«El Cid»: Síndrome de «Al salir de clase»

Por Carlos Ortega Pardo.

Desde que de niño a punto estuviera de rallar el VHS que tenía mi padre con la paquidérmica versión de Anthony Mann (El Cid, 1961), la de Rodrigo Díaz de Vivar me ha parecido una de las figuras más sugestivas de nuestra historia, una fascinación que no decayó ni durante mis años de estudiante, cuando se nos hacía pasar por las horcas caudinas del manuscrito de Per Abbat en la modernización —es un decir— de Menéndez Pidal. Supongo que hoy se apañarán con la novelita de Pérez-Reverte, no seré yo quien juzgue la bondad o la maldad del cambio. 

En cualquier caso, el personaje me atrae en tanto manifestación de un zeitgeist cínico y brutal, maquiavélico avant la lettre, que las blanduras trobadorescas, los libros de caballerías y las mistificaciones románticas posteriores por poco no borraron del imaginario colectivo. La España de la época era un damero —o un sindiós— de reyezuelos enfrentados entre sí por razones mucho más prosaicas que la fe, el honor o aspiraciones nacionales absolutamente anacrónicas. Tamaña zapatiesta de alianzas líquidas, fronteras movedizas y parias sin saldar constituía un hábitat inmejorable para buscavidas y mercenarios con mucha baraka y pocos escrúpulos, caso del Cid y su mesnada.

Quizá a causa de ello no me dejé desanimar por los comentarios adversos que venía suscitando la serie que a las mocedades del (anti) héroe ha dedicado Amazon. No podía ser tan mala como decían. O si lo era —porque el audiovisual patrio no anda como para darle excesivos votos de confianza—, al menos gozaría de un presupuesto y, por ende, un diseño de producción lo bastante generosos como para adornarse con una recreación moderadamente veraz del dantesco siglo XI. Pues no, ni siquiera eso. Ejemplo palmario de la cutrez generalizada es ese horripilante render de una Zaragoza altomedieval con más cúpulas que el Estambul otomano. 

Con todo, sin duda lo más sangrante estriba en un guion bochornoso que hace de los personajes una pandilla mostrenca con las preocupaciones de un millennial sin batería: básicamente, piquis y salseo. Se trata de un mal común a buena parte del producto nacional y que —me van a perdonar el atrevimiento conceptual— he dado en llamar síndrome de Al salir de clase. Éste consiste en que, con independencia de las coordenadas espacio-temporales, los jóvenes protagonistas se van expresar y comportar como (post) adolescentes de botellón. Da igual que la esperanza de vida no pase de los 40 años porque en cualquier momento te pueden rebanar el gaznate, o violarte o achicharrarte. Que venga una hambruna o una peste, o se te lleve por delante un constipado porque faltan diez siglos para que se descubran los atibióticos. Jimena te ha dejado en visto y por ahí sí que no pasas. 

Tampoco el reparto se antoja acertado, empezando por el encargado de interpretar al célebre caballero castellano. De la estampa homérica de Charlton Heston se podía esperar que ganase batallas incluso después de muerto; en cambio, al palomo encarnado por Jaime Lorente no cabe sino desearle que se saque la ESO sin agotar el cupo de repeticiones. Por su parte, a Carlos Bardem me lo creo moviendo coca entre taifas, pero no conspirando para destronar al rey de León. Y de la comparación entre la apocada Lucía Guerrero y Sofia Loren, maggiorata por antonomasia, mejor ni hablamos. Sólo Alicia Sanz  se salva de la quema, y porque su Urraca atesora más vicio que una quedada de Lannisters.

En fin, presumo que sus responsables tenían en mente la realización de más temporadas. Mucho me temo que se van a quedar con las ganas. Y si no, si se les permite rodar otra entrega, ya tienen algo adelantado: peor no lo pueden hacer.

 

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