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El Yo en la literatura contemporánea (II)

Por Francisco Arbós

kafka 1“La única razón de una novela es descubrir lo que sólo una novela puede descubrir”, decía Hermann Broch. De una manera un tanto aristotélica, no cabe duda, pues trata de responder una pregunta tan oscura como cualquiera de las que solía formularse el filósofo estagirita: ¿qué es una novela en tanto novela? Milan Kundera recogió al vuelo aquella afirmación para ir un poco más allá. En su conferencia La herencia desprestigiada de Cervantes, ya mencionada en nuestro artículo anterior, afirmaba que la pasión de conocer se había adueñado de la novela para que escudriñara la vida concreta del hombre y la protegiera contra «el olvido del ser» –en el sentido Heideggeriano–, para que mantuviera «el mundo de la vida» bajo una «iluminación perpetua». Es decir, que la novela había sustituido a la Filosofía, desde la aparición del racionalismo, como única herramienta apta en la búsqueda del ser.

Franz Kafka (Praga, 1983 –  Kierling, 1924) sabía mucho de ese trayecto ineludible.  Trabajo durante casi quince años como empleado de seguros, primero en Assicurazione Generali, y luego en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Es decir, desde los 25 hasta casi el final de su vida, cuando sus problemas de salud le obligaron a solicitar innumerables permisos para recalar en diversos sanatorios del centro de Europa. Sin embargo, Kafka tuvo el coraje de convivir sin acritud junto a aquella caterva de medianías encajonadas en sus pupitres y lustradas con el perverso aceite de la cotidianidad sin mayor ambición que la de cumplir con sus obligaciones. En realidad, fue posiblemente su silencio, su incapacidad para revelarse frente a unas condiciones de vida que, evidentemente, le mantenían en un estado de permanente frustración, lo que acabó legándonos unas cuantas obras imprescindibles de la primera mitad del siglo XX, como La metamorfosis, El proceso o El castillo.

Cuenta la leyenda que Kafka escribió su primera obra maestra, La condena, en una sola noche –del 22 al 23 de septiembre de 1912–, y que la redacción de La metamorfosis (1915; Alianza Editorial, 1998*) le llevó tan solo dieciocho días, del 18 de noviembre diciembre al 6 de diciembre de ese mismo año. Es decir, que mientras sus compañeros de celda apenas soñaban una manera de evitar la repetición –pues la sociedad moderna nos demuestra constantemente que los suyo es repetir, conformarse con una vida tan gris e impenetrable como el acero–, él burlaba la muerte mediante su bolígrafo para convertir La metamorfosis en la obra maestra que se haya escrito en menor tiempo. Y no por eso, ni mucho menos, la que menor pathos contiene. Al contrario.

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas sí podía aguantar la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.

Gregorio Samsa es un voluntarioso viajante de comercio cuya única ambición es remitir con su trabajo una deuda contraída por su padre para liquidar la empresa familiar. El hecho de que el acreedor sea a la vez el superior de Samsa no hace más que recalcar una situación imposible, un callejón sin salida. Con tal voluntad de redención, el personaje más célebre de cuantos creara Kafka acepta una vida más que monótona, en la que debe cuidarse «de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte». Hasta que una mañana fría de invierno, al despertar para continuar pagando con su trabajo rutinario los errores de su anciano padre, y también la inoperancia de una madre y de una hermana sin mayores posibilidades, Gregorio Samsa se descubre convertido en una enorme cucaracha.

De esta historia se han escrito numerosas y muy diversas interpretaciones. Tal vez demasiadas. Por ello hay que andarse con mucho cuidado a la hora de evaluar la obra de Fafka. Javier Aparicio, por ejemplo, ha hablado en numerosas ocasiones de la «sobreinterpretación de unos textos que, por su ambigüedad semántica tanto como por su falta de apoyaturas espacio-temporales, invita a la especulación y a la defensa a ultranza de lecturas desaforadas, interpretaciones cautivas de tal o cual escuela crítica o devaneos y hermenéuticas que azuzan la imaginación más de la cuenta», tal y como afirma en Lecturas de ficción contemporánea. de Kafka a Ishiguro (Cátedra, 2008). Trataremos pues de ser flexibles.

«Los relatos de Kafka forman parte de los documentos más judíos de nuestros tiempo», afirmaba, por ejemplo, Max Brod, quien llegara a ser uno de sus amigos más cercanos. Como si hubiera identificado en la patente frustración mostrada por Kafka a través de su obra un germen de categoría religiosa, o el grito de desesperación de un hombre cuya pertenencia a una minoría parece cortarle las alas, o cuanto menos mantenerlo en una perpetua desubicación. Si atendemos a la realidad de la comunidad judía en la Praga de principios del siglo XX, tal vez esa interpretación nos parezca acertada. Los judíos residentes en la Bohemia no solo practicaban una liturgia distinta, sino que además se comunicaban entre ellos mediante el idioma del Emperador austro-húngaro, el alemán. De tal manera que los checos ostentaban dos motivos para rechazarlos: uno cultural, y otro religioso. Y los judíos, en lugar de mimetizarse con su entorno, habían escogido refugiarse en ese idioma imperial como manera de atesorar cierta grandeza. Incluso el yiddish, su lengua natural, era apartado de las aulas de enseñanza.

kafka 2Sin embargo, no parece que Kafka poseyera una temerosa alma judía, o al menos no en el sentido en que lo hacía su padre, por ejemplo. En realidad, lo culpa a él de esa carencia, pues le parece que su manera de rendir culto era meramente formal, casi fantasmal, y que en semejantes circunstancias difícilmente iba a recibir una buena educación judía. En esta actitud se identifica uno de los rasgos más notables del autor de La metamorfosis: era incapaz de comprometerse con algo que no comprendiera o sintiera plenamente. En una carta a su prometida Felice Bauer, Kafka saca a colación ese artículo de Brod, y otro mediante el cual un crítico alemán lo equipara con los Maestros Cantores –ni más ni menos– para destacar su estilo «profundamente alemán» y arcaizante. «Por lo demás, tú podrías decirme quién soy», confiesa a Felice inmediatamente antes de revelarle las dos críticas. Y Marthe Robert, una de las mayores especialistas en Kafka, supo ver en esa frase el quid de la cuestión.

Él no sabe quién es. Solo sabe que, no pudiendo optar por ninguna de las dos monturas de las que supuestamente dispone, ni montar correctamente juntos el caballo judío y el caballo alemán, tiene que permanecer a ras de tierra o bien quedar incesantemente desarzonado.

Así se expresa en Franz Kafka o la soledad (1979; Fondo de Cultura Económica, 1982), en un capítulo dedicado a “el mal de la identidad” en Kafka. «¿Quién soy? Toda su obra empieza y termina con esa pregunta informulada», afirma con mucha lucidez.

(La pregunta) no sólo se dirige a Max Brod y a Felice, sino, más allá de los allegados que debían meditarlo, a todos los lectores y los críticos que, desde que existe la exégesis de su obra, son proclives a zanjar su caso imposible según las normas de un orden cualquiera de pensamiento. Aunque se le considere como teólogo, como filósofo, o incluso como teórico de la literatura, el hecho es que Kafka nunca está allí donde los conceptos pretenden fijarlo; jamás coincide enteramente con la imagen que nos formamos de sus intereses y de sus fines.

De ahí que La metamorfosis nos parezca el relato de un hombre que, de acuerdo con lo que afirmaba Kundera sobre la novela contemporánea, buscaba con denuedo la sustancia de su ser. En él identificamos alguno de los síntomas más perversos de su mal. Por ejemplo, la evidente imposibilidad de comunicarse con el resto del mundo, sobre todo con su padre. O el inevitable aislamiento a que ha de verse sometido necesariamente un ser cuya identidad es tan desconocida para él como para sus más cercanos allegados.

La madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y decía: –Grete, cierra esa puerta. Y Gregorio hallábase de nuevo sumido en la oscuridad, mientras, en la habitación contigua, las mujeres confundían sus lágrimas, o se quedaban mirando fijamente a la mesa, con los ojos secos.

O el egoísmo de un padre, el de Samsa, cuya afecto paternal se basa en aspectos puramente materiales: si ese hijo al que con tanto esfuerzo ha criado no es capaz de procurarle una respetable vejez, entonces tampoco merece ningún tipo de consideración por su parte. Kafka debía verse a sí mismo como un objeto inanimado cuya supervivencia dependía completamente de su habilidad para vestirse con los ropajes de la convencionalidad, para fundir su identidad con la de cualquier coetáneo menos ambicioso. En otras palabras, que para sobrevivir en ese contexto tan agresor debía renunciar a lo único que podía salvar su alma, esa pregunta que tantas veces le formulara a Felice: ¿quién soy?

De este modo, el único intento de Gregor de salvar su existencia humana tiene para él una consecuencia funesta que es su destrucción. Gregor se convierte en culpable de su propio fin.

Esto lo dice Ángeles Camargo en su prólogo para la edición crítica de Cátedra (1994). Y lo hace refiriéndose a la escena del relato que mejor refleja esa necesidad funesta de conservar cierta identidad propia. Cuando su madre y su hermana casi han acabado de vaciar de muebles su habitación, para que circule a sus anchas por el suelo y por las paredes, Gregorio se lanza sobre un pequeño retrato colgado en una de ellas cuyo marco realizara él mismo con sus propias manos. De alguna manera, esa creación suya se convierte en el único nexo vivo entre su yo actual y su yo pasado, de manera que dejarlo escapar se le antoja como renunciar definitivamente a lo único que le queda de su identidad humana. Por supuesto, esta actitud defensiva acabará precipitando los acontecimientos.

Le vaciaban su cuarto, le quitaban cuanto él amaba (…), así fue como salió de repente de su escondrijo, caminando hasta cuatro veces la dirección de su marcha. Nos había en verdad a qué acudir primero. En esto, llamóle la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la dama envuelta en pieles. Trepó precipitadamente hasta allí, y agarróse al cristal, cuyo contacto calmó el ardor de su vientre. Al menos esta estampa que él tapaba ahora por completo, no se la quitarían.

O como diría el narrador de El proceso (1925), esa otra novela kafkiana en la que un funcionario se ve sometido a un proceso judicial sin que nadie sepa decirle por qué, «solo había sufrido la derrota porque había buscado la lucha». En ese caso es el peso de una justicia enigmática y arbitraria lo que oprime. En La metamorfosis lo es la anonimidad de una sociedad enferma.

el procesoFranz Kafka escribe esta breve historia desde su propia celda en la agencia de seguros, como si realmente se sintiera como un insecto impedido para llevar a cabo una vida más acorde con sus verdaderas necesidades vitales e intelectuales. Y en tan atrevido intento no sólo tiene el valor de enfrentar el único desenlace posible para una vida desubicada, sino que consigue además comprometer a quienes habrán de compartir penurias con él, como sus propios lectores. Kafka jamás estableció la menor orientación tendiente a determinar cuál pudieran ser las claves de su obra, y a tenor de las múltiple interpretaciones que de ella se han hecho queda claro que debemos encontrarlas desde nosotros mismos y hacia nosotros mismos. «Ya no nos hará falta recurrir (…) al poeta mismo, puesto que la obra lo es todo en sí misma. En el caso de Kafka la vida debe ser esclarecida a la luz de la obra, mientras que la obra puede prescindir del esclarecimiento que surge de la realidad biográfica», decía Martin Walser, el gran narrador alemán doctorado con una tesis sobre Kafka.

En este sentido, resulta inevitable –y desde luego completamente aceptable y honroso– interpretar La metamorfosis de Kafka a la luz de los acontecimientos más recientes. De alguna manera, y aunque fuera escrita hace casi cien años, nos obliga a mirarnos a nosotros mismos con no poca beligerancia, mientras regresamos a nuestras casa después de un arduo día de trabajo a bordo de nuestros coches. Y formularnos algunas preguntas que aún pudiendo parecer demagógicas, están ahí: ¿Quién no se ha visto alguna vez convertido en cucaracha? ¿Quién no se ha devanado los sesos para salir de una vida demasiado previsible y acerosa? ¿Quién no se ha sentido como un insecto inoperativo en una civilización cuyo exacerbado hipercolectivismo cultural crece de manera inversamente proporcional a la concreción de su identidad, o sentido como parte de un inmenso ejército de cucarachas, borregos, sardinas, hormigas, ñus, y cualquier otra especie del reino animal cuya voluntad esté sometida a los designios de la costumbre? Cualquiera de ellas empatizaría con una literatura concebida, según afirma Javier Aparicio a propósito de Kafka, Faulkner, Herbert Lawrence y Gide, «para preguntar y para advertir de la imposibilidad del individuo moderno de integrarse en una sociedad a la que cuestiona.»

Desde luego, queda claro que La metamorfosis es una de esas historias condenadas a la inmortalidad y cuya vigencia es especialmente notoria en la actualidad, por cuanto propone una pregunta ya esbozada en nuestro anterior artículo: «¿Cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada?»

 

*Primera edición en “Biblioteca de autor”.

 

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