así es posible tener conocimiento de su emoción por las andanzas de Edmond Jacquelin, ciclista extremadamente célebre gracias a sus triunfos en el campeonato del mundo de velocidad; de su contento por el placer que le granjeaban los paseos sobre dos ruedas y de su contrariedad al conocer el proyecto del gobierno para imponer un gravamen ciclista: «toute entrave mise a la libre expansion du cyclisme est una faute sociale». Zola también tuvo que lidiar con los peligros viales, pues, como se indica en una crónica de Paris-Velo del 27 de abril de 1897, sufrió un atropello. El gran narrador le confiesa al periodista que ha de ensimismarse menos, porque las consecuencias podrían haber sido fatales: «Mais, tout de même, j’ai de la chance. Et désormais, dans la rue, je serais plus prudent, moins distrait. C’est un miracle que je sois en vie, à l’heure présente, ou tout au moins en état de causer avec vous. C’est un miracle!». A pesar de que Zola no creía en los milagros, aspecto que se desprende de la trama de Lourdes (1894), novela que formó parte del ciclo de «las tres ciudades», el hecho de que viviera hasta 1902 nos permite fantasear con uno de los proyectos que tuvo en mente, pero que no pudo llevar a cabo de la forma en que fue anunciado. Nos referimos, obviamente, a la escritura del «roman vélocipédique». Durante el verano de 1896 el maestro reconoció que aún no se había decidido a escribir dicho tipo de novela, aunque no rechazaba de plano dicha posibilidad: «Je ne dis pas que je ne m’attacherai pas à l’édification d’ un roman cycliste».
Seis días después de esta declaración ofrecida a Le Vélo, el 28 de agosto de 1896 el diario Gil Blas anunciaba a bombo y platillo el título de la nueva novela de Zola: «aprés la trilogie en cours, voila qu’Émile Zola annonce qu’il fera un roman sur la biclyclette [sic] […]. Le Cycle, tel sera le titre». Con bastante ironía, se comenta que el tema por fin recibiría un tratamiento y una extensión adecuada, en torno a las 500 páginas, y que el «roman vélocipédique» debe configurarse a partir de un trabajo muy bien documentado: solo así la realidad es susceptible de ser percibida, al plasmarse «el calor de la emoción inmediata». Este tipo de pieza literaria se basará, cómo no, en la observación: «[…] de la grande fenêtre d’atelier de son cabinet de travail il regarde avec pitié la bête humaine s’époumonner sur son ruban luisant de rails, et comme, à coté de la selle qui le berce sur les pavés des vieilles routes nationales, lui paraît insupportable la trépidation vertigineuse ressentie jadis sur la petite plataforme du mécanicien». En otros lugares, el propio Zola es el que abunda en ciertos detalles teóricos sobre el «roman vélocipédique». Ha de tenerse en cuenta que el ciclismo es contradictorio, pues en él conviven el atavismo y la revolución. Poco importa, ya que dicho proceso caracterizado por la mezcolanza, debería desembocar en un cambio de las costumbres modernas, lo que tendrá efectos sobre la noción de la belleza: lo que hoy se considera precioso, no lo será en el porvenir, y viceversa. A Zola esto no le preocupa ―«Moi je ne suis pas inquiet comme homme, et comme cycliste»―, ya que las nuevas generaciones ciclistas evolucionarán gracias al vigor, la valentía y el progresismo, de ahí que prevea el surgimiento de «races merveilleuses de pédaleurs».
En definitiva, muchas de las ideas sueltas del novelista francés podrían encajar con la psicología y el modo de proceder de Tadej Pogačar. Sin embargo, la tristeza que el Sonatino arrostró a lo largo de las últimas seis etapas no se debía ni a una huelga encubierta, ni a una sobrevenida enfermedad ni a un toque de atención por parte de las autoridades ciclistas, preocupadas y compungidas por la limpieza del deporte, sino al hecho de no haber recibido el primer premio Émile Zola, pese a poseer las credenciales necesarias para hacerse acreedor de tamaña dignidad. Pero, por fortuna, la derrota se convirtió en otra cosa: en la subida a Montmartre, en el momento en que Van Aert le dejó de rueda o tal vez cuando alzó el brazo en señal de victoria, el rictus de Pogačar se transmutó. Volvía el contento, volvía el aquí y el ahora. Porque cuando el ciclismo es consciente de su propia ficcionalización, sus protagonistas, miembros de «l’ immense famille des pédaleurs», sienten un sentimiento de camadería, simpatía y fraternidad, como ya dejó apuntado el maestro en aquella reveladora interviú titulada «Le “vélo” chez Zola». A la luz del «roman vélocipédique», el semblante del Sonatino se iluminó, sus piernas se elevaron por encima de nuestras conjeturas y entonces, empapado y conocedor de la función social de aquellas historias fingidas y verdaderas, quizás se impregnase de las palabras que mucho tiempo atrás, en 1903, escribió Henri Desgrange, dos días antes del primer banderazo de salida de aquella carrera que se proponía recorrer todo un país: «Du geste large et puissant que Zola dans la Terre donne à son laboureur, L’Auto, journal d’idées et de action, va lancer á travers la France, aujourd’hui, ces inconscients et rudes semeurs d’energie que sont nos grands routiers professionnels». Desgrange vinculó la puesta en marcha de su extraña apuesta con un muy particular concepto de literatura; Pogacar, también.
Estoy convencido de que al Rey Sol, al Rey Minero, al Sonatino se le vendría a la cabeza lo que el autor del ciclo de los Rougon-Macquart, en su casa de Médan, le expuso a Maurice Guillemot, colaborador de Paris-Vélo, poco después de confesarle que todos los días agarraba su bicicleta para hacer etapas de 40 o 50 kilómetros: que los ciclistas se dividen en dos categorías, aquellos que pueden montar en bicicleta y a los que, por eso mismo, les encanta; y aquellos que, por una razón u otra, no pueden hacerlo y se alejan y se burlan del ciclismo. Sin duda, Pogačar pertenece a la primera estirpe. De ahí que, tras cruzar la línea de meta de la última cruzada, por fin pudiera liberarse del hastío de quien se sabe inserto no solo en la historia del Tour de Francia, sino dentro de la historia del ciclismo y del deporte, y que, pese a no obtener el «Premio Émile Zola al ciclista más literario de la carrera», recuperara aquel lema que, a buen seguro, como tantos y tantos aficionados, tuvo que conocer en los anuncios de lo que se ha configurado como la más ficcionalizada de las canciones trovadas, como el mayor de los «romans vélocipédiques»: «Le Tour toujours».
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El Tour como ficción 2025 (I). Teologías del Tour
La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez



¡Qué texto tan poético! Pogačar es un genio, pero esa melancolía en la última semana me rompió el corazón. Ojalá lo veamos brillar con esa chispa en las clásicas.