Aviso a navegantes: habla Carlos Salem

 
Es una señal de alerta, sí. Una suerte de «agárrate que vienen curvas» en el mejor de los sentidos. Aprovecho las palabras de Carlos Salem, que ya no quiero guardar más, para anunciar que la semana que viene las crónicas llenarán el espacio de negro, de Semana y de aniversario. Abajo, el compañerismo del que no me canso de hablar y la «hermandad semanera». Gracias, Carlos.
 
 
Así da gusto perder
 
Por Carlos Salem
 
Hay gente que piensa que en los últimos cinco años, desde que comencé a publicar, he tenido mucha suerte y he ganado demasiados premios. Admito lo primero, aunque nunca sabré si lo merezco. En cuanto a lo segundo, acaso por la suerte antes mencionada, lo cierto es que en este tiempo he estado nominado para varios premios y he ganado unos cuantos. Y no es que uno se acostumbre o se sienta con derecho a ellos. Pero a mí, como a mi admirado Raúl Argemí, «no me gusta perder ni a la bolita» (en España léase «canicas»). 
Hay muchas clases de premios, pero para un escritor creo que los más importantes son los «profesionales», es decir los concedidos por tus propios compañeros o por lectores experimentados. Ojo, que no tengo nada en contra de los premios dotados con un pastón, señores del Planeta y similares (cualquier cosita, búsquenme en Facebook, atiendo a todas horas), pero en los premios profesionales no suele pesar el número (siempre dudoso) de ventas, ni el poder de la editorial en que publicas, ni la amistad con unos u otros jurados. Como me enseñó Paco Ignacio Taibo II hace un par de años cuando tuve que ser jurado del premio Dashiel Hammett, «todos somos mas o menos amigos, y los que no lo son, lo serán; uno vota con el corazón de lector y con la cabeza de escritor»,. 
Volviendo a lo de la suerte, mi quinta novela editada en España y la más reciente, Un jamón calibre 45, tuvo la fortuna de ser, hace escasas semanas, finalista de dos de esos premios que uno quiere ganas aunque sea una vez en la vida. 
Y si es más de una vez, mejor que mejor.
 
Por un lado el Premio Novelpol, concedido por la asociación de amigos de la novela negra, que ya gané en 2009 con Matar y guardar la ropa. Pero aunque digan que un rayo nunca cae dos veces en el mismo lugar, la esperanza es lo último que se pierde. (Y si no, que le pregunten a Rajoy sobre Aguirre). La lista de compañeros competidores era temible, como  suele serlo en estos casos, y la decisión del jurado recayó finalmente en El País de los ciegos, de Claudio Cerdán. Una novela de la que tuve acceso al original antes de que se publicara, y el gusto de escribir unas frases para la contra portada. Como decía antes, perder no me gusta ni a la bolita. Pero en este caso casi me alegré, porque además de ser un texto maduro y apasionante, en el que Claudio sigue y actualiza la senda de sus maestros, es un libro lleno de hallazgos y que servirá (reforzado por el NOVELPOL), para que se tenga más en cuenta a este joven autor que hace tiempo dejó atrás la categoría de amateur aventajado para demostrar, con su escritura, que es un profesional con todas las letras. Mucha atención a Cerdán, queda dicho.
 
 
El otro premio al que mi «jamón» era aspirante, es mi asignatura pendiente, el sueño de cualquier escritor de novela policial o aledaños en nuestra lengua. Me refiero al Dashiel Hammett que se entrega en la Semana Negra de Gijón. Ya en 2010 fui finalista con Pero sigo siendo el rey, y al repetirse el prodigio de la  nueva candidatura para la nueva novela (la competencia es tremenda), crucé los dedos durante semanas por si se producía el milagro. Y no saben ustedes lo difícil que es pillar un tercio de cerveza con los dedos cruzados. También aquí la selección era de las que echan para atrás. 
Finalmente, el premio fue para Las niñas perdidas, de Cristina Fallarás, mi querida colorada inconformista y aguerrida. Lo mismo que con la novela de Cerdán, había leído el original es sus primeras versiones y ya entonces detecté la fuerza y la rabia, pero sobre todo el manejo de las herramientas literarias con precisión de bisturí y tamaño de alfanje afilado.  En Las niñas perdidas, Fallarás  usa toda esa furia que la caracteriza, pero no permite que la emoción altere sus intenciones. Durísima pero necesaria, la novela habla de las miserias humanas que conviven con nosotros, y de un mundo sangriento y despiadado, paralelo al nuestro cotidiano y separado de él por unas pocas calles o a veces un delgado muro que la realidad puede romper a patadas cuando menos te lo esperas. 
Arriesgada como pocas, Cristina logra aquí, sin embargo, que ese riesgo sea el contrapeso ideal para su talento narrativo fuera de lo común, que no se reduce a los aspectos más llamativos de su discurso, ni mucho menos. Fallarás en estado puro e impuro, la seda envolviendo la navaja que corta el aliento. Y con todo, que nadie se asuste o tema encontrar un libro truculento. 
Es duro, como la vida misma. La que tenemos ahora o la que nos puede tocar dentro de tres ajustes económicos o un par de rescates. Y funciona tan bien que, pese a que la protagonista sea una detective mujer y embarazada, hasta un señor con pelo donde hay que tenerlo (en la cabeza no es indispensable, ya se sabe), llega a identificarse con ella. 
Y lo más importante, como lector, crea hábito. En este tiempo de adicciones, quien tenga mono de Fallarás después de leer Las niñas perdidas, puede calmarlo con esa breve obra maestra de la misma autora que es Últimos días en el puesto del Este, (ganadora también de un premio), aunque no se encuadre en el género negro. 
En resumen, que en estos días en que los lectores cuentan las monedas para llevarse a la playa (los que puedan ir, claro), algo bueno que leer, recomiendo tener en cuenta El País de los Ciegos, de Claudio Cerdán. y Las Niñas perdidas de Cristina Fallarás. Y si les da el presupuesto, también Un jamón calibre 45, coño, que por algo habrá estado como finalista en ambos premios.
 
Sirva este palabrerío para declarar que perder así, frente a compañeros de esta calidad, da gusto.
Pero  que no se acostumbren.
 

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