Humor vacui

 

Ricardo Álamo.- En uno de los números de la recientemente desaparecida revista de nueva literatura Clarín, el profesor y crítico Fernando Valls comentaba, en un largo y minucioso artículo titulado “Pensamientos sorprendentes y definiciones insólitas de Miguel Mihura”, que el comediógrafo madrileño «nunca publicó un libro de máximas, como hiciera Jardiel Poncela en 1937 con sus llamadas Máximas mínimas, ni tampoco utilizó jamás el concepto de greguería, ni se atrevió a llamar aforismos a sus “pensamientos” breves», y que, a lo más que llegó, en su juventud, «fue a recoger bajo el marbete de “Pensamientos” toda una serie de opiniones breves, más bien toscas y chabacanas» a las cuales no quiso llamar aforismos por parecerle un término excesivamente “serio”, más propio de literatos que de historietistas como él. «Ni siquiera inventó —añadía Valls— ningún otro nombre más o menos divertido, como hiciera su amigo Tono, con las 100 tonerías, que en 1938 recogió en forma de libro, [ya que] la tonería le resultaba un marbete demasiado personal, de un humor algo mecánico». Pero no obstante esa renuencia a dejarse conceptuar como un escritor de aforismos, máximas o greguerías, siguiendo la estela de su amigo Ramón Gómez de la Serna, «lo que sí hizo Mihura, bien que a su manera, fue un elogio de la brevedad, la concisión, el estilo escueto y sencillo (“hay que escribir ceñido y corto”)». Y ceñidas y cortas fueron la mayoría de sus historias, dentro de las cuales iban insertas un sinfín de greguerías, cosa que no habría de extrañarnos si tenemos en cuenta que en la primera mitad del pasado siglo la greguería (humorismo+metáfora) hizo furor entre los escritores cómicos que frecuentaban la tertulia de Pombo, quienes, en diversas etapas, nutrieron con sus sátiras y humoradas las páginas de revistas gráficas como Buen Humor, Sileno, Gutiérrez, Muchas gracias, Tajo, La Trinchera, La Ametralladora o La Codorniz, siendo Ramón, Tono, López Rubio, Julio Camba, Fernández Flórez o el propio Mihura sus más conspicuos representantes. Y es que humor y brevedad han sido tradicionalmente dos elementos propicios a un matrimonio literario espléndido, que abarca desde los agudos e ingeniosos epigramas de Marco Valerio Marcial hasta las punzantes socarronerías de Oscar Wilde o los juegos de palabras de Max Aub, por poner sólo algunos ejemplos. De esa tradición humorística tan acrisolada en la historia de la literatura y, en especial, dentro del género breve, es a todas luces deudor el libro de aforismos El monstruo en el camerino, que han escrito al alimón David Acebes y José Antonio Olmedo. En sus “Consideraciones previas”, ambos señalan que lo que han querido hacer —y a mi modo de ver lo han conseguido— es llevar el aforismo al extremo de sus convenciones, más allá de las premisas del canon, con las miras puestas en la renovación del género o su cliché y la consecuente creación de un nuevo concepto de aforismo, que ellos denominan “arsofismo”, palabra que resulta de la combinación de las mismas letras que componen la palabra “aforismo”, pero en la que en el fondo y en la forma están subsumidos los términos Arte, Sofisma y Aforismo. Claramente un arsofismo, nos dicen, no es más que otro modo de ser del aforismo, algo así como un artefacto literario traspasado por el humor (y la humorada) pero imbuido de un espíritu crítico, en ocasiones también reflexivo, incluso científico (o todo lo contrario), cuya finalidad última es doble, ya que por un lado pretende retratar o denunciar las injusticias, mentiras y manipulaciones de nuestro tiempo líquido, mientras que por otro lado procura que esas mismas denuncias no sean ni declaraciones solemnes ni tampoco juicios edificantes sino más bien manifestaciones hilarantes de un discurso disconforme con la decadencia moral en la que se halla inmersa la sociedad actual.

Si el humor crítico es la seña de identidad más notoria de El monstruo en el camerino, nada tiene de sorprendente que sea precisamente “Humor vacui” el primero de los once capítulos en los que está dividido el libro, pues según los autores el humor es la actitud del ser inteligente y la mejor herramienta para alcanzar a entender el vacío de nuestra existencia. La filosofía, la literatura, la economía, la ciencia, el tiempo, la guerra, la traición o la muerte son algunos de los temas más o menos recurrentes sobre los que Acebes y Olmedo aplican su corrosivo y sarcástico punto de vista, ya que si hay algo especialmente valioso que pretenden inspirar en el lector es sobre todo regocijo, en la creencia de que la hilaridad es música celestial provocada por la risa. Un sencillo ejemplo de esto sería el siguiente arsofismo: «¿Puntos cardinales? N. O. S. É». Repárese en que a la pregunta por cuáles son los puntos cardinales, se responde con el acróstico formado por los nombres de los propios puntos, obteniéndose un NO SÉ que es en parte realidad y en parte metáfora de nuestra ignorancia. Otros ejemplos a destacar serían los que se centran en la ambivalencia problemática del lenguaje («Prueba de que el lenguaje es demasiado recurrente. En dos pala…», «Por más sustantivos neutros que inventemos, por más artículos, sufijos y términos genéricos que habilitemos para tratar de equiparar lo femenino a lo masculino, siempre habrá un resquicio en el lenguaje que represente su atávico machismo»), las complicaciones a que dan lugar las nuevas tecnologías («La tecnología nos facilitará tanto las cosas que llegará al extremo de complicarlas», «La tecnología ha traído un gran presente a nuestros hijos: la soledad») o el nacionalismo («Mientras haya banderas, ondearán tempestades», «¡Abajo banderas! ¡Arriba pendones!»). Pero, sin duda, donde más altura hilarante alcanzan los aforismos o arsofismos de este singular libro es en la puesta en escena de una infinidad de greguerías que nada tienen que envidiarle a las de Gómez de la Serna, Tono o Mihura. Si no, lean: «Los que comen pescado tienen pescadillas por la noche», «La luna es el lunar más bonito que tiene la noche», «En China están prohibidos los tirachinas», «El viento va a su aire», «Los puntos suspensivos son las gotas que sangra una frase que hemos herido de muerte», «Consejo para un cerebro en forma: diez reflexiones al día», etc.).

Ni egolátricos ni egofóbicos, ni grávidos ni leves, los aforismos de El monstruo en el camerino vienen a ser una demostración de que el concepto dadaísta del arte de lo breve sigue más vigente que nunca, y que la comicidad y el humor suelen ser mucho más persuasivos que la mejor de las argumentaciones cuando se trata de desactivar cualquier fraude o engañifa. Lector, lectora, prueba a leer este libro y te convencerás de que, en fondo y en forma, no todo ha estado siempre suficientemente bien dicho.

 

David Acebes / José Antonio Olmedo, El monstruo en el camerino. Ediciones Trea, Gijón, 2023.

 

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