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‘Si la adelfa sobrevive al invierno’, de Stefan Popa

Si la adelfa sobrevive al invierno

Stefan Popa

Traducción de Catalina Ginard Féron

Armaenia

Madrid, 2021

437 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Un escritor puede inventarse una aldea, una región o una gran ciudad para narrar sus historias, para crear unas leyes ficticias que se gestan en su imaginación y consiguen ser coherentes en la del lector. Ahí está Macondo, Yoknapatwpha o la heroica ciudad que dormía la siesta. Pero existen los lugares y las gentes que en el otro relato, el de la realidad, han dejado de existir; es decir, existen las gentes ocultas, escondidas, remotas incluso en tiempos de Google Maps. Existen todavía, pues su posible caída en el olvido se anuncia temprana. Stefan Popa (Vleuten-DeMeern, 1989), un autor que conoce bien la zona de los Balcanes, se acerca a la zona donde confluyeron tantas culturas para hablarnos de los arrumanos. Se trata de un pueblo de pastores, una gente que se nos retrata como humilde y que convive con tantísimas otras personas de diverso origen. Al contario que en Macondo o Yoknapatawpha, el territorio donde habitan los arrumanos ha tenido una frontera demasiado permeable, ha sido presa de demasiadas codicias y ha sufrido cientos de conflictos, aunque muchos de ellos fueran de paso. Cuando uno lee acerca de los Balcanes, le resulta casi imposible obviar Un puente sobre el Drina, la obra de Ivo Andric que refleja las circunstancias de una región que siempre ha estado en las rutas de los conquistadores y las pretensiones de los imperios.

La historia de los Balcanes es semejante al ave Fénix, una historia de pueblos que se ven obligados a renacer, a reinventarse, a buscar su recodo en el que sobrevivir para poder crear una vida a partir de entonces. Este es el espíritu que sobrevuela en la novela: conseguir que exista lo que parecía desaparecido, recordar que a través del relato se recupera la identidad social, histórica y cultural, todo eso que, a veces sin que nos apetezca, contribuye a construirnos. Podríamos hablar de un relato cauterizante, si consideramos que el renacimiento del ave Fénix es también una cauterización. Consumidos casi hasta las cenizas, los arrumanos, que da la sensación de que los conflictos no les permitieron ser, se nos presentan vivos, pero con anuncio de muerte.

El protagonista de la novela es un profesor al que el médico le vaticina seis meses de vida a causa de un tumor cerebral. Y a lo largo de su existencia se ha visto obligado a reinventarse varias veces, como tras la temprana muerte de su madre, la de su mujer y la, más temprana aún, muerte de su hija. Su anhelo de vivir es templado, como si asistiera al mundo a modo de espectador y no de protagonista: “Ya nada importaba. La muerte de su madre había liberado a Pitu, la muerte de su mujer lo había aislado, la muerte de su hija le permitía destruirse”. Se trataría de una obra costumbrista si estuviéramos familiarizados con las costumbres. Pero no lo estamos. Tal vez sí con la secuencia que se alterna al relato del presente, que es la del padre en plena guerra. ¿De qué guerra se trata? A la hora de la verdad, no importa, pues la idea es saber que la guerra fue parte del pasado de todos los arrumanos, y de todos los pueblos que les acompañan. El lugar del que nos habla Popa se antoja al margen del tiempo, como si estuviera congelado desde hace cien años. Pero, de repente, los protagonistas hablan de Netflix o de los Pokémon. Y nos damos cuenta de que bien podría tratarse de gente con la que conviviríamos si no les estuviéramos dando la espalda. Y es entonces cuando la novela consigue el efecto buscado, que es el de considerar que no todo se ha perdido, que cabe resurgir, que el hecho de que exista el relato ya está haciendo brotar sangre de las cenizas.

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