Sergio del Molino a propósito de “Lo que a nadie le importa”, su último trabajo

«Mi abuelo y yo encontramos nuestro lugar en el mundo en la misma calle y entre rumores textiles parecidos, confirmando que son las mujeres quienes, desde su intuición de la intimidad, dan forma a la vida».

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Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino.

Conocí a Sergio del Molino (Madrid, 1979) leyendo su anterior libro, La hora violeta (2013), aquella confesión de amor de un padre hacia su hijo que me dejó sin palabras. Por la novela recibió el Premio Ojo Crítico de Narrativa 2013, concedido por Radio Nacional de España, y el Premio Tigre Juan 2013, entre otros, además de haber sido traducida a varios idiomas. Ahora retoma el género con Lo que a nadie le importa (Literatura Random House, 2014), una novela a medio camino entre la biografía familiar, la crónica social y la ficción que se mueve del pasado al presente para reflejar la historia de un hombre y un país gobernados durante mucho tiempo por el silencio.

Desde su debut literario, en 2009, ha publicado la colección de relatos Malas influencias, el ensayo literario Soldados en el jardín de la paz, y la que fue su primera novela No habrá más enemigo. Como periodista, fue reportero de prensa durante diez años y actualmente es colaborador asiduo de varios medios de comunicación.

Lo que a nadie le importa. Sergio del Molino. Literatura Random House, 2014. 256 páginas. 16,90 €

Lo que a nadie le importa cuenta la historia del abuelo del narrador, José Molina Bueno, un hombre en cuyo pasado quiere indagar y sobre cuya vida reflexionar. Molina es un hombre que conoció los horrores de la guerra sin que, después, nadie le diera una triste palmadita en señal de agradecimiento o, cuando menos, comprensión. Se pasó la vida luchando, primero como recluta y luego como dependiente en una tienda madrileña de El Corte Inglés. Lejos de ser un héroe, acabó por convertirse en uno de tantos supervivientes. De alguna manera, la vida de José Molina es la de tantos y tantos españoles cuyas historias no fueron ni siquiera escuchadas por sus nietos y que hoy, desgraciadamente, ya no están entre nosotros.

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P.- ¿Por qué vuelves a mirar hacia dentro, hacia ti mismo, hacia tu familia?

No tengo claro si yo elijo los temas o los temas me eligen a mí. Este es un libro que llevaba mucho tiempo queriendo escribir, pero creo que me faltaban oficio y años de vida. Fue precisamente mi libro anterior, La hora violeta, el que me dio la clave para enfrentarme a este material. Quien lea ambos, entenderá que este es consecuencia de aquel, que hay una lógica, quizá sutil, pero evidente, que lleva de uno a otro. Tras la introspección dolorosa de La hora violeta sentía que no podía mirar hacia otro lado que no fuera mi historia. La muerte de mi hijo marcó mi identidad de una forma tan radical que me he visto forzado a indagar en mis orígenes, en el tronco del que procedo, para tratar de entender qué he sido. Que en el camino haya encontrado otras cosas muy distintas e inesperadas, como la historia de mi país, es otra historia.

P.- ¿El mundo de la ficción se queda corto para un escritor como tú? ¿Está ya todo dicho a nivel literario?

Hombre, desde Homero hasta aquí da para decir muchas cosas. Hay quien piensa que ya está todo dicho, que quizá tras Shakespeare ya no hay nada que explorar. Incluso podríamos ser más restrictivos: no hay tema contemporáneo que no esté contenido ya en el teatro griego y romano. Pero la cuestión no es esa. La cuestión es que cada época necesita decir sus cosas a su forma. No nos vale lo que otros dijeron porque hablaban para otra gente. Incluso aunque tengan la capacidad de convertirse en clásicos y ser leídos hoy con pasión y asentimiento. En ese sentido, no sé si estamos viviendo un agotamiento de la ficción, pero es posible que mi generación, la que se hizo lectora a la sombra del Boom, la que aprendió literatura de la mano de autores que sublimaban la fabulación, esté reaccionando con un contraataque de primeras personas y apariencias de realidad. Yo no reniego completamente de la ficción. Simplemente, en este momento, no me sirve, es un estorbo para la literatura que quiero hacer. Las convenciones de la ficción estropearían mis textos. Pregúntame dentro de diez años, seguramente habré cambiado de opinión.

P.- José Molina en los años 20 y 30, durante la Guerra Civil, la posguerra, la estabilidad política… hasta la vejez en que se encuentra con el nieto. Te da tiempo a repasar la historia española del siglo pasado desde una perspectiva más personal.

Más que un repaso es un espionaje. No tengo la ingenuidad del narrador omnisciente, no aspiro a sobrevolar el país para levantar unos episodios nacionales. Mi aspiración es más modesta: espío desde el ojo de una cerradura, intuyo cosas, me pierdo en detalles… Lo que hace un cronista, vaya, mucho más que un historiador. Hay un puñado de intuiciones sobre lo que este país ha sido y es. Intuiciones que probablemente se crucen con las del lector. Lanzo una mirada sobre España, claro, pero una mirada literaria que pretende dialogar con otras miradas.

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Sergio del Molino.

P.- ¿Qué parte de ese periodo vital te costó más escribir, te resultó más duro a la hora de enfrentarlo?

Desde un punto de vista técnico, la guerra civil, porque es un episodio tan totalizador, tan avasallador y tan salvajemente rico en vetas literarias que cualquier narrador puede perderse fácilmente en él. Te fascina, te obsesiona, te dejas llevar por todas sus ramificaciones, y al final, acabas escribiendo otra maldita novela sobre la guerra civil. Me costó darle la dimensión adecuada. Importante, pero sin que devore la novela. Desde un punto de vista emocional, el final, la muerte de mi abuelo, fue lo más difícil, porque ahí es donde se articula finalmente esa conexión entre el protagonista y el narrador con la que he estado jugando durante todo el libro. Es quizá la parte donde más hay de mí, siendo que todo el libro es una parte de mí mismo.

P.- Silencio, olvido, injusticia, abandono, soledad… ¿Es lo que tocó vivir a muchos hombres y mujeres de la guerra?

A muchos, sí. No a todos. La guerra es buena para unos pocos, que se benefician de ella. Los aventureros, los inadaptados y los fanáticos tienen en la guerra su momento de gloria. Pero, para el resto, es un trauma del que nunca se recuperan. Incluidos los ganadores. Esa es la paradoja del personaje de José Molina: fue soldado de un ejército victorioso, pero se comportó como un derrotado, con silencio y vergüenza. Creo que es representativo de una parte importante de españoles que algunos, como Andrés Trapiello, han identificado como la “tercera España”. Yo no usaría esa etiqueta, que es ingeniosa y profunda, muy machadiana, porque da a entender que había una España indiferente a la suerte del país, casi nihilista, y no creo que fuera el caso. En esa tercera España podía caber gente con ideas políticas, pero muy incómodas con la idea de tener que expresarlas y tomar partido público. Creo que tiene más que ver con la libertad de hablar o callar, con no sentirse forzado a significarse, con el deseo absolutamente digno y legítimo de ser dejado en paz. Y eso, en una guerra, es imposible. La guerra rompe todos los márgenes, no deja espacio para nadie. De ahí el silencio y la humillación de muchos.

P.- Una historia personal que podría haber sido la de muchos españoles. ¿Debería recuperarse el concepto de memoria histórica? ¿O hay cosas que sería mejor olvidar (como José hace con los acontecimiento de la guerra)?

Es una cuestión complicada. Yo soy escritor, no político, y como tal me siento muy incómodo con la retórica oficial, porque es profundamente antiliteraria. Un relato oficial es siempre instrumental y, por tanto, tiende al mito. No hay naciones sin mitos. De hecho, una nación no es más que un conjunto articulado de mitos que sus habitantes creen o fingen creer. La memoria histórica tiene vocación de dominar los manuales de bachillerato, lo que acaba haciendo de ella una liturgia, una lección que entra para examen, un discurso vacío desconectado de su emoción primera. No hay más que visitar un campo de exterminio nazi un día entre semana para coincidir con una de las muchas visitas escolares. Hay que fijarse en cómo los alumnos se burlan de todo eso que los profesores les cuentan con veneración. Y es normal: está en la naturaleza del chaval ridiculizar aquello que le dicen que es grave, profanarlo. Al final, la tragedia del holocausto acaba convertida en una especie de misa o en una asignatura maría, y resulta muy difícil conectar con el sufrimiento de las víctimas. Yo no soy quién para decir si hay que recordar u olvidar. Sólo sé que la literatura trabaja en una clave muy distinta, que se mueve en las grietas de los mitos. Cuando sigue su corriente, se vacía de literatura y se convierte en retórica parlamentaria o rimas de himno oficial.

P.- ¿Qué queda del choque generacional entre abuelo y nieto narrador?

Más que choque yo lo percibo como un acoplamiento. Hay un reconocimiento del uno en el otro. Porque las relaciones entre abuelos y nietos no suelen ser conflictivas, como sí lo son las de padres e hijos. Yo lo percibo en mi hijo, y eso que es muy pequeño aún, pero se ve en la actitud de sus abuelos con él. Los abuelos sufren una catarsis con los nietos. De pronto, cuando ya lo creían todo vivido y todo sabido, cuando pensaban que no había nada nuevo por vivir, se les abre un mundo inesperado que les da otra identidad, otro punto de vista. Para quien lo sabe disfrutar, tiene que ser deslumbrante y bello. Y el nieto, conforme crece, va estableciendo una intimidad única y radical con sus abuelos, algo que está al margen de sus padres. Es una relación brutal, llena de energía eléctrica, hecha de cosas muy primarias, sin discursos ni poéticas elaboradas. Yo no me di cuenta de lo importante que había sido mi abuelo en mi vida hasta muchos años después. Y he tenido que escribir este libro para comprenderlo del todo.

P.- Siempre se ha dicho que la realidad supera a la ficción. ¿Es el caso de tu libro?

Esa frase es un tópico que presupone que hay una relación antagónica entre realidad y ficción, cuando en verdad son complementarias. Todos los relatos son ficciones desde el momento en el que tienen un narrador que selecciona, amplifica, omite y tergiversa. Aunque lo haga sin darse cuenta. Y viceversa: toda ficción literaria tiene un sustrato real, un componente biográfico que se puede explorar, aunque no siempre resulte evidente en una primera lectura.

P.- Tres escenarios en diferentes momentos y perspectivas: Zaragoza, Madrid y Bubierca. ¿La realidad de tres mundos y formas de vida radicalmente diferentes?

Tres paisajes que determinan a los personajes. La técnica tradicional de la novela, de la que los rusos fueron maestros, presenta el paisaje como una proyección del carácter de los personajes. La casa Usher es el ejemplo paradigmático: es un lugar tétrico porque está habitada por personajes tétricos que la han convertido en lo que es. Mi aproximación es la contraria: trato el paisaje como un personaje que interacciona con los personajes humanos. El paisaje, así, condiciona a sus habitantes, les transforma y moldea. José Molina cambia en cada paisaje, se le mete dentro, como un camaleón que se camufla en él. Es algo que me interesa mucho, la forma en que las ciudades nos hacen ser de una forma u otra.

P.- Supongo que coincides con los gustos literarios del narrador, ¿o no?

No necesariamente. Mi narrador es muy osado, dice cosas que a mí sólo se me ocurrirían en una sobremesa entre amigos, pero no en una entrevista o en foro público. El gusto literario, en cualquier caso, es algo tan cambiante, siempre en formación… Desconfío de la gente demasiado coherente. A la literatura le sobran militantes y le faltan amantes. El amante, a diferencia del militante, es indulgente y voluble. Por eso no me siento capaz de perorar sobre mis gustos, porque son plurales y varían de la mañana a la noche.

P.- Tras el éxito de La hora violeta, ¿qué se espera de la siguiente novela?

No lo sé. Siento que había cierta expectación, pero no alcanzo a adivinar en qué sentido. Yo creo que he escrito un libro que entenderán muy bien mis lectores anteriores, que sentirán como lógico, que sigue un camino de obra en marcha. Ojalá se sintonice su percepción y la mía.

P.- ¿Nuevos proyectos literarios a corto plazo?

Algo hay. Tengo muy avanzada la concepción del que espero que sea mi próximo libro, que espero sentarme a escribir este invierno, cuando ya no queden entrevistas por responder.

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Por Benito Garrido.

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