Mosquitos, de Lucas Oliveira

Por Luciana Carlopio

Lo que para cualquiera puede sonar como el simple zumbido de un mosquito para nosotros fue la señal que nos impulsó a huir de allí. El primer movimiento que hice fue mirar hacia abajo. Tenía la mochila abierta entre los pies, el cordón de las zapatillas desatado y el aire aun no tenía el espesor que se generaba por el gas lacrimógeno. Cuando Doris gritó “son balas de verdad”, me sorprendió que revoleara por el aire el canasto de pan relleno. Hacía más de dos meses que vendía en las marchas. Agotaba todo lo que hacía. Le salían ricos y de a poco nos iba pagando la plata del primer alquiler.

—¿Y vos quién sos? —grité cuando me apoyé de espaldas en el Fiat.
—Marcela —tenía un mechón de pelo que le tapaba media cara— ¿y vos?
Mi nombre es Miguel, pensé. Y quiero saber urgente dónde está Silvana.
—¿Dónde está Silvana?
—¿Quién es Silvana?

Silvana estaba detrás de Hugo, en el piso, desesperada porque lo quería mover y nuestro primo no abría los ojos. Giró para nuestra dirección y en el contacto visual, con su mirada, me contó que me había perdido, que tenía miedo, que la disculpara si le había dado prioridad a Hugo pero que ya estaba muerto y no sabía qué hacer.

—Mataron a Hugo… —la voz me salió finita pero Marcela pudo entender y me buscó los ojos para decirme con los suyos que ella no quería ser responsable por la muerte de Hugo pero que estaba agradecida de estar viva gracias a mí y que contara con ella para buscar a Silvana. Porque esa mirada decía claramente que ahora sí sabía quién era Silvana.

Nos apoyamos de espaldas al Fiat y mientras yo me ataba los cordones, Marcela revisaba la mochila. El humo del gas lacrimógeno hormigueaba en la nariz y garganta. Se escuchaban tiros pero no voces. Los gemidos entrecortados, las pisadas, la chapa del Fiat chupando balas, las cachiporras golpeando el plástico, las botas, los cascos.

—Hay que ir a buscarla porque ella no va a venir.
Mi voz sonó firme esta vez pero mis ojos me delataron. No pude sostenerle la mirada a Marcela. Le busqué los labios pero me delataron mis manos temblorosas y las examiné mientras las giraba.

—Dale —me agarró por los dedos y los apretó. Marcela tenía las manos suaves, y las uñas largas, pintadas con calcio. Se quitó el mechón del ojo y asomó la cabeza por encima del Fiat. Imagino que hubiera sido capaz de encontrar la forma, distraer a los gendarmes mientras yo alzaba a Silvana, salir cada uno por un lado del Fiat y volver a encontrarnos detrás. Imagino que hubiera dicho algún chiste, “ah, era verdad que ibas y venías” mientras yo besaba las mejillas coloradas y calientes de Silvana, le preguntaba si estaba bien, la abrazaba y, por fin, las presentaba antes de salir corriendo.

Pero dos mosquitos zumbaron otra vez. Y el tercero picó en la mejilla de Marcela. Pestañeó sin remordimientos hasta que una lágrima se le escapó de un ojo. Y no pestañeó más. Se desplomó sobre la mochila con las piernas torcidas y la boca entreabierta. No pude estirarle mi mano que ya no temblaba.

Me paré y lo último que vi fue a Silvana estirándose hacia mí.

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Lucas Oliveira. Publicó un libro de cuentos, Papel, y uno de poesía, Poesía para Gerentes, ambos por la Editorial Funesiana de la cual es el editor. Actualmente viaja por Argentina fomentando la creación de proyectos editoriales similares. Publicó una nouvelle en la antología La fiesta de la narrativa (Una ventana ediciones) y participa de ciclos literarios leyendo en público sus textos. “Mosquitos” es parte de Pura sangre busca establo, libro aún inédito.

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