EL TURISTA, UNA MIRADA MÁS ALLÁ DEL ARRECIFE DE JUAN VILLORO.Una reflexión acerca del turismo

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

“La mejor forma de conocer el mundo es hacer amistad con el mundo. Existe una conexión entre nuestro destino personal y la presencia de miles de personas y cosas de cuya existencia no sabíamos o no sabemos nada y que pueden influir, de hecho influyen, del modo más asombroso, en nuestra vida y su desarrollo, de tal forma que, al menos por nuestro propio interés deberíamos esforzarnos en conocer no sólo lo que está aquí sino también lo que está allá, en algún lugar a gran distancia en nuestro planeta.»

                                                                                          Ryszard Kapuscinski

 

No hay metamorfosis más extraña que aquella de convertirse en turista; es una metamorfosis relativamente breve, suele concentrarse en el periodo estival, durante el cual estos extraños seres llamados turistas llenan las calles de las ciudades, vaciadas, al menos en apariencia, de sus habitantes habituales, muchos de los cuales deciden refugiarse en sus barrios, en aquellas zonas de la ciudad todavía ajenas al interés de este temporal conciudadano.

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Decía el escritor que el poeta decía que viajar es perder países, pero en realidad, y siendo bastante más prosaica, viajar es convertirse en turista. Nadie admite ser turista, nadie admite que se convierte en turista cuando cruza los límites de su propia ciudad, pero tampoco nadie puede definirse viajero, porque en el siglo XX ya no quedan viajeros. El viaje de formación, lejos de ser una realidad, se ha convertido en un género literario, hablar de este tipo de viajes equivale a hablar de Lord Byron, de Stendhal o de Goethe y de sus obras; el último gran viajero fue Ryszard Kapuscinski y antes de él, desde Marco Polo hasta James Bruce, pasando por Jeanne Barret, la primera mujer en circunavegar la Tierra. El siglo XX y, sobre todo, el siglo XXI son los siglos del turista, son pocos los países que están libres de producir este tipo de individuo que, aburrido de su propio país al que, paradoxalmente, no deja de añorar a lo largo de sus días de ausencia, decide partir hacia otros destinos. Para Julio Camba no había nada más odioso que el turismo y, aunque considerara poco correcto “aplaudir a esos parisienses que apedrean por xenofobia a los turistas”, no podía sino definirlos como un “animal inclasificable”. Sin embargo, para Camba, que por entonces vivía en Paris, no todo el mundo era  turista, solamente lo eran el inglés o el norteamericano, “un español o un italiano”, decía el escritor gallego, “un ruso o un alemán no son nunca enteramente turistas”, pues el auténtico turista, el inglés y el norteamericano, es aquel que, “después de haber hecho completamente inhabitable su país en fuerza de leyes moralizadoras”, junto con otros compatriotas, ·”se va por el mundo”. Ahora, Inglaterra y Estados Unidos han dejado der ser, almenos así los consideraba Camba, la patria del turista, el español, el italiano, el alemán…todos parecen haber caído frente la fascinación del turismo, una gran empresa en la que el turista es solamente una pieza, la última pieza, de una gran infraestructura donde el objetivo no es mostrar el mundo, sino hacer de dicha industria una industria rentable. “’¡Los hoteles abandonados son un espléndido negocio!”, afirma Mario, uno de los personajes de Arrecife, la última novela de Juan Villoro, quien, de forma brillante, denuncia el gran mercado del turismo, esa gran empresa que, como confiesa el propio Mario, “es la mejor forma de lavar dinero”. Y, en este perfecto engranaje, se insertan los turistas que, como bien decía Camba, no buscan “ver cómo es el mundo”, sino “ver cómo son en él” sus propios compatriotas.

El resort La Pirámide de Villoro es un paraíso tan artificial como el París descrito por Hemingway quien, con la mirada de alguien que, sin ser parisino, ha vivido demasiado tiempo en la capital francesa para ser definido como turista, observa, con mayor indulgencia que Camba, ese “París artificial y febril fabricado para obtener grandes beneficios”. Los beneficios de Mario provenían de ofrecer al turista europeo una alternativa a su vida monótona, sin sorpresa, su resort no ofrece el clásico relax, sus clientes quieren ver y experimentar “algo que no hayan visto los demás”; La Palmera se convierte así en el lugar donde el turista europeo encuentra el México más negro, aquel descrito en las crónicas periódisticas: “cuerpos mutilados, rostros rociados de ácido, cabezas sueltas, una mujer desnuda colgada de un poste, pilas de cádaveres”. Éste el México que, en su día, denunció Bolaño en 2666 y que ahora los europeos, aburridos de la “pácifica” monotonía de sus países de origen, quieren experimentar, no conocer. El turista, como el burgués escandalizado frente a la Olympia de Manet, no quiere cuestionarse su conciencia y, sin embargo, a diferencia del burgués de finales del XIX, quiere ver, quiere experimentar esa realidad mexicana que los periódicos relatan, pero la quiere experimentar desde la seguridad que sólo le puede garantizar el simulacro. “Aquí”, explica Mario refiriéndose al resort, “no necesitas ser un piloto de pruebas para sentir la adrenalina; alguien te puede secuestrar”, pues, Las Pirámide ofrecen la experiencia del riesgo, “un riesgo controlado”, un simulacro, pero que, en palabras de Mario, “te pone a temblar”. El riesgo convertido en espectáculo, “el tercer mundo existe para salvar del aburrimieto a los europeos”, afirma sin escrúpulos Marios; sus clientes viajan huyendo del aburrimiento, sus ansias no son las de conocer, sino las de experimentar para luego poder relatar. El turismo de La Palmera no es el turismo que, al contrario de los visitantes de la exposición de 1865, vuelven su mirada a otra parte, son aquellos que observan, pero observan el simulacro; el turismo de Arrecife es aquel que confunde la experiencia con la comprensión, experimentando el riesgo comprenderá, así lo cree o así lo quiere creer el turista, la realidad leída en una crónica periodística, pero, como en su día dijo Rudolf Arnheim, no debe confundirse el mundo generado por las sensaciones con el mundo generado por el pensamiento, pues así como ver no es lo mismo que entender, sostenía Arheim, experimentar y, sobre todo, experimetar a partir de un simulacro no es lo mismo que entender. Los turistas de Villoro permanecen en la ignorancia promovida por la ficción, por un Tercer mundo construido para el turismo: México convertido en un parque temático, en efecto, como advertía Kapuscinski en Los cinco sentidos del periodista, la miseria ha sido convertida en exotismo: “tiene el valor de un hecho curioso, una característica de determinados lugares, casi una atracción turística”. Como bien afirmaba Mario: “el país está jodido y esto nos beneficia”.

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El turista de Arrecife es el turista de la sobremodernidad, es el turista que viaja hacia un lugar cualquiera donde nada resulta nuevo, donde el paisaje le es tan conocido como también ajeno, pues nada hay de simbólico en La Pirámide, su construcción resulta arbitraria, está allí, en México, como podría estar en cualquier lugar. El turista ya ha estado allí, ya ha estado en un resort, ¿dónde? Ya no importa, porque La Pirámide, como cualquier otro resort, ya nada significa, es simplemente una construcción, un lugar en el que el turista permanece inerte, inmovilizado, incapaz de entablar cualquier tipo de relación con el paisaje externo, con el territorio más allá de los muros del resort y con aquellos que allí habitan. Las experiencias que allí se viven, esos simulacros organizados por Mario, son lo único que sitúan el resort en la realidad méxicana, es la ficción, la farsa de un secuestro lo que permite al turista entablar una fugaz, aunque pre-definida, relación con el exterior y con aquellos compatriotas que, como él, permanecen ajenos a ese territorio llamado México, del cual nunca se apropiarán. El viaje a La Pirámide es, en efecto, un viaje a ninguna parte, en la instalación hotelera no hay referencias al México que lo rodea, es una mera construcción donde tiempo, la historia, se ha detenido: no hay rastro de las tradiciones, del folclore que hacen de los lugares espacios habitables. La Pirámide es un no lugar, símbolo del neoliberalismo, el resort es simple funcionalidad: todo recorrido, toda actividad –se piense en las experiencias organizadas por Mario- están debidamente programados, el turista no puede sino seguir el itinerario que allí se le marca. Poco hay de diferente entre el resort de Arrecife y el supermercado parisino descrito por Marc Augé, donde el recorrido entre los anaqueles es, solo en apariencia, fruto de nuestra elección: como el resort, el supermercado es un lugar problemático, en los dos establecimientos, como bien se observa en la obra de Villoro, “se elaboran nuevas políticas comerciales que van en el sentido de las directivas gubernamentales o se oponen a ellas”. De la misma manera que Marc Augé se pregunta “¿Qué lugar más familiar podríamos frecuentar en una ciudad extranjera que uno de esos supermercados donde se encuentra, mezclado con el olor del dentífrico y de las frutas frescas, la posibilidad de comparar precios, niveles de vida y poder adquisitivo?”, se podría preguntar  “¿qué lugar más familiar podría encontrar el turista europeo a no ser el resort La Pirámide?

Viajar pierde su sentido, los países, lejos de perderse, se unifican, todo parece igual, una gran ficción, un gran simulacro en el que, más allá de las distintas geografías recorridas, el turista parece no poder salir; “hoy en día resulta imposible que existan ruinas”, se lamenta Augé, pues convertido todo en simulacro, la historia, la individualidad o, más precisamente, la idiosincracia de los espacios desaparece convirtiéndose en un museo inerte donde todo lo expuesto no sólo es siempre reconocible, es, ante todo, una gran ficción: viajar no es más que reecontrarse con “grabaciones, imágenes o imitaciones”. El turista nunca se reconocerá turista, siempre se definirá viajero, sin darse cuenta de que la cuestión ya no es tratar de escapar del tópico del turista, sinó volver hacer posible el viaje. Viajar se hace imposible, viajar se convierte en simple movilidad, en un mero desplazamiento geográfico-temporal caracterizado, sin embargo, por el inmovilismo; en la era de la movilidad, del intercambio, la uniformidad hace de cualquier lugar un único mismo lugar. La movilidad sobremoderna, así descrita por Augé, “responde en gran medida a la ideología del sistema de la globalización”, es decir, a la ideología de la apariencia que, como toda apariencia, esconde lo que de real y de ideosincrático tiene cada lugar. Mientras el burgués apartaba voluntariamente su mirada de la Olympia de Manet, el turista es aparentemente obligado a volver la mirada hacia lo global, hacia esa apariencia común que, como ya decía Arnheist, hace confundir el ver con el comprender y, por lo tanto, con el conocer.

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La pregunta acerca del turista, acerca de su rol, se vuelve imprescindible; preguntarse acerca de qué significa hacer turismo de qué significa hacer turismo es preguntarse acerca de la libertad de la mirada, la libertad, más allá de toda estructura paralizante, de dirigir la mirada para ver aquello que, en el caso de Arrecife, está más allá de La Pirámide. El paraíso artificial es siempre falso, momentáneo, ilusorio; ser turista, a diferencia de lo que decía Julio Camba, no es condenable y, además, requiere un aprendizaje. En esta época llamada sobremodernidad, será necesario aprender a desprenderse de las ataduras que el urbanismo masificador y, a la vez, despersonalizante impone a través de lugares atemporales y ageográficos, donde todo recorrido está previamente definido reduciendo, hasta el intento de su anulación, toda libre circulación y, por tanto, toda libre apropiación del espacio. Por tanto,  será necesario aprender a viajar. Y aprender a viajar no es más que aprender a observar, es decir, a conocer lo desconocido, a mirar a esa Olympia a pesar de que no deje de recordar al turista europero, “aquello que es y no quiere ser”. Abandonar el paraíso artificial es dejar de ser turista  para así convertirse en viajero, es decir, en alguien capaz de perder países:  para el nuevo viajero de lúcida mirada esos países ya no volverán a ser las aldeas globales en las que todo es artificialmente igual.

“Los libros de viaje son una impostura”, escribía Julio Camba en la introducción de Aventuras de una peseta,  porque el escritor, “el pobre escritor”, cuando viaja, “no ve más cosa que una: artículos”. Y, sin embargo, son precisamente los artículos, las crónicas de Hemigway, los trabajos periódisticos de Kapuscinski aquellos que pueden dar al turista una nueva mirada. Mientras que Juan Villoro alerta al turista, los textos de Camba, Hemingway y Kapuscinski vuelven a dar sentido al viaje, vuelven a hacer posible que el turista pueda llegar a definirse viajero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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