Nostalgia de Dalí

Por David Torres.

 

Decía Cortázar que Dalí era un perfecto termómetro para saber si un conocido podría llegar alguna vez a la categoría de amigo. Si el tipo respondía algo del estilo “Es un gran pintor pero sus opiniones políticas…”, Cortázar inmediatamente sabía que no había nada que hacer. Si la respuesta era más o menos semejante a “Qué gran hijo de puta…”, entonces sentía que allí se había abierto una puerta.

 

Dalí es un personaje que resulta incómodo desde cualquier perspectiva, incluida la de cadáver. Siempre estuvo de moda denigrarlo por sus opiniones políticas, absurdas, malsonantes e intempestivas. También se cuestionó su talento como pintor; se decía que era un ilustrador visionario y poco más. Sus más furibundos detractores recurrían a las comparaciones con Picasso para denostarlo, aunque algunos admitieran que para encontrar un artista con un dominio del dibujo semejante, habría que remontarse a Miguel Ángel: dos ejemplos que no están nada mal para un pintor de segunda.

 

Pero lo que molesta de Dalí no son sus opiniones políticas ni su pintura espectacular ni su vulgar instinto de mercachifle, ni siquiera su pinta estrafalaria: lo que revienta de Dalí es el propio Dalí, su histrionismo, su extremismo, su esteticismo absolutos. Nada cabrea más a los filisteos. Cuando se declaraba monárquico, Dalí improvisaba un elogio de la sangre azul que se remontaba a Carlomagno. Si hacía profesión de fe, era más católico que el Papa. Para ensalzar a Franco, lo proclamaba santo. Esas hipérboles dalinianas que el interpelado declaraba rizándose el bigote, desmontaban el tinglado al más pintado. El monárquico, el católico o el fascista de turno se quedaban sin palabras ante aquel mamarracho inofensivo y aparatoso que llevaba sus pasiones por sombrero y encima parecía estar mofándose de ellas en sus propias barbas.

 

Cuando el actor principal de Un perro andaluz se suicidó poco después del rodaje, Dalí comentó sin el menor empacho que se había inmolado a su mayor gloria. Ni Freud ni Buñuel supieron muy bien qué hacer con él. El primero lo despidió de malos modos, harto de su paranoia de farándula, y al segundo le puso varias zancadillas más bien vergonzosas. Cuando quiso reparar el daño hecho y escribió a Buñuel en los años 60 para contarle el guión de una película, el genio de Calanda respondió con rencor: “Agua pasada no mueve molino”. Al expulsarlo del grupo surrealista, cuestionando su falta de fe comunista, Breton y sus acólitos alucinaron al ver a Dalí ponerse de rodillas en el suelo, proclamándose culpable y dándose golpes de pecho en un numerito digno de Juana de Arco. Al lado de aquel bufón imprevisible, Breton, Aragon y el resto del grupo surrealista parecían exactamente lo que eran: un comité de inquisición bolchevique.

 

Ablandaba relojes y mordisqueaba moscas. Creía que el centro del universo estaba en la estación de Perpignan y llevaba unos bigotes como antenas capilares para hablar con Dios. En sus cuadros, profetizó la guerra civil española con unas cuantas judías y era capaz de descomponer un rostro en átomos, pero del pincel siempre le brotaba el inconsciente en estado puro, es decir, una turbia alfarería de nubes y rocas mutando hacia señoras en pelotas. Pintó el fantasma múltiple de Lenin en un piano de cola y también los fantasmas nocturnos del sueño, la culpa y el sexo. Amaba sobre todas las cosas el aire cóncavo de las Meninas y el silencio exquisito de La encajera de Vermeer. Veía en un culo de mujer un cuerno de rinoceronte que era un falo que se sodomizaba a sí mismo. Le obsesionaba el Angelus de Millet y descubrió que el cuadro ocultaba la historia de un hijo muerto y que la postura de la mujer era la de la mantis religiosa antes de devorar al macho. Decía que era un loco que no estaba loco y aseguraba que no moriría nunca. En un mundo lleno de santos de cartón, de genios descafeinados y de caníbales vegetarianos, cuánto le echamos de menos.

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