La gaviota (2018), de Michael Mayer – Crítica

 
Por José Luis Muñoz.
No es, ni será, la última vez que el extraordinario texto teatral de Anton Chejov será adaptado al cine, y no parece ser su director, el estadounidense Michael Mayer (Bethesda, 1960), con películas como Una casa en el fin del mundo y trabajos televisivos,  la mejor opción para llevar a cabo la adaptación del texto chejoviano.  En 1968 Sidney Lumet realizó una versión cinematográfica con un reparto de lujo: James Mason, Vanessa Redgrave y Simone Signoret. Directores como Douglas Sirk, Laurence Olivier, Nikita Mikhalkov, Louis Malle y Anthony Hopkins, entre otros, se han atrevido con los textos del extraordinario escritor ruso sin que ninguna de las adaptaciones hayan superado a los originales y ni tan siquiera hayan sido películas notables que uno recuerde en su subconsciente. Faltaría quizá que James Ivory se lanzara a ello, pero el exquisito director estadounidense de Lo que queda del día o Regreso a Howards End anda desaparecido desde que perdió a su inseparable productor Ismail Merchant.
En una lujosa dacha alejada de Moscú se reúne la vanidosa actriz de teatro Irina Arkadina (Anette Bening) con su hermano enfermo Sorin (Brian Dennehy), un ex ministro de justicia al que le hubiera gustado ser escritor y haberse casado.  La pareja de Irina, el afamado escritor Boris Trigorin (Corey Stoll), que la acompaña,  se prenda de la joven Nina (Saoirse Ronan), una aspirante a actriz de la que está locamente enamorado el hijo de Irina, Konstantin (Billy Howle), un escritor en ciernes que ahora tendrá un doble motivo para odiar a Boris. En dos jornadas, distantes entre ellas unos cuantos años, el drama sentimental y vital que envuelve a todos los personajes se habrá cocido a fuego lento hasta producir estallidos trágicos en esa dacha apartada.
La gaviota pivota sobre frustraciones sentimentales y artísticas.  El talento literario del joven Konstantin siempre es menospreciado por su madre glamurosa, principalmente en esa representación teatral amateur al aire libre de la que se burla, del mismo modo que  Nina nunca conseguirá emular la excelencia interpretativa de Irina y su carrera artística será un fracaso. En el complejo mundo de los sentimientos, los amores equivocados que a Boris Trigorin no le afectan, son poco más que el capricho de un hombre maduro prendado de la juventud e inocencia de su amante, para el apasionado Konstantin son una tragedia sin vuelta atrás porque Nina, pasados los años, sigue enamorada del escritor afamado.
Habría que alabar a Michael Mayer que consigue en todo momento que nos olvidemos del origen teatral de su película (un servidor tiene fobia al teatro filmado, hasta al Otelo de Orson Welles al que contrapongo Campanadas a medianoche)  gracias un montaje ágil, y reprocharle que su realización sea tan plana, sin altibajos, como convencional hasta el punto de no hacer vibrar al espectador en ningún instante. Tampoco el director de fotografía Matthew J. Lloyd está a la altura de una historia de época (color e imagen son definitivamente apagados) y la banda sonora de Nilo Muhly y Anton Sanko es anodina. En el haber de la película es gozoso contemplar y oír a Annette Bening, Brian Dennehy y Corey Stoll, muy por encima del resto del reparto, ya que alguno de los personajes, como el de Masha (Elisabeth Moss), sea perfectamente  prescindible,  no aporta nada a la historia.
Anton Chejov sigue sin tener suerte.
 

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