Horacio Otheguy Riveira.
La quinta entrega de la serie, con el pie en la sexta y última, presenta a un Harry atribulado y sin amor -como en la cuarta-, así como con menos fogonazos de la infancia torturada: es un hombre que lucha malamente contra sus úlceras: entre cuidados e implacables golpes de alcohol ha de centrarse en un clima social violento que no se parece a ningún otro, portador de insólita crueldad.
Si en Muerte en Abril su narrativa a ratos se encasquillaba, tornándose demasiado densa, falta de ritmo, en este Mayo funesto encontramos todo lo contrario, ya que con un arranque muy intenso, la novela no para de crecer, bien nutrida de personajes que, de un modo u otro, entre la luz y la oscuridad rodean a un Harry cuyos lazos con la dura infancia se resisten a desaparecer, una vez que encuentra a su padre mendigando, alcoholizado como siempre, como aquel que le abandonó de niño, le entrega 5 libras (mucho en los 70) y lo ve correr hacia una licorería…
Lágrimas, sonrisas, pesadillas en mañanas con resaca, la vida intensa alrededor y en el interior de una ciudad escandalosamente dirigida por mafias que blanquean su capital en obras de caridad y un cura perverso, cínicamente integrado en la gran sociedad.
Sobre tal cuerda, tensa, temeraria, Harry McCoy tira de nobles recursos, mientras padece una crisis personal de mucho cuidado.

«Después de que tres mujeres y dos niños mueran en un incendio provocado, nadie en Glasgow respira tranquilo. Estamos en 1974, un año difícil en el que imperan la violencia, los secretos y las mafias. Los ánimos están crispados y la ciudad reclama un culpable. Cuando la policía detiene a tres jóvenes como sospechosos, la muchedumbre no quiere esperar a un juicio justo.
En el traslado hacia la cárcel, unos desconocidos asaltan el furgón policial y se llevan a los sospechosos. Al día siguiente, uno de ellos aparece en una céntrica calle. Acuciado por esa carrera contrarreloj, el detective Harry McCoy desoye los consejos de su médico y sale del hospital dispuesto a encontrar con vida a los dos jóvenes que siguen secuestrados y defender su derecho a ser juzgados en los tribunales. A su favor tiene la experiencia de toda una carrera como investigador; en contra, su precario estado de salud y la oposición de toda una ciudad que clama venganza».
¡Que los ahorquen!
«McCoy vio cómo el taxi de Murray enfilaba la calle Pitt, se recostó en la puerta y consiguió encenderse un cigarrillo. Seguía diciendo que estaba en plena forma, pero era mentira. Un par de días atrás, cuando salió del hospital, le dijeron que, como mínimo, tenía que hacer otro mes de reposo. Nada de trabajo, nada de estrés, nada de tabaco ni de alcohol. Pero ahí estaba, de vuelta al tajo y con un cigarrillo entre los dedos.
Durante las cuatro semanas que había estado ingresado en el hospital, casi se había vuelto loco de aburrimiento. La mera idea de pasar otras cuatro semanas mirando al techo de su habitación y comiendo bacalao hervido con puré de patatas superaba con creces lo que se veía capaz de soportar. Tanto si padecía una úlcera sangrante como si no, prefería arriesgarse.
Dio la impresión de que su estómago le había leído los pensamientos: empezó a gruñir. McCoy rebuscó en el bolsillo su frasco de Pepto-Bismol, pero no tardó en recordar que lo había dejado en el estante del cuarto de baño de su casa. Iba a tener que comprar uno nuevo. Se dirigió a la farmacia de la calle Bell. La lluvia arreciaba y las aceras empezaban a encharcarse. Notaba húmedo ya el calcetín izquierdo. Necesitaba zapatos nuevos. Necesitaba muchas cosas. Zapatos nuevos, un traje nuevo, un par de camisas.
Se refugió bajo la marquesina de la farmacia y les echó un vistazo a los estuches de talco de regalo y a los de sales de baño mientras se fumaba el cigarrillo. A decir verdad, se alegraba de que el incendio hubiera tenido lugar en la zona correspondiente a la comisaría de la calle Tobago, por muy inútiles que fueran. Se encontraba lo bastante bien como para llevar a cabo el trabajo diario, pero no estaba seguro de que su estómago aguantara el estrés que entrañaba un caso tan importante como aquel. Tiró el cigarrillo en un charco y entró en la farmacia.
Dos minutos más tarde, salió con una bolsa en la mano. Desenroscó el tapón del Pepto-Bismol y echó un trago. Le dio la impresión de ser poco menos que un borracho callejero bebiendo de una botella metida en una bolsa de papel marrón. Cuando el líquido calcáreo se deslizó por su garganta, McCoy hizo una mueca de desagrado. Estaba empezando a odiar el jodido mejunje anti-úlcera.
La furgoneta de la prisión debía de estar saliendo de los juzgados. La multitud volvía a armar alboroto. Murray tenía razón, el trámite al completo no debía de haber durado más de quince minutos. McCoy echó a andar por la calle Bell en dirección a la calle High y la parada de taxis.
Los gritos eran cada vez más fuertes y se volvió para mirar hacia los juzgados. Pudo ver cómo la furgoneta giraba hacia la calle Bell, con algunos rezagados corriendo detrás de ella y golpeando los laterales. También habían enfilado la calle High, el camino más rápido a Barlinnie. Al pasar a su lado, McCoy apreció una gran grieta en el parabrisas y entrevió fugazmente al conductor, de rostro pétreo. Siguió adelante hasta detenerse frente al semáforo al final de la calle.
El semáforo cambió a verde y McCoy observó cómo la furgoneta se ponía en marcha despacio. Tan solo había recorrido un par de metros cuando un camión a toda velocidad surgió de la nada e impactó contra uno de sus costados. Se oyó un estruendo impresionante, se generó una neblina de cristales rotos y, de repente, la furgoneta se elevó por los aires. Dio la impresión de que permanecía inmóvil durante un minuto, luego cayó de nuevo y derrapó sobre la calzada, haciendo saltar chispas con el roce hasta topar contra una farola. Quedó detenida en medio de una nube de polvo y gases del tubo de escape. Estaba tumbada de costado, con las ruedas girando sin parar.
McCoy se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Soltó aire y echó a correr. Delante de él, tres hombres saltaron de la cabina del camión, corrieron hacia la furgoneta y se encaramaron encima. Iban vestidos con monos de trabajo oscuros y pasamontañas. Dos de ellos llevaban palancas y el otro una cizalla. Tardaron un par de segundos en abrir la puerta trasera, tiraron de ella y desaparecieron en el interior de la furgoneta.
McCoy siguió corriendo. Tenía que encontrar una cabina telefónica o confiar en que alguno de los policías que estaban en la puerta del juzgado hubiese oído el estruendo y estuviera ya de camino. Un coche familiar de color negro se detuvo al lado de la furgoneta haciendo chirriar los neumáticos. El conductor salió, rodeó el automóvil y abrió todas las puertas. Les gritó a los hombres de la furgoneta que se dieran prisa. Un segundo después, uno de los hombres con mono oscuro salió por la parte de atrás, arrastrando a uno de los prisioneros, aturdido, con las manos todavía esposadas, y lo metió a empujones en el asiento trasero del coche familiar.»

Unos acontecimientos violentos que se suman a otros, como la muerte de una chica de 15 años, central en la trama, con Harry y sus compañeros en busca de sus abusadores y asesinos. [Óleo de Paul Delaroche, La joven mártir, 1855.]

Madrid. 16.05.2024. Alan Parks (Escocia, 1963)
Harry McCoy sabe que no será un policía de brillante carrera, se concentra en casos que afectan a personas marginadas, con infancias duras como la suya, en un barrio donde era muy difícil salir adelante y donde todos se conocían. Actúa más como detective privado que como policía y, como a mí al escribir, no le interesan los procedimientos policiales.

