Vae victis. Historia occidental de la infamia

José Luis Trullo.- «La historiografía será revisionista, o no será». Esta podría ser la divisa de todo buen historiador, aquel que se mide con los datos, los documentos y los testimonios de los hechos del pasado, aunque amenace sus predicciones, incluso sus más profundas convicciones. En dicha tesitura se tiene que haber encontrado Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, autor de Imperios de crueldad. La antigüedad clásica y la humanidad (Encuentro, 2022), una auténtica crónica occidental de la infamia en la cual pasa exhaustiva revista a las tropelías que jalonan algunos de los escenarios privilegiados de nuestra historia -Grecia, Roma, la Revolución Francesa y los totalitarismos del siglo XX- y pone en solfa la función letal que puede tener una recepción acrítica, incluso amoral de la tradición clásica.

En una jugosísima introducción, Rodríguez de la Peña nos advierte de que el suyo es un libro plagado de verdades incómodas, la principal de las cuales es la siguiente: «del mundo clásico nos han venido luces inspiradoras, pero también discursos legitimadores de la violencia imperialista», inspirando por igual «a genios artísticos e intelectuales y a genocidas». Este carácter «ambivalente» no ha sido óbice para que, ya desde el arranque del Renacimiento italiano -con un Petrarca literalmente ansioso de reeditar el Imperio Romano de la mano de un loco como Cola di Rienzo-, el mundo clásico haya merecido toda clase de cultos más o menos intelectualizados, basados la mayoría de las veces en visiones sesgadas, parciales e incluso directamente falsas. De hecho, escasean los memoriales que pongan sobre la mesa el altísimo precio que tuvieron que pagar los «perdedores» de las guerras helénicas, de las invasiones romanas o de la Revolución Francesa, prefiriéndose en cambio ponderar las aportaciones que supuestamente realizaron al avance de la humanidad… una dispensa que, por cierto, parece no querer concederse al legado cristiano, muchísimo menos cruento por más que quieran algunos hacernos creer lo contrario.

En este sentido, resulta pasmoso conocer -y aquí admito mi cuota de ignorancia pasiva- el carácter imperioso, cuando no directamente criminal respecto a otras ciudades helénicas, de la Atenas de Pericles, a la cual una historiografía acomodaticia ha querido colmar de todo tipo de parabienas. Sorprende menos recapitular el carácter violento e incluso cruel de la Roma republicana en su expansión por el Mediterráneo, con una operativa militar que iba mucho más allá de lo estrictamente necesario para lograr los objetivos propuestos, llegando a pisar el umbral del urbicidio sistemático, e incluso prácticamente el genocidio (caso de los judíos).

Los capítulos dedicados al Terror jacobino, a las guerras napoleónicas y al nazismo, con todo lujo de pormenores en materia de oprobio e inhumanidad, completan un panorama desalentador, por cuanto arrojan una luz cruda e implacable sobre el trasfondo de horror que ha acompañado a Occidente en sus calas más significativas, hasta el punto de que es lícito preguntarse si la mera contemplación de la magnificencia pasada no debería inducirnos a dar un paso atrás, y preguntarnos antes de rendirle nuestra admiración: «bien, ¿y el precio?». Porque, para un auténtico humanista, de poco sirve prosternarse ante la grandeza de una pirámide si conocemos y lamentamos el coste en vidas que supuso su construcción; ni es moralmente admisible proponer sin matices una restauración de los valores clásicos, haciendo abstracción de los estragos que supuso su aplicación para mujeres, niños, esclavos o prisioneros de guerra (y, en este ámbito, el acopio de materiales por parte de Rodríguez de la Peña resulta demoledor, obligándonos en más de una ocasión a abandonar temporalmente la lectura para no caer en el más desesperado abatimiento). Y es que, al final, nuestro interés por el pasado no puede limitarse a una recepción acrítica por estrictos motivos museológicos: desde una perspectiva hermenéutica, el diálogo entre las épocas posee una dimensión dialéctica y especular, de manera que lo que admitimos del legado de las generaciones pasadas debe traducirse y matizarse en términos axiológicos. Claro está que ello no supone desterrar de nuestro interés obras de arte, e incluso artistas cuyos valores no son los nuestros; pero de ahí a erigirlos a pautas a imitar (que es en el fondo el sentido que siempre ha tenido el término clásico: aquello digno de emulación) hay un trecho largo.

Se publica este libro en un momento sumamente oportuno, cuando la propia cultura occidental está siendo asaltada desde dentro por hordas de analfabetos funcionales (la mayoría, irónicamente, estudiantes universitarios y titulados con pocas luces) que quieren con una mano borrar de un plumazo –cancelar– lo que consideran un reguero de abusos y atropellos, mientras con la otra le acarician el lomo, con una indulgencia que raya en la complicidad, a la barbarie que estrella aviones contra rascacielos o decapita a personas reales por las calles.

En este contexto de batalla cultural, el humanismo, y sobre todo el humanismo de estirpe cristiana (que es el realmente amenazado), tiene las de perder en un plano material, pues no puede permitirse las licencias éticas de las ideologías violentas, pero no por ello ha de bajar los brazos y darse por vencido, pues los valores de la compasión y la piedad deben ser defendidos por encima de cualquier otra consideración. Un primer paso puede ser aportar datos para desmitificar períodos del pasado que se nos proponen a modo de ejemplos de excelencia, como realiza magistralmente Rodríguez de la Peña; pero otro, y el más importante, es no olvidar que, en un contexto de falso relativismo moral como el que nos anega, «resulta innegable que en todos los avances humanitarios de la historia se detecta una raíz religiosa, siendo la judeocristiana con mucho la más decisiva» (pág. 33). Y, con ello en mente, seguir escribiendo, leyendo y argumentando, sin dejar en ningún momento de recordar que, por muy remoto que nos parezca el otro, y bárbara la forma en que se conduce, no deja de ser «nuestro semejante, nuestro hermano».

 

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