Serrat se despide de Madrid entre mentirijillas, emociones y “aquellas pequeñas cosas”

Por Mariano Velasco / Fotografías: Juan Carlos Castro.

Seguro resulta aventurado afirmar que sea la mejor canción de Joan Manuel Serrat. ¡Hay tantas y tan buenas…! Pero sí puede que estemos hablando de la más evocadora y emocionante. Desde luego, el público que acudimos el miércoles 14 de diciembre al Wizink Center a ver la supuestamente última actuación de Serrat en Madrid (ojalá que no lo sea) nos dejamos literalmente llevar por la emoción en muchos temas de su extenso y bien conocido repertorio, pero de manera muy especial al corear, incitados por el propio Serrat, la maravillosa y delicada “Aquellas pequeñas cosas”. Se devanan los sesos los poetas tratando de buscarle sinónimos más literarios al sustantivo “cosas”, al adjetivo “pequeñas” o al demostrativo “aquellas”, y resulta que a lo mejor no hay palabras más evocadoras que esta tres en el diccionario, porque tienen el inmenso poder de sugerirlo casi todo para que luego ya cada uno vaya, les añada la connotación que quiera, las guarde en el cajón o te acechen detrás de la puerta. Así de sencillo era. Solo Serrat – bueno, y Mariano Rajoy en sus crónicas futboleras del Mundial si se le coge el punto (“las cosas son como son”, “España ha hecho cosas muy buenas”, “Alemania es Alemania”) – es capaz de hacer de la sencillez una obra de arte.

Estaba socarrón y dicharachero el Nano en noche tan especial como era la de su despedida de Madrid, para él y para todos, todas y todes (jugó hasta con el lenguaje inclusivo), y se explayó hablándonos del valor de la ficción y las mentirijillas que transitan por sus canciones (“soy cantor, soy embustero”, nos advertía ya en “Mediterráneo”). De cómo sus personajes no son ni mentira ni verdad, sino que están hechos de ambas cosas, de mentiras construidas con retazos de realidad o, en el mejor de los casos, realidades creadas a golpe de mentiras. De que “la mujer que yo quiero” no se bañaba con agua bendita, sino con ginebra, y de que algunos de los entrañables personajes que deambularon por entre las gradas del Wizink, como Curro el Palmo y Merceditas, la del guardarropa del tablao del Lacio (qué bien y qué íntimo que sonó el romance con ese conmovedor “ay amor, sin ti no entiendo el despertar…”), ni siquiera habían existido salvo en su imaginación. O de que el abuelo del que nos habló cuando presentó “El carrusel del Furo”, que primero nos dijo que sí pero luego que no, no había tenido ni caballitos de nada, sino que todo fue un invento de aquel niño que un día fue. Como tantas y tantas historias inventadas para nuestro disfrute y nuestra felicidad a lo largo de la vida de este Creador con mayúsculas.

“Tuvieron su momento los poetas, se echó de menos a Benedetti, pero comparecieron los Machado y Hernández”.

Y nos contó también – interrumpiéndose los versos de “No hago otra cosa que pensar en ti” – que al final las canciones, las suyas de manera muy especial, son mucho más que una suma de música y letra. Que el material de que están hechas es, por encima de todo, el de las emociones. Y así nos pasa, que después de cincuenta años, los mortales por fin entendemos por qué este señor con el que hemos crecido, gozado, soñado, sufrido, amado, y, por desgracia, también envejecido, es un tipo sublime y universal al que adoramos y al que vamos a echar mucho pero que mucho de menos.

Fue la del miércoles una noche sin demasiadas sorpresas. No le hacían falta. Tal vez la única, que el concierto arrancara con la inesperada “Dale que dale”, de su segundo y menos conocido disco dedicado a Miguel Hernández, pero que a continuación tomó el rumbo lógico y esperado, el concierto digo, empezado por cuando aquel muchachito de Poble Sec “tenía diez años y un gato” (“Mi niñez”) y se subía al tordillo de madera (“El carrusel del Furo”). De ahí en adelante, toda una colección de temas únicos e irrepetibles que se veían venir en cuanto sonaron las primeras notas de la todavía hoy insuperable “Lucía” arrancando los primeros suspiros entre el público, que ya no pararon hasta que el concierto se cerró con la esperada, esta vez sí, “Fiesta”. Fiestón diría yo más bien entre semejante multitud y variopinto público, haciéndonos olvidar por un momento nuestro maestro de ceremonias “que cada uno es cada cual”.

Estuvo bien de voz Serrat. A ver… no es el de hace 30 años (ni ninguno de los que estábamos allí tampoco), pero mantiene su personalísima dicción, aunque alargue menos su característica afinación trémula. Sufre más en las composiciones de ritmo acelerado (se nota por ejemplo en “Señora”, “De cartón Piedra”, la aludida “Fiesta” y en “Algo personal”, aunque esta última todavía la estirara el tío con un párrafo más de propina, despachándose bien a gusto contra esos tipos que van a cagar a casa de otra gente). Pero lo suple con esa facilidad que siempre ha tenido para recitar. Y con tablas, con muchas tablas por supuesto, como bien demuestra en su sobresaliente interpretación de “Mediterráneo”.

“Tu nombre me sabe a yerba”, que mira que tiene años, pero parecía que hubiera sido compuesta hace un par de días.

Tuvieron su momento los poetas, se echó de menos a Benedetti, pero comparecieron los Machado y Hernández. Del sevillano tenía que estar y estuvo  “Cantares”, coreada por el público golpe a golpe y verso a verso. Y del alicantino, al que recordó subrayando que le quitaron las dos cosas que más amaba, la vida y la libertad, además del “Dale que dale” de la apertura no pudieron faltar “Para la libertad” (se oyeron gritos entre el público de “¡viva la República!”, como en los viejos tiempos) y una especialmente deliciosa interpretación de “Nanas de la cebolla”, a cuya sensibilidad literaria se sumó el maravilloso llanto musicado procedente de la viola de Úrsula Amargós. Ella tuvo un momento añadido de protagonismo al hacer dúo junto al maestro en la tierna “Es caprichoso el azar” con una letra que, por cierto, vino muy a cuento con la noche de perros que se vivió el miércoles en Madrid (“…en la tarde que anunciaba chaparrón”).

Sus inseparables Ricard Miralles y  Josep Mas, Kitflus, estuvieron en piano y teclados, junto con David Palau (guitarra), Vicente Climent (batería), Raimón Ferrer (contrabajo), José Miguel Pérez Sagaste (saxo y clarinete) y la mencionada Úrsula Amargós (viola), todo un lujo al servicio del lujo que supo dotar a cada una de las joyas de Serrat de los arreglos justos y necesarios, creando verdaderas maravillas como muchas de las ya mencionadas, a las que se me antoja añadir para destacar lo de puta madre que sonó (perdón, pero fue así) la pegadiza “Tu nombre me sabe a yerba”, que mira que tiene años, pero parecía que hubiera sido compuesta hace un par de días no más.

Pese a su extenso y sobresaliente repertorio, y aunque la cosa vaya en gustos, se puede decir que no falto casi ninguna de las indispensables. Sonaron también “Cançó de bressol” en recuerdo de su madre y la ecologista “Pare”, ambas en catalán, la aclamada “Hoy puede ser un gran día” y, por supuesto, la verdadera obra maestra narrativa que es “Pueblo Blanco”, que bien puede entenderse hoy como un homenaje a la España vaciada. Bueno sí, se echó de menos a una tal Penélope, no la oscarizada Cruz, sino la del bolso de piel marrón y los zapatitos de tacón, que al menos en el concierto del miércoles debió de quedarse “sentada en la estación”. Y es que no se puede tener todo.

Su “Lucía”, su “Mediterráneo”, sus poetas,  sus pequeñas cosas… Toda una vida, en definitiva, para al final concluir que sí, que el camino ha merecido la pena.

Volvió un travieso Serrat a insistir en el delicado asunto de la mentira cuando, como decíamos al principio, le pidió al público que cantara con él “Aquellas pequeñas cosas”, sugiriendo que si había alguien que no se la supiera que por favor fingiera, moviendo los labios o haciendo incluso ademanes tontos, que es que queda muy mal estar uno desgañitándose y ver que el de al lado ni canta ni na, hombre por Dios. No problema. De las 12.000 almas que había en el Wizink, calculo yo que 11.998 al menos la cantaron entusiasmados sin necesidad de fingir. Y los dos que no, debían de ser un francés y un marroquí que andaban de los nervios más pendientes de lo que pasaba en la semifinal del Mundial que de sacar los recuerdos del cajón.

Para quienes vamos teniendo una edad, o unas cuantas, un concierto como el vivido en el Wizink Center, me aventuro a pensar que habrá significado, como mínimo, un par de cositas: vivir un acontecimiento histórico que logró que durante algo más de dos horas nos pasaran por delante los últimos cincuenta años de compleja historia de este nuestro país; y disfrutar también, sobre todo, de un acontecimiento personal, porque a uno le pasa también por delante, por encima diría más bien y de sopetón, toda su niñez, su adolescencia, su juventud y lo que viene después:  su “Lucía”, su “Mediterráneo”, sus poetas,  sus pequeñas cosas… Toda una vida, en definitiva, para al final concluir que sí, que el camino ha merecido la pena, que si el maestro me permite cambiarle la letra de la canción, “no hay nada más bello que lo que siempre hemos tenido”.

Y si las cosas no hubieran ido tan bien y no hubiera sido todo tal que así, ahí nos quedan los personajes, las historias, las canciones, las emociones y las mentirijillas de don Joan Manuel Serrat para sentirnos felices y hacernos llorar, si falta nos hace, “cuando nadie nos ve”.

/ Editado por @elizabethslvtrr

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