Andrés Rodríguez Rodríguez.- Entender a un filósofo es siempre tarea ardua; comprenderlo en su propio tiempo lo es aún más, pues implica situarlo en su habitus, tomando prestado —aunque de manera algo laxa— el concepto de Pierre Bourdieu. Los filósofos, como los vinos, requieren un lento proceso de fermentación y maduración en la barrica del tiempo para desplegar plenamente su esencia. Me gusta trazar aquí un paralelismo con la sentencia de raíz evangélica: “Nadie es profeta en su tierra”, expresión que encontramos tanto en Lucas (Lc 4,24) como en Juan (Jn 4,44). Prefiero, para el propósito de este paralelo, el primero de los versículos, que dice literalmente: “En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.”

Conviene atender al inciso “ningún profeta es bien recibido”, pues no ser bien recibido puede significar tanto el ser acogido con una benevolencia desordenada —que confunde admiración con idolatría— como el ser rechazado de plano por incomprensión o prejuicio. Salvando las distancias, los filósofos comparten ese destino ambiguo: rara vez son bien recibidos en su tiempo. Su pensamiento, al irrumpir en el tejido de lo contemporáneo, suele producir o fascinación acrítica o rechazo inmediato. De ahí que sostenga que toda filosofía requiere de un intervalo de decantación, de una distancia temporal que permita discernir, con perspectiva, si su sentido se integra fecundamente en la tradición o si, por el contrario, se diluye como un producto efímero de su contexto.

El filósofo sobre el que deseo proyectar esta reflexión es Byung-Chul Han, pensador surcoreano recientemente galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Han goza de una popularidad inusitada en el público lector contemporáneo, especialmente entre lectores que —a mi juicio— lo interpretan con precipitación y un sentimentalismo impropio de la hermenéutica filosófica. Esta recepción afectiva, más estética que crítica, ha derivado en un empuje mediático que banaliza su pensamiento hasta convertirlo en una suerte de fraseología terapéutica, susceptible de legitimar ciertos esbozos posmodernos e incluso algunos postulados de la cultura woke. Se trata, podríamos decir, de un ejemplo paradigmático de mala recepción por exceso de benevolencia: el pensador es transformado en ídolo precisamente cuando se lo despoja de su rigor y se lo adapta al consumo cultural.

En el otro extremo se hallan quienes, con prudencia o desconfianza, observan el fenómeno Han con sospecha y lo ponen “en cuarentena” intelectual hasta que la fiebre pase. Entre ellos encontramos detractores que le reprochan, desde distintos ángulos, su falta de densidad filosófica o su ambigüedad metodológica.
Entre las críticas más comunes se señalan su imprecisión conceptual, su dependencia excesiva de Heidegger y Foucault, la ausencia de un desarrollo sistemático de sus nociones, así como su tendencia a la metaforización poética en detrimento de la argumentación filosófica. Se le acusa también de ofrecer una visión unívocamente negativa de la modernidad, carente de esperanza o de alternativa antropológica; de elaborar una crítica cultural sin teoría del sujeto ni propuesta ética, y de mantener un horizonte inmanentista y nostálgico, donde la trascendencia se reduce a una melancolía estética. Desde el pensamiento cristiano y humanista se le reprocha, además, su ausencia de una metafísica de la persona, su silencio ante la cuestión del mal moral y su confinamiento de la espiritualidad al ámbito de la interioridad psicológica. (Este conjunto de objeciones, más o menos legítimas, configura el marco en el que debe situarse cualquier lectura filosófica seria de Han).

Es precisamente por ello que considero necesario intentar entender —y entender-se en— el mundo que Han diagnostica, sin tomar su palabra como dogma ni descartarla como ideología. Han no es profeta, pero denuncia con intuición certera ciertas patologías de la cultura contemporánea que merecen ser oídas, o al menos leídas con atención, no para que sus tesis se ajusten a nuestros esquemas cosmovisionales, sino para que, al contrastarlas, podamos construir puentes de pensamiento entre el diagnóstico y la tradición.

Con ese propósito, me serviré en lo que sigue de la crítica formulada por José Luis Trullo en su reciente artículo: Han no bebe cicuta —un texto representativo de la lectura escéptica que Han suscita en ciertos círculos humanistas—, tomando dicho escrito como punto de partida hermenéutico y propedéutico. No se trata, por tanto, de refutar a Trullo ad hominem, sino de examinar, con la mayor fidelidad conceptual posible, hasta qué punto las objeciones que formula nacen de un malentendido filosófico —una lectura más filológica que filosófica—, y qué luces puede arrojar esta controversia para una comprensión más cabal del pensamiento de Han.

En consecuencia, abordar a Byung-Chul Han desde una perspectiva estrictamente filosófica exige un ajuste hermenéutico: no basta con atender al efecto de sus palabras en el público, ni con evaluar el tono de sus diagnósticos culturales, sino que es preciso determinar el estatuto ontológico y epistemológico de su discurso. ¿Habla Han como filósofo —esto es, como aquel que indaga las condiciones de posibilidad del sentido— o como moralista cultural que denuncia los síntomas de una época? Esta distinción no es menor, pues de ella depende tanto la validez como el alcance de sus intuiciones. En lo que sigue intentaré, por tanto, leer a Han en clave filosófica, restituyendo la dimensión ontológica y antropológica que su pensamiento presupone, aunque no siempre explicite, y mostrando cómo una lectura técnicamente fundada permite reconciliar su diagnóstico del presente con una visión humanista y teológicamente abierta del hombre.

I. EL MALENTENDIDO COMO SÍNTOMA

La recepción de Byung-Chul Han en estos tiempos ofrece un fenómeno digno de examen filosófico: como se ha dicho rara vez un autor contemporáneo ha suscitado tanta adhesión afectiva y, a la vez, tanta desconfianza intelectual. Su prosa aforística y su diagnóstico cultural —centrado en la noción de “sociedad del cansancio”— parecen, a primera vista, más próximos a la sociología moral que a la filosofía de fundamento. Tal impresión se refuerza cuando algunos intérpretes, como José Luis Trullo, lo acusan de banalizar a los clásicos y de carecer del rigor propio del filósofo.

Sin embargo, la crítica de Trullo —por brillante en su estilo y bien intencionada en su celo humanista— adolece de un equívoco estructural: confunde el nivel filológico con el ontológico, y la exégesis literal con la hermenéutica fenomenológica. No se trata, pues, de defender a Han por simpatía, sino de aclarar el tipo de discurso en el que se mueve. Solo así podrá juzgarse con justicia su lugar en la tradición filosófica y discernirse qué parte de su diagnóstico merece ser asumida y cuál debe ser corregida desde una antropología más sólida, que recupere la verdad del alma y de la libertad humana.

II. SÓCRATES Y LA FUNCIÓN SIMBÓLICA DEL FILÓSOFO

Trullo reprocha a Han haber tergiversado el sentido de la Apología de Sócrates al presentarla como un diálogo y al generalizar la misión socrática en una definición del filosofar. En sentido filológico, el reproche es correcto: la Apología no es un diálogo, y la imagen del “tábano” describe una vocación personal, no una función universal. Pero Han no pretende hacer filología platónica; lo que propone es una lectura tipológica, una refiguración simbólica del ethos filosófico.

Cuando Han recuerda que el filósofo debe “irritar y despertar” a sus contemporáneos, no enuncia una doctrina histórica, sino una metáfora fenomenológica: el pensamiento como negatividad frente a la positividad social. En su estilo, heredero de Heidegger, la verdad del gesto socrático no reside en la literalidad del texto, sino en el modo de ser que encarna: la resistencia a la inercia del sentido común y la apertura al ser en su desocultamiento. Pedirle fidelidad filológica a esta operación hermenéutica es, en rigor, pedirle que no sea filósofo sino comentarista.

Han traduce, en clave contemporánea, el gesto del tábano como una ética del sobresalto en una civilización adormecida por la saturación informativa y la hipercomunicación. Su Sócrates no es el ateniense histórico, sino la figura del pensamiento que interrumpe. Y aunque ese desplazamiento analógico pueda inquietar al filólogo, tiene pleno sentido dentro de una tradición filosófica que, desde Nietzsche hasta Foucault, ha concebido la verdad como acontecimiento más que como sistema.

III. LA SOCIEDAD DEL RENDIMIENTO: UNA FENOMENOLOGÍA DEL CANSANCIO

El núcleo del pensamiento de Han —en obras como La sociedad del cansancio (2010) o La agonía del Eros (2012)— es una crítica de la estructura psíquica del sujeto contemporáneo. Frente al “hombre disciplinario” descrito por Foucault, Han observa el surgimiento de un sujeto autoexplotado: el individuo que ya no obedece a un amo externo, sino al mandato interior del rendimiento. Este tránsito, que él llama “neoliberal”, no designa un sistema económico en sentido técnico, sino un régimen de subjetivación.

Desde una perspectiva liberal, puede objetarse —con razón— que el uso del término “neoliberalismo” en Han es equívoco: no se refiere a una teoría del mercado ni a una doctrina de la libertad económica, sino a una forma de antropología implícita. Pero en ese equívoco se esconde también su intuición más fecunda: la advertencia de que la libertad, desligada de toda teleología, degenera en compulsión.

La tradición católica entiende que la libertad humana se ordena al bien y, por tanto, que el trabajo, la técnica y la economía solo adquieren sentido dentro de una estructura finalista. Han percibe —aunque sin formularlo en estos términos— la disolución de ese horizonte: el sujeto que trabaja ya no lo hace por un telos personal o comunitario, sino por mera autoafirmación productiva. De ahí la fatiga ontológica que diagnostica: un cansancio del alma, consecuencia de haber reducido la libertad a pura autorreferencia.

IV. EL OCIO Y LA CONTEMPLACIÓN: ENTRE EL OTIUM Y LA PASIVIDAD

Trullo, defensor del humanismo clásico, considera que Han exalta una vida contemplativa degenerada en comodidad, un retiro hedonista incompatible con el ejemplo socrático. Pero aquí se produce una nueva confusión. Han no propone la pasividad, sino la suspensión de la compulsión productiva; no el abandono del mundo, sino la reapertura del tiempo interior.

Cuando Han elogia el descanso, la fiesta o incluso la “siesta”, lo hace como imágenes del otium antiguo, entendido no como pereza, sino como condición del pensamiento y de la apertura al otro. En La sociedad del cansancio, Han escribe en el prólogo a la sexta edición: “Kafka se imagina aquí un cansancio curativo, un cansancio que no abre heridas, sino que las cierra. La herida se cerró de cansancio. Asimismo, el presente ensayo desemboca en la reflexión de un cansancio curativo. Tal cansancio no resulta de un rearme desenfrenado, sino de un amable desarme del Yo.” No se trata de un agotamiento físico, sino de una reconciliación interior que desarma al Yo y lo abre al descanso del espíritu.

Esto puede leerse, siguiendo la formulación literal de Aristóteles: “Y, claro, si el intelecto es cosa divina en comparación con el hombre, la vida conforme a éste será divina comparada con la vida humana. […] Para el hombre lo es la vida conforme al intelecto —ya que, en verdad, éste es, precisamente, el hombre—; luego esta vida será también la más feliz” (Ética a Nicómaco, X, 7 [1177b–1178a]).

El problema no es que Han reivindique el ocio, sino que no lo funda metafísicamente. Al carecer de una noción de alma o de bien trascendente, su “quietud” —más próxima a la Stille (silencio) y a la Gelassenheit (serenidad del dejar-ser) heideggeriana— se mantiene en el ámbito fenomenológico, como una suspensión del ruido ontológico, pero no alcanza el orden del espíritu. En Han, el reposo se aproxima a una calma del yo, no a una apertura del ser. Aristóteles llamaba scholē (σχολή) al ocio contemplativo, y la tradición cristiana tradujo esa disposición como hēsychía (συχία), la quietud del alma que se silencia para escuchar a Dios. En cambio, la Gelassenheit de Han —aunque intuya el valor del desasimiento— carece del horizonte teológico que convierte el silencio en oración. Es una serenidad sin trascendencia, un reposo sin participación. Frente a ello, el pensamiento cristiano, desde Tomás de Aquino, enseña que el descanso verdadero no es inactividad, sino participación en el orden del ser: requies in Deo. Si la Gelassenheit haniana se parece a la noche del alma, lo es solo en su superficie estética; a diferencia de la noche oscura de San Juan de la Cruz —en la que el alma se despoja para ser poseída por Dios—, la serenidad de Han es un despojo sin don, una noche sin aurora. En este sentido, percibe la necesidad del descanso, pero no su finalidad trascendente. Su error no es afirmar el ocio, sino privarlo de telos.

V. CRÍTICA DEL CAPITALISMO O NOSTALGIA DE LA TRASCENDENCIA

Uno de los puntos más discutidos en Han es su constante alusión al “capitalismo tardío” como causa de las patologías contemporáneas. Trullo advierte que esa denuncia es superficial y acomodaticia, y no le falta razón: Han no distingue entre las estructuras económicas de la modernidad y las mutaciones espirituales que acompañan al nihilismo. Pero el núcleo de su crítica no es económico, sino ontológico: lo que denuncia no es el mercado, sino la conversión del ser humano en un mero recurso.

En este sentido, su pensamiento puede releerse desde la tradición cristiana como una nostalgia secular de la trascendencia. Donde él habla de “agotamiento de la negatividad” o “pérdida del Eros”, puede leerse la huella de la pérdida del alma. En La agonía del Eros, Han escribe: “El sujeto narcisista-depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. […] El sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo.” La frase, tomada literalmente, podría parecer retórica; interpretada teológicamente, describe el vaciamiento espiritual de una cultura que ha sustituido la gracia por la eficiencia.

Desde una filosofía liberal, es legítimo disentir de su juicio sobre el capitalismo, pues el mercado libre, en su esencia, no es idolatría del rendimiento, sino espacio de cooperación y libertad responsable. Pero la advertencia de Han apunta a una deformación real: cuando la economía se absolutiza y se desvincula del bien común, deja de ser medio y se convierte en ídolo. En esto, su crítica coincide con la doctrina social de la Iglesia: la libertad económica necesita del fundamento moral que la oriente hacia el bien.

VI. SÓCRATES, EL DIOS Y LA MISIÓN DEL FILÓSOFO

Trullo recuerda que Sócrates no actuó por elección personal, sino por obediencia al daimon, y que su fidelidad a ese mandato le costó la vida. La comparación con Han, dice, pone de relieve la distancia entre un auténtico maestro y un intelectual acomodado. Pero esta lectura olvida que Han no se presenta como héroe moral, sino como intérprete de un estado del espíritu. Su discurso no pretende emular el gesto de Sócrates, sino mostrar que en nuestra época ese gesto se ha vuelto casi imposible: que el ágora se ha disuelto en la pantalla y que el diálogo se ha transformado en flujo de información.

Han no abdica del compromiso con la verdad; simplemente constata su eclipse. Por eso su propuesta del silencio no es cobardía, sino resistencia pasiva ante el ruido ontológico. En La expulsión de lo distinto (2022), Han advierte que “de la sociedad actual es característica la eliminación de toda negatividad. Todo se pulimenta y satina. […] la expulsión de la negatividad de lo distinto acarrea un proceso de autodestrucción”. El silencio que reclama es, en este sentido, una forma de oración laica: una tentativa de recuperar el espacio interior donde el ser pueda aún hablar.

Si Trullo viera en este gesto no una renuncia sino una nostalgia, comprendería que Han —aun sin saberlo— está más cerca del espíritu socrático de lo que parece. Porque también Sócrates, antes que moralista, fue un testigo del silencio del dios: interrogaba para que el logos divino pudiera hacerse oír.

VII. FENOMENOLOGÍA DEL MALESTAR Y METAFÍSICA DE LA PERSONA

El contraste entre Han y Trullo revela dos modos de entender la filosofía. En Han, predomina la fenomenología del malestar: una descripción de los síntomas espirituales de la modernidad tardía. En Trullo, la metafísica de la persona: la defensa de la virtud, del alma y de la comunidad como fundamentos del orden humano. Ambos, sin embargo, se necesitan mutuamente: el primero diagnostica el vacío, el segundo recuerda su plenitud olvidada.

La filosofía cristiana clásica —de Agustín a Tomás— enseñó que el alma es imagen de Dios y que su inquietud (inquietum est cor nostrum donec requiescat in te) nace del deseo de retorno al principio. Han describe esa inquietud bajo la forma del cansancio, pero no alcanza a comprender su causa trascendente. Su pensamiento es, en última instancia, una fenomenología sin teología. Y sin teología, la fenomenología se convierte en elegía.

Por ello, la tarea del filósofo contemporáneo no consiste en rechazar a Han, sino en superarlo dialécticamente: integrar su diagnóstico en una visión más alta del hombre. Allí donde él percibe fatiga, el pensamiento cristiano ve vocación frustrada; donde él habla de autoexplotación, la teología ve autonomía sin gracia. La curación del alma moderna no vendrá de negar el rendimiento, sino de reintegrarlo en la economía del bien: trabajar, crear y descansar in Deo, conforme a la medida del ser.

VIII. CONCLUSIÓN: PENSAR EL SER DEL ALMA

El debate entre Han y sus críticos no es, en el fondo, una disputa sobre citas o conceptos, sino sobre la posibilidad misma de una antropología metafísica en la era del rendimiento. Trullo tiene razón al defender la grandeza del alma y la nobleza del deber; Han acierta al mostrar la enfermedad de una libertad que ha perdido su fin. Ambos, sin saberlo, describen las dos mitades del mismo fenómeno: la nostalgia del alma en una civilización que ya no cree en ella.

Leer a Han en clave de Han exige, por tanto, no tanto imitar o adherirse su estilo como discernir su carencia, y las que le provocan de forma espuria. Su oscuridad no es un defecto retórico, sino el reflejo de un mundo que ha olvidado la luz del Logos. Su crítica al cansancio y al ruido podría leerse, desde la teología, como una forma secular de oración: el lamento de quien percibe el silencio de Dios y no sabe nombrarlo.

Desde un humanismo católico y liberal, la respuesta no es negar su diagnóstico, sino completarlo. La libertad no se sana negándola, sino orientándola; el descanso no se alcanza huyendo del mundo, sino restituyendo su sentido. Solo una filosofía que reconcilie ser, verdad y bien podrá restaurar la dignidad de la persona frente a la fatiga del rendimiento.

Así, el pensamiento de Han —pese a sus límites— puede servir de propedéutica: un umbral desde el cual el filósofo vuelva a preguntarse, con Sócrates, por el alma. Porque en un tiempo que ya no sabe qué significa descansar, pensar el ser del alma es el primer acto de resistencia, y quizá, también, el primer gesto de esperanza.