El fútbol según Alessandro Baricco

Siempre me han atraído las analogías caprichosas entre las culturas nacionales y los estilos futbolísticos, según las cuales en Italia, un país siempre invadido y provisional, se juega con extrema prudencia y cálculo casi vaticano o los alemanes atacan como aplastando con los tanques con más arrogancia y método que furor o creatividad. Me gusta, incluso, extenderlas a lugares menos obvios. Por ejemplo, la selección de Estados Unidos, predominantemente latina, jugaba en sus mejores tiempos con alegría caribeña y gran ligereza de miedos y prejuicios. España, por su parte, ha tenido un reflejo futbolístico verdaderamente prístino de sus seculares problemas identitarios. Después de todo un siglo de bandazos y desnortamiento, encontró una fórmula exitosa y atractiva (el famoso tiki-taka, así bautizado por Andrés Montes) que conjuntó sorprendentemente a todo el país alrededor de su selección, fácilmente identificable en un grupo de grandes jugadores… y después, como marcada por la maldición bíblica del cainismo que inspirara “La tierra de Alvar González” de Antonio Machado, la convirtió en un dogma de fe con el que marcar una línea divisoria (otra más) entre la ortodoxia y la heterodoxia, cuando no la herejía. Por supuesto, conseguimos mezclar la recién nacida obsesión con la rivalidad entre el Real Madrid, por aquel entonces de capa caída, y el Barcelona, que utilizando a Messi perfeccionó el Estilo con magníficos resultados, y con la tensión territorial y nacional en Cataluña, que tardaría muy poco en explotar en el así llamado procesismo, y el asunto se envenenó tanto como podía esperarse de un país tan poco formado y seguro de su identidad como el nuestro. Hasta hoy llegan los coletazos, con madridistas furibundos exigiendo una vuelta a la furia roja que sería verdaderamente desdichada, y barcelonistas irreductibles que consideran el Estilo “irrenunciable” y cualquier reforma o matiz una claudicación ante la barbarie. Pero con esto nos desviamos y entramos casi en el artículo que dedicaremos en otro momento a Santiago Alba.

El caso es que, en mi opinión, no es imposible un estudio cultural del fútbol que sitúe el deporte y sus formas en un contexto social más amplio. Esto hace, y con un enfoque menos romántico o etéreo y más sólido, Alessandro Baricco en un ensayo muy agudo y sustancioso sobre la cultura posmoderna titulado Los bárbaros. Aunque Baricco nunca utiliza el término, parece suficientemente claro en la lectura que la cultura bárbara (los bárbaros son aquí el símbolo de la destrucción de la alta cultura tradicional, aceptada y consagrada por la sociedad burguesa) es, casi exactamente, la posmodernidad, entendida esta no como un movimiento ni una estética sino como una época que puede resumirse, a manera de manual, en una serie de rasgos esenciales o características principales. (De hecho, ese es el gran mérito del libro: explicar y sintetizar las características básicas del vivir y el crear posmodernos). Aproximadamente, son las siguientes, que entresaco de las páginas 95 y 96 del ensayo: preponderancia del valor comercial, la espectacularidad como valor máximo, “la simplificación, la superficialidad, la velocidad, la medianía”, la influencia estadounidense, y el rechazo de “lo sagrado” (lo elevado, culto o espiritual). No podemos desarrollarlo aquí, evidentemente, pero el libro es muy convincente. Lo que nos interesa ahora es el modo como Baricco ejemplifica todas las características anteriores con el fútbol, uno de los cuatro ámbitos (junto con el vino, Google y la literatura) que utiliza para explorar la cultura de los bárbaros.

Según Baricco, el cambio en el fútbol viene provocado por el nuevo mercado televisivo, que por una parte lo democratiza al permitir la retransmisión de absolutamente todos los partidos de la élite (de la élite más amplia, hasta las segundas divisiones de las ligas más insospechadas) y por otra parte, dado que la mayor parte de ellos son de pago, requiere de un lenguaje más espectacular y atractivo para conseguir que las masas mantengan el interés durante, virtualmente, como ocurre hoy, los siete días de la semana: el lenguaje de las retransmisiones modernas que representa en España las realizaciones tan admiradas en su momento de Canal+ y que Baricco opone a las “tomas […] notariales, documentales, soviéticas” del fútbol en blanco y negro. La influencia, o por lo menos la coincidencia, con el modelo estadounidense que conocemos especialmente por la NBA, es grande, y tiene un efecto similar: “el rito se ha multiplicado y lo sagrado se ha diluido”; la cantidad de partidos que casi cuesta identificar ha sustituido la expectación infantil ante el misterio, por seguir con la metáfora religiosa, del partido semanal o de la oscura y por tanto sugerente narración radiofónica. (Este proceso no ha hecho más que acelerarse: comparemos el carácter verdaderamente ritual -para quien lo fuera- del antiguo carrusel de partidos con la sucesión continua de partidos indistintos salpicados de entretenimiento y variedades que ha favorecido la necesidad televisiva de separar cada partido en un horario distinto). Así pues, en el mercado que rodea al fútbol, hay de golpe cuatro características de las señaladas por Baricco como distintivas de la cultura posmoderna: mercantilismo, espectacularidad, influencia estadounidense y desacralización.

¿Qué ocurre, por otra parte, dentro del campo? Según Baricco, fundamentalmente, la sustitución de los individuos sobresalientes por los sistemas bien engranados, la sustitución de la genialidad por la velocidad. La imagen simbólica a este respecto es, en su opinión, la de Baggio en el banquillo. En realidad, se trata del cambio del fútbol de especialistas en el que había solo once números que indicaban realmente la posición y el estilo de juego de sus portadores por un fútbol de sistemas. En el fútbol antiguo, dice Baricco, “el defensor defendía” y no necesitaba cruzar siquiera la línea de medio campo; solo tenían que marcar al hombre a su par durante noventa minutos. “Después”, dice Baricco, “las cosas cambiaron. Empezaron a aparecer unos números 7 [los extremos diestros a los que Baricco, lateral izquierdo, debía defender] que no hablaban, que no se deprimían; pero para compensar se quedaban atrás, a la espera. No me quedaba claro de qué. Tal vez me esperan a mí, me dije”. Entonces los defensas empezaron a cruzar el centro del campo y a respirar “un aire fresco” para volver solo “como cuando vuelve uno de la playa un domingo por la tarde, de mala gana” y quedándose cada vez un rato más hasta llegar incluso a recibir pases del mediapunta. En este nuevo fútbol, los laterales y extremos se parecían cada vez más y ambos tenían que cumplir funciones propias y de las anteriormente asociadas al otro grupo. En este fútbol total, los defensas defienden y también atacan, los delanteros atacan y también defienden y todos en general, deben ser capaces de moverse por todo el campo actuando, según se tercie, como constructores del juego, como finalizadores o como destructores.

Es, en definitiva, nuestro fútbol, el de los jugadores completos e intercambiables que abarcan varias posiciones. Es el fútbol, por poner un ejemplo de nuestra liga, de Jude Bellingham, al que aún no he visto mucho pero del que se dice que llevaba el número 22 porque era la suma de todas las virtudes que reúne: las de los antiguos 4, 8 y 10; y que en sus comienzos en nuestra liga se anima aún a golear como un 9. Es un fútbol en el que los mediapuntas, colmo de la especialización y del genio, no prosperan y escasean, por su parte, los clásicos delanteros centro de área y remate. Ambas posiciones han quedado integradas en la llamada de “nueve y medio”, el punta que combina en el medio campo, da el último pase y marca goles, como Benzema, Kane o Mané. Como se ve, esto no significa que no haya grandes jugadores, e incluso jugadores geniales, como Messi o Modric, pero la condición de su éxito es que sean, además de geniales, polivalentes. Los seis que he nombrado en este párrafo tienen cabida en el fútbol bárbaro; los genios “antiguos” del blanco y negro como Baggio, Guti o Totti, por citar algunos casos emblemáticos, sobreviven en los márgenes.

En general, dice Baricco, triunfa la medianía sobre la genialidad, porque disemina el sentido del juego por todo el campo (ahora se me ocurre que un título como Todo a la vez en todas partes, tan posmoderno, puede aplicarse muy bien aquí) “creando un único acontecimiento en el que todos participan constantemente”: el fútbol total. Imperan por tanto los buenos jugadores, que juegan con velocidad (el último elemento esencial, también básico en la cultura bárbara) permitiendo la circulación permanente de balón y futbolistas y, aunque siendo menos perfectos en sus labores, generando muchas más posibilidades en el juego. Baricco, como italiano, pone el ejemplo de Zambrotta, al que yo añadiría como ejemplo máximo de medianía (¡que sin embargo jugaba en la selección italiana por delante de Totti!) a Camoranesi; yo, como español, pongo el ejemplo de Fede Valverde, excelente centrocampista, en absoluto mediocre, pero que representa a la perfección el nuevo modelo: un jugador veloz en sí mismo y en su trato de balón, de tono medio (no genial ni creativo), que cubre todo el campo y es esencial para el funcionamiento del sistema de su equipo.

Por cierto, creo que esto se da también en otros deportes. En el baloncesto actual, desde luego, casi todos los jugadores tiran de tres y predominan cada vez más los exteriores altos capaces de defender a cualquiera y rebotear; especialistas como los tiradores puros son cada vez más raros. De tenis no entiendo demasiado, pero al parecer escasean también los especialistas y el nivel de todos los jugadores es similar en todas las superficies (Feliciano López debía ser también una rareza).

Y, según Baricco, el fenómeno se da no solo en todos los deportes, sino en todos los ámbitos de la vida bárbara que es la nuestra. Busquemos, aunque sea por simple entretenimiento o curiosidad, los rasgos bárbaros en la gastronomía, en la arquitectura, en el arte. Encontremos al escritor Camoranesi, al Guti de la poesía arrumbado en el banquillo, identifiquemos la espectacularidad del urbanismo y lamentemos, si queremos, la desacralización las salas de cine. Y disfrutemos, en todo caso, del fútbol bárbaro, que también tiene sus virtudes y es el único que ahora mismo podemos disfrutar.

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