Entrevista a Francisco Villar Cabeza

Morir antes del suicidio

Francisco Villar Cabeza

Editorial Herder

Barcelona 2022    234 páginas

 

ENTREVISTA A FRANCISCO VILLAR CABEZA

 

Por Íñigo Linaje

 

Los datos, en su aséptica verdad matemática, son una alarma aterradora. Sabemos el número exacto de mujeres asesinadas cada año por sus parejas. Sabemos el número exacto de muertes por accidentes de tráfico o de trabajo. Sabemos las cifras de los enfermos de cáncer que provoca, entre otras cosas, el consumo de tabaco. Pero no sabemos (o no queremos saber) la cantidad de personas que deciden dejar de vivir cada día en el mundo. En España -según datos oficiales- se quitan la vida cada año de 3.500 a 4.000 personas. (El registro no varía desde 2001). Los números se multiplican -lógicamente- hasta llegar a los 800.000 en todo el planeta.

Desde la noche de los tiempos, el suicidio ha sido un tabú para el ser humano, una realidad incómoda a ocultar a toda costa. Hay un estigma que asocia a las personas que dan ese paso a la desesperación y a la locura. Para algunos, ese paso es un signo de libertad y audacia; para la mayoría, una conducta salvajemente cobarde. En cualquiera de los casos, el miedo, la vergüenza y el sentimiento de culpa están estrechamente ligados a ese “gesto de suprema libertad” del que hablaba Alfonso Costafreda. Ante las posibles señales de alarma que podamos percibir en un semejante, el diálogo es fundamental -advierten los profesionales. Ser capaces de comunicar esa incertidumbre, de verbalizar esa pulsión terrible -algo inefable hasta que sufrimos una depresión o un revés vital- es la solución más eficaz para evitar un adiós definitivo.

Un diálogo constructivo, precisamente, es lo que plantea el psicólogo catalán Francisco Villar Cabeza en su ensayo Morir antes del suicidio (Editorial Herder), una obra que habla de la prevención de ese acto fatal en la adolescencia. Francisco Villar, psicólogo clínico especializado en esta problemática, es el responsable del Programa de Atención a la Conducta suicida del menor del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. Villar escribe en las primeras páginas de su libro una frase que sirve de punto de partida a esta conversación y que dice mucho -y certeramente- de esta lacra social: “Las personas que piensan en la muerte, lo que quieren matar es una forma de vivir, no matar la vida”.

 

-Dice en el prólogo de su libro que el suicidio es un problema de salud pública. ¿A qué edad puede romperse la salud mental de una persona para que en un momento determinado se vea impelida a morir?

Sí, efectivamente la OMS reconoce la muerte por suicidio como un problema de salud pública. Seguramente con esto pretende que entendamos que el suicidio supera con mucho las fronteras de la enfermedad mental. Por lo tanto, no hace falta que ésta se rompa para que se plantee el suicidio; en la mayoría de los casos, los adolescentes realizan estos intentos por sentirse desbordados por las exigencias del entorno o por la fragilidad percibida en ese entorno en su labor de acompañarlos en el tránsito hacia la adolescencia. Lamentablemente, algunos acaban pensando que lo mejor que pueden hacer por sus familias es desaparecer.

La salud mental de una persona puede empezar a deteriorarse desde el momento del nacimiento. Sin embargo, con la salud mental rota o no, ninguna persona piensa en suicidarse antes de tener adquirido el concepto de muerte. Es muy difícil hablar de suicidio antes de los 8 años. Por su parte, la OMS propone valorar la presencia de ideación de muerte a partir de los 10 años.

-La infancia y la adolescencia son dos periodos claves en la educación. ¿Qué tienen que cuidar los educadores y especialmente los padres para preservar a los jóvenes de inclinaciones peligrosas?

Dice Boris Cyrulnik que “lo que mejor protege a un niño es un pueblo. Lo que mejor teje sus vínculos es la calma de sus angustias y no la satisfacción de sus necesidades”. Lo que tienen que cuidar los educadores, los padres y los miembros de una comunidad es el escenario de desarrollo de esos niños. Es decir, protegerlos de las agresiones reales; primero identificándolas como tales, segundo poniendo medidas para limitar sus efectos perniciosos. Los educadores tienen que proponer escenarios de futuro esperanzadores, acordar unos valores y unos rituales que ofrezcan cierta sensación de certidumbre, de seguridad, que den sentido a la experiencia. Y recuperar algunos límites que ayuden al adolescente a transitar ese momento de desbordamiento interno, con una contención externa estructurada por los adultos que les rodean.

No estoy proponiendo un cambio de modelo social, ni atacar el modelo de la sociedad de consumo, pero, quizás, sí defendernos un poco, a nosotros y a nuestros adolescentes. Una sociedad de consumo necesita consumidores, y la condición esencial de un consumidor es la insatisfacción. Las empresas buscan detectar necesidades, pero, cada vez más, también crearlas, en una espiral que no se puede detener. Nadie puede estar satisfecho y conforme; si eso pasa de forma generalizada se para la rueda…

Las empresas utilizan la felicidad para arrojarla contra la cabeza de los ciudadanos, “haciéndonos conscientes” de que no somos felices, y seguidamente ofrecernos todos los objetos o servicios que nos permitirían “hacer justicia y darnos lo que merecemos: la felicidad”. Desconozco qué tipo de mecanismos se utilizan para hacer pensar a una persona que el número 11 de un determinado producto es una razón de felicidad. Y cómo consiguen que, solo seis meses después de la adquisición, ese mismo objeto le haga sentir vergüenza porque no tiene el número 12. Desconozco los mecanismos, pero muy nobles no parecen.

-Escribe: “Las personas que se suicidan actúan tomando esa decisión en respuesta a un desencadenante, pero no como consecuencia de ese desencadenante”. ¿Quiere decir que lo que debemos evitar es esa “gota” que colma el vaso de nuestra resistencia a la adversidad? Una determinación así suele estar provocada por muchos factores. ¿Cómo sabe una persona que se encuentra en una situación límite, y que esa situación puede poner en riesgo su vida? ¿En qué momento es consciente de ello?

Nadie se intenta suicidar porque ha discutido con sus padres. Nadie se intenta suicidar porque ha finalizado una relación sentimental. Nadie se intenta suicidar por suspender. En el proceso de suicidio se estima que hay un año de ideación de muerte antes de la primera tentativa. En mi experiencia, con más de mil acompañamientos en primera persona, siempre hay un proceso previo de suicidio, hay meses de valoración de la idea de muerte, de sensación de malestar, de no vinculación con el entorno.

-Si ya es difícil de por sí verbalizar la idea del suicidio ante familiares o amigos, la negación de esa señal de alarma por parte de estos es una piedra más en el muro de la incomprensión y la angustia. ¿Hasta qué punto es importante la ayuda de los demás en estos casos? ¿Resulta urgente ponerse en manos de un profesional o alguien no versado en estos asuntos puede ser suficiente? ¿El rechazo social es -en última instancia- el motivo que puede provocar el desenlace fatal?

Sí, es dificilísimo verbalizar la idea del suicidio; más para una madre o un padre, nunca podrán pensar en esa idea, es casi antinatural. La ayuda de los demás es fundamental: ofrecer un espacio de diálogo, sin crítica y sin juicio, un espacio de comprensión, de expresión del malestar, incluso de valoración de los motivos que pueden hacer pensar a una persona que su única alternativa es acabar con su vida, puede marcar el camino y el destino de una persona. La proximidad de un interlocutor solo puede entenderse como señal de que uno es importante para las personas de su entorno. No olvidemos que esto no va de los otros, pues eso no existe: los otros somos nosotros, la ayuda al otro es la ayuda a nosotros mismos.

Desde mi punto de vista, cuanto más versadas en estos asuntos estemos las personas, mejor podremos colaborar con la persona que sufre para cambiar el rumbo de la historia. El objetivo sería hacer cada vez menos urgente la colaboración de un profesional. Pero, a día de hoy, este objetivo no está conseguido, sigue siendo importante que un profesional profundice en la valoración de la conducta suicida y oriente adecuadamente a la persona en riesgo.

La aceptación social y la sensación de pertenencia están considerados como los principales factores protectores de la conducta suicida, de modo que su opuesto, el rechazo social, está totalmente vinculado con el desenlace fatal. Cuando hablamos de suicidio, no es suficiente con una oferta pasiva: “si necesitas algo, llámame…”. La persona en crisis no quiere molestar, no quiere cargar con sus cosas a su entorno, su tendencia natural es el aislamiento. Con una persona en crisis suicida hay que pasar a la acción. Si tu amigo te verbaliza sus deseos de acabar con su vida, yo siempre recomiendo pasarte de pesado las siguientes semanas. La idea de que está solo en el mundo y que a nadie importa se tiene que confrontar con la realidad de los hechos, no de las palabras.

 -Habla en su ensayo de inacción institucional, en contraste con otros planes como el que puso en marcha la Dirección General de Tráfico para reducir el número de accidentes de circulación. ¿Son comparables ambos casos? No es lo mismo sufrir un accidente de tráfico que decidir voluntariamente acabar con tu vida. No obstante, el Teléfono de la Esperanza instó hace poco al gobierno a llevar a cabo un Plan Nacional para la prevención del suicidio. ¿Le parece una medida suficiente? ¿Y efectiva?

El suicidio tiene diferencias con muchas otras realidades; para empezar, es la única muerte en la que la propia persona quiere morir. Eso lo diferencia de los accidentes de tráfico. Una persona muere en la carretera queriendo vivir, pero tomando una mala decisión, como puede ser coger una llamada o enviar un WhatsApp. La mala decisión en suicidio es el propio hecho de quitarse la vida. Además, tiene la complicación que es una muerte cuyo abordaje en los medios de comunicación, de no hacerse bien, acaba incrementando el problema en lugar de prevenirlo. Los aspectos comunes son que ambas están consideradas muertes evitables. Que el suicidio es una muerte evitable, se ha demostrado en otros países, y hay muchas intervenciones que se han demostrado eficaces para su prevención, pero en la práctica, la prevención del suicidio ha sido una cuestión pendiente en España.

No critico la inacción institucional. No me siento legitimado para decir tal cosa. Además, no creo que nadie haya eludido responsabilidades, no creo haya existido una dejadez malintencionada, pero sí creo que es el momento de actuar. El Teléfono de la esperanza si está legitimado a hablar, porque desde su propia creación no se queja desde la inacción, sino de la acción para mejorar la situación. Exactamente igual que las asociaciones de familiares, cada vez más numerosas y activas. Las cosas se cambian desde abajo, de este modo las instituciones sólo tienen que apoyar iniciativas que funcionan.

-Cioran decía que un no suicidio hace más que un suicidio. Es evidente, pero ¿tiene más posibilidades de reincidir en la tentación aquel que lo ha intentado una vez que quien no lo ha intentado nunca?

Cioran ha dejado un legado muy importante para la prevención del suicidio. En todas sus aproximaciones parece respetar y entender la desesperación que puede llevar a una persona a pensar en la propia muerte, en el suicidio, pero a su vez, siempre se mostraba crítico con la muerte por suicidio. Llegó a plantear que había momentos en que pensar en la muerte era la única forma que encontraba de seguir viviendo. Tenía la consideración de pesimista, pero él mismo decía que los pesimistas no se suicidan, que el suicidio es de optimistas, de optimistas que no pueden seguir siéndolo.

 

Suele decirse, parafraseando a Albert Camus, que el único problema filosófico realmente importante es el suicidio; es decir, saber si la vida merece la pena ser vivida o no. Suele decirse, también, que todas las personas, en un momento puntual de su vida, se hacen esa pregunta. Que es una señal de madurez.  Francisco Villar se hace eco en su libro de las palabras del pensador francés.  También de las obras de otros escritores. Emil Durkeim, por ejemplo, escribió en 1893 un somero análisis sociológico sobre el tema. Henry Roorda hizo lo propio -tiempo después- antes de autoinmolarse. El noruego Stig Dagerman publicó, en 1946, un estremecedor ensayo titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Hay una obra del pensador Ramón Andrés que rastrea el fenómeno desde la Antigüedad hasta nuestros días: Homo dolens.

-La muerte de Verónica Forqué suscitó una auténtica conmoción social hace unos meses. También una serie de reacciones públicas motivadas por la presión a la que era sometida en un programa de televisión. Hay muchos casos de este tipo a lo largo de la historia -usted cita los de Kurt Cobain y Robin Williams- vinculados al mundo de la cultura. ¿Podemos decir que la sensibilidad de ciertas personas (entre ellas músicos y escritores) las hace propensas a esa tentación?

Sinceramente, no. Lo que más abunda son los suicidios anónimos. La OMS dimensionaba la problemática en 2014 en 800.000 personas al año en el mundo, en el último informe -en 2021- la situaba en 700.000 muertos cada año. En España, el día de la muerte de Verónica Forqué, otras 10 personas anónimas se quitaron la vida como ella, y 11 el día siguiente de su muerte; otros 11 habían fallecido el día anterior.

El suicidio nos puede afectar a todos, en primera persona o a través de un amigo o familiar. El suicidio no tiene nada que ver con la sensibilidad y, por supuesto, no es ninguna tentación. El suicidio es un error, y el proceso de suicidio está relacionado, más que con la sensibilidad, con un estrechamiento de la atención, precisamente con una falta de sensibilidad y de creatividad, aunque estas sean de forma transitoria, con una dificultad de ver escenarios, de valorar las implicaciones de dicho acto. Ninguno de los adolescentes que he acompañado debía morir, ninguno de esos padres con los que he vibrado debían perder a sus hijos. Si la muerte voluntaria de alguien no es un error, no es un suicidio, porque todos los suicidios son un error, una catástrofe: es arrebatarle el futuro a una persona y una devastación para el entorno y para los supervivientes.

-Hace unas semanas, la decana del colegio de Psicólogos de Santa Cruz de Tenerife denunció públicamente que el teléfono que se puso en marcha el día 10 de mayo para prevenir el suicidio estaba derivando las llamadas a profesionales del gremio. Todo el mundo, evidentemente, no puede pagarse una consulta con un profesional. ¿Qué hacemos en estos casos?

Yo desconozco el modelo interno de gestión del teléfono de prevención del suicidio que se está haciendo en cada comunidad. Ni siquiera conozco en profundidad el modelo de implantación en Cataluña. Lo que sí puedo garantizar es que es un recurso imprescindible para la prevención del suicidio y ampliamente recomendado por la OMS y por todas las asociaciones profesionales a nivel internacional.

En Barcelona tenemos la experiencia de la puesta en marcha del Teléfono de Prevención del Suicidio (900 925 555), todavía activo. La casualidad quiso que se pusiera en marcha en un momento de especial sensibilidad, antes de la pandemia. Se hace difícil valorar objetivamente su impacto, y es una lástima, porque eso les puede dejar sin su merecido reconocimiento.

La cuestión es que el teléfono de prevención del ayuntamiento de Barcelona se creó a la vez que la Fundación Ayuda y Esperanza, impulsora del Teléfono de la Esperanza. Podríamos entenderlo como una iniciativa mixta de voluntarios y con soporte de la administración, un modelo de mucho éxito en otros países. Así, las personas que atienden al teléfono son todos voluntarios con largas horas de experiencia, pero, más importante que esto, todos pasan por una formación específica en prevención y tienen, en segunda línea, un equipo de profesionales expertos específicamente en suicidio para una supervisión continuada.

-Usted trabaja desde hace años en el Hospital San Joan de Déu de Barcelona. ¿Cómo es su día a día en la clínica? ¿De cuántos profesionales está formado su equipo?

Sí, este noviembre cumplo una década en el Hospital, y hace 9 años me pidieron que organizara el programa de atención a la conducta suicida en el menor. Era un programa en el que el hospital tenía mucho interés. En aquel momento tuve acceso al primer protocolo que se había redactado en el hospital en 1998, 25 años antes de la puesta en marcha del actual. San Joan de Déu es un hospital pediátrico que ofrece servicios asistenciales a una población de 1.3 millones de habitantes, con más de 100.000 urgencias al año.

Mi día a día consiste en atender a los pacientes ingresados por conducta suicida en el hospital. Llego por la mañana, me indican las habitaciones donde están los nuevos ingresos y empiezo a trabajar con ellos y sus familias. Trabajamos para entender y contextualizar el episodio del suicidio en la narrativa vital del menor, trabajar los motivos del adolescente para acabar con su vida, ofrecer esperanza y trabajar un plan de crisis con el adolescente y un plan de seguridad conjunto con la familia, del que forma parte la vinculación a un seguimiento en los casos que no lo había previamente.

-¿Cuál es el patrón psicológico que más se repite entre los pacientes que atiende?

Más que de patrones psicológicos, yo hablaría de procesos. Yo empecé a aproximarme al estudio del fenómeno de la conducta suicida intentando responder esa pregunta: ¿Qué tipo de adolescentes intentan acabar con su vida? Y después de acabar decepcionado por la poca capacidad predictiva de los factores de riesgo, y de cualquier combinación de ellos, me topé con un artículo muy interesante, referenciado en una de las revisiones que publicó la revista The Lancet en 2012, poco antes de enfrentar este reto.

En ese estudio se habla de tres procesos por los que un joven llega a la muerte por suicidio: 1) Adolescentes con problemas de larga evolución en diferentes áreas (fracaso escolar, problemas con iguales, relaciones familiares deterioradas, situaciones de abuso, violencia); 2) Adolescentes que realizan un intento en el contexto de un cuadro piscopatológico y 3) Adolescentes que realizan un intento sin formar parte de los dos grupos anteriores y cuyas dificultades han pasado desapercibidas. Pues bien, la mayoría de los jóvenes que nosotros atendíamos antes de la pandemia correspondían al primer grupo. La pandemia no ha hecho más que hacer todavía más grande ese grupo.

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